Entre la basura y la sequía... Viaje a la ciudad perdida

lunes, 9 de enero de 2012 · 14:45
MÉXICO, D.F. (Proceso).- Si existe todavía la Ciudad de México y no ha sido devorada por el monstruo tentacular y proliferante que llamamos DF, algo extraño sucede con ella. Cambia todos los días al punto de que en enero de 2012 es diferente a como fue en diciembre de 2011. Y sin embargo, al leer sobre ella, un texto del ayer más remoto parece tan actual como el periódico y los medios electrónicos de hoy. Por esta y otras razones se vuelve fascinante la lectura de Fue en aquella ciudad de México: episodios y crónicas del siglo XIX, el libro de Marco Antonio Campos que acaba de aparecer en la serie “Ida y regreso al siglo XIX” (UNAM) dirigida por Vicente Quirarte, autor de Elogio de la calle. A semejanza de Quirarte, Campos es un hombre de letras en toda la extensión de estas palabras, con su pluralidad de géneros y obras importantes en todos ellos. Aquí Campos, el novelista, el cuentista, el poeta de Viernes en Jerusalén y Dime dónde, en qué país y el admirable traductor de la poesía francesa, italiana y alemana se nos presenta como el investigador a quien debemos El café literario en la Ciudad de México en los siglos XIX y XX, la reivindicación de Manuel Acuña y el descubrimiento de dos escritores que, gracias a él, se nos han vuelto indispensables: Marcos Arróniz y Luis Martínez de Castro. “Joya y decoro de la juventud mexicana”, según Guillermo Prieto, Martínez de Castro murió a los 28 años a causa de las heridas que sufrió en la defensa de Churubusco contra el invasor angloamericano.   La omnipresencia de la basura   El propósito inicial de Campos fue revisar crónicas y testimonios del país entero. El material resultó tan vasto que lo obligó a ceñirse a la capital de 1803 a 1900. Quizás hace algunos años al leer estas páginas la sensación dominante hubiera sido de lejanía insalvable, de regreso virtual a otro planeta, una tierra extraña, la comarca de nunca jamás. Leerlas hoy estremece porque, para nuestra desgracia, todo cambia y todo sigue igual y, como decía Antonio Machado, no hay nada que no sea esencialmente empeorable. Pese al libro precursor de Esteban Sánchez de Tagle, creímos que la basura no era protagonista esencial de lo que narran estos testigos. En los relatos seleccionados por Campos, antes desde luego de la actual crisis, la basura se halla omnipresente. Con los actuales niveles de destrucción es imposible imaginarse aquella ciudad comparable a las europeas, la auténtica capital de las Américas, cuando Nueva York y Washington eran todavía aldeas.   La ciudad y los palacios   La expresión “ciudad de los palacios” fue popularizada por Lucas Alamán y se atribuye al Barón de Humboldt. Artemio de Valle Arizpe descubrió que en realidad se debe al viajero inglés Charles Joseph Latrobe. En la quinta carta de The rambler in Mexico (Londres, 1836) escribió Latrobe: “… hagamos justicia a los austeros conquistadores de antaño. Parece que sus mentes fueron influidas por el espíritu ambiente de las tierras que habían conquistado. Todo lo que los rodeaba era extraño y maravilloso y colosal, y sus concepciones y sus trabajos tomaron el mismo aspecto. Ved sus obras, diques, acueductos, iglesias y la lujosa Ciudad de los Palacios que ha surgido de las ruinas de adobe de Tenochtitlan.” Unos cuantos vestigios quedan en pie en una exciudad devastada cuyo plan urbano parece haber sido encargado, generación tras generación, al mariscal nazi Goering y sus bombarderos de la Luftwaffe. En los grabados y litografías México se ve, en efecto, señorial y hermosísima. Los textos aquí presentes destruyen toda tentación de nostalgia. Los palacios estaban rodeados por la más sórdida miseria. Dondequiera había montañas de basura y los antiguos canales de la “Venecia mexicana”, que elogió el propio Cervantes, se hallaban convertidos en albañales y recipientes más o menos fluidos de toda la inmundicia. Para quienes como hoy no defecaban al aire libre, la bacinica era el único contenedor de sus orines y excrementos. Un carro dotado de una gran olla de barro pasaba varias veces al día a recoger esta suciedad. Poca gente lo esperaba y los más vertían sus desechos a la vía pública. Ahora sabemos a qué olía la orgullosa Ciudad de los Palacios.   El agua madre y madrastra   A todos los que renegamos de los malestares de vivir aquí y ahora se nos tapa la boca con el argumento inapelable: Imagínate un mundo en que no existía la anestesia. Podrían añadir: Imagínate un Mexico sin agua corriente. La aparición de la fontanería fue un gran avance y un progreso universal que aquí vimos como si fuera nada más un extraordinario e indiscutible logro del porfiriato. Ahora que falta el líquido es posible representarse la dicha inmensa de poder servirse por vez primera de un excusado y abrir el grifo y la regadera en vez de acarrear cubetas y jarras desde las fuentes de la Tlaxpana y el Salto del Agua. Manuel Perló y Gabriel Quadri de la Torre han estudiado la obra hidráulica de aquellos años gracias a la cual se logró al fin dar salida a las aguas del valle que no es valle sino una cuenca encerrada entre montañas de basalto. Era muy hermoso ver en el aire transparente y respirable el Popo, el Izta y el Ajusco desde cada esquina y cada azotea, pero también estas elevaciones producían una claustrofobia que la mortal contaminación nos ha ahorrado para siempre.   Entre la inundación y la sequía   Como la del país entero, la historia de su capital es el perpetuo duelo entre la inundación y la sequía. La catástrofe sin remedio que padecemos cada vez de una manera más aguda es el resultado de negar desde un principio la naturaleza lacustre de la ciudad, una isla convertida en un páramo que, con la devastación de los inmensos bosques que la rodeaban, se transformó por falta de lluvia en la región del polvo y de la sed. Fue una maravilla que el simple accionar de una palanca se llevara las deyecciones. En el ciclo natural la mierda abonaba las tierras fértiles. El precio que pagamos fue convertir los ríos en alcantarillas hediondas. Más tarde los tapamos para dar paso al automóvil que acabó con todo y hoy México es la única ciudad del mundo en que no existe un río y los que sobreviven por todas partes lo hacen transformados en zombies, cadáveres vivientes en sus féretros de concreto.   El país de la violencia   El clásico que abre esta antología de Marco Antonio Campos es Humboldt. El Barón encontró que el nuestro era el país de la desigualdad. Los cronistas posteriores, nacionales y extranjeros, ahondaron en esta observación. Quien construyó los palacios fue la plebe para que los habitase la minoría blanca que se apoderó de todo a partir de la conquista. El racismo y la discriminación se impusieron como el medio siempre eficaz de mantener a raya la competencia que pudieran hacerle indios y mestizos. La ostentación insensata que decora las innumerables revistas y secciones de sociales, entonces sólo podía manifestarse mediante la prepotente arquitectura de las casas y lo que Veblen iba a llamar “consumo conspicuo”. Altos muros y ventanas de hierro defendían de la chusma a la gente decente (es decir, los blancos y los ricos). La ciudad estaba llena de pobres y miserables que en el mejor de los casos se dedicaban al comercio ambulante y en el peor al robo, el asalto y el secuestro. La catedral del consumo era El Parián, el mall situado en el núcleo de los poderes, el Zócalo, entre la iglesia y el palacio. Quienes no podían decir “soy totalmente Parián” observaban rencorosos a los consumidores de aquellos lujos. La pesadilla que obsesionó a la Colonia estalló al fin en 1829 durante la rebelión de La Acordada. Los “pelados” –llamados así porque no tenían más abrigo que su piel, es decir andaban en cueros– asaltaron, saquearon, incendiaron El Parián y asesinaron a sus dueños. Aquello se vio como una guerra instantánea de indios contra gachupines y una venganza efímera y brutal de los oprimidos contra los opresores. Hoy la revancha se llama narcotráfico. La nueva guerra civil ensangrienta y aterroriza al país como no lograron hacerlo las grandes matanzas de la Independencia y la Revolución. Ha dicho Peter Hamill que Paris Hilton puede drogarse a placer a costa de los muertos, los torturados, los colgados, los decapitados, las viudas y los huérfanos de un país más doliente que nunca.

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