La cuna de Los Artistas Asesinos

lunes, 12 de marzo de 2012 · 14:10
El libro La fábrica del crimen, de la periodista chihuahuense Sandra Rodríguez Nieto, exhibe la sordidez y desolación prevalecientes en los arrabales de Ciudad Juárez, justo ahí donde jóvenes, casi niños, acabaron arrastrados al crimen y al homicidio. Con autorización de la autora y del sello editorial Temas de Hoy, se presentan aquí fragmentos de la obra, que ya se encuentra en circulación. MÉXICO, D.F. (Proceso).- Como Vicente León, El Saik fue detenido un 21 de mayo, pero dos años antes, en la primavera de 2002. Por ese entonces tenía 19 años y había participado en un homicidio. La tarde de aquel día llegó hasta su casa un grupo de policías judiciales del estado con una orden de arresto porque esa madrugada, decían los investigadores, El Saik había disparado desde un auto en movimiento contra los tripulantes de un vehículo en el que iba Nelson Martínez Moreno, un nativo de El Paso, también de 19 años, que terminó muerto. El crimen ocurrió en la calle Vicente Guerrero, en la parte norte y vieja de Ciudad Juárez. El Saik interceptó a sus víctimas a la altura de la calle Brasil y de inmediato empezó a dispararles. A Nelson le dio en la frente; a uno de los acompañantes, en el antebrazo izquierdo, y al otro apenas le rozó la espalda. Los dos últimos sobrevivieron y fueron quienes lo identificaron como el autor del ataque. Sabían dónde vivía y lo declararon ante el Ministerio Público. Sólo fue cuestión de horas para que detuvieran a El Saik en su casa. El Saik era el sobrenombre de Éder Ángel Martínez Reyna, un joven que vivía en la calle Durango, en el fraccionamiento Bosques de Salvárcar, en el suroriente de Juárez. Desde niño, El Saik enloquecía a su madre al escapar por periodos en los que ella terminaba pegando su foto en las paredes de los alrededores para localizarlo. Estaba en la escuela, pero nada lo mantenía lo suficientemente excitado como vagar por las calles, por lo que pronto se vio involucrado en diversos asaltos y empezó a ser recluso frecuente de la Escuela de Mejoramiento Social para Menores. Sólo el dibujo le apasionaba tanto como el delito, y en ocasiones pasaba horas bosquejando en su cuaderno las imágenes de su mundo interior hasta que sentía que le faltaba el espacio. Su casa era de una planta con dos recámaras de ocho metros cuadrados, un baño y un área común de sala-comedor y cocina. Permanecer largos ratos en la calle era por tanto inevitable. Sin embargo, cuando El Saik crecía en la década de los noventa, en el suroriente no había zonas deportivas ni bibliotecas ni teatros ni ningún otro lugar en el que los chicos de su edad pudieran ampliar su universo. Sólo estaban las calles, donde miles de viviendas del tamaño de la suya se multiplicaban como otro producto de manufactura hasta que terminaban abruptamente junto a algún lote baldío o el muro de alguna maquiladora, como ocurría justo afuera de la casa de El Saik, donde se encuentra el Parque Industrial Intermex y donde el rótulo verde-agua de la planta Siemens aún domina parte del panorama. Ahí están también las plantas de Motorola, General Electric, Honeywell y otras. Alrededor de Intermex y de otros parques industriales, por la calle Durango y a lo largo de la avenida de Las Torres, hay otras zonas habitacionales, como Horizontes del Sur, Villas de Salvárcar, Torres del Sur, Paseo de las Torres, Valle Dorado, Juárez Nuevo, Las Dunas, Rincón del Sol, Parajes del Sur, Ampliación Aeropuerto, Morelos I, II, III y IV, y varias más. Todas se construyeron en torno a las maquiladoras y, con los años, se fueron mezclando con plazas comerciales, otras colonias viejas y escasamente urbanizadas –como Solidaridad, Los Alcaldes, Zaragoza o Salvárcar–, y cientos de espacios vacíos de diversos tamaños que fueron quedando en medio del crecimiento urbano. El resultado fueron decenas de barrios fragmentados como islas divididas por un mar de dunas y basura que, por la inseguridad, hicieron letales los trayectos a pie y eliminaron del espacio público cualquier elemento que pudiera generar cohesión o fortalecer la identidad. La belleza del desierto se redujo a un escenario cada vez más disperso y sucio, incapaz de provocar algún sentimiento de afecto. En tal entorno, y con la falta de espacios para el desarrollo social o comunitario, pronto miles de adolescentes y niños, como El Saik, se adueñaron de las calles del suroriente en grupos que, en un inicio, en los albores de la década de los noventa, se congregaban sólo para conversar, patinar o bailar break-dance. Luego empezaron a ponerse nombres como Los Bufones, SWK, CVS, Barrio del Silencio, Los Quinteros o Los Guasones, y en poco tiempo sus miembros ya estaban disputándose el territorio a través de grafitis. Ganaban quienes lograran “rayar” su apodo el mayor número de veces en las calles. La competencia era conocida como “varo”, y pronto las principales avenidas empezaron a verse llenas de signos de caligrafía incomprensible. También en muy poco tiempo, la violencia se integró como un elemento inherente a tales disputas. Uno de los lugares de reclutamiento de Los Bufones, por ejemplo, eran las viviendas vacías de los alrededores de la Secundaria Técnica 60, ubicada sobre la avenida Jilotepec y donde los aspirantes –entre ellos varios alumnos de la escuela– se ganaban el acceso a la “ganga” midiéndose en peleas a puños con otros de su estatura. Estas pruebas de ingreso fueron luego sustituidas por atracos a varios establecimientos comerciales y, para inicios del presente siglo, los adolescentes ya contaban con armas de fuego. Luego surgieron los asaltos a maquiladoras y las riñas campales con las que durante años asolaron el suroriente, donde impusieron los primeros toques de queda entre los vecinos. Así, el más natural de los pasos fue el homicidio y, en pocos años, los chicos de ese sector se convirtieron en la mayoría de los adolescentes infractores de toda la ciudad. El suroriente es la zona a la que los investigadores sociales locales se refieren como “Ciudad Nueva” o “Ciudad Sur”, adonde los gobiernos municipales y estatales dirigieron la demanda de vivienda de los empleados del boom maquilador de mediados de los años ochenta y de toda la década siguiente, periodo en el que la ciudad –donde se ocupaba a más de tres de cada 10 empleados de la industria en todo el país– registró un fuerte incremento poblacional: de menos de 600 mil a más de 1 millón 200 mil habitantes. Los problemas derivados del desorden en la urbanización fueron desde muy pronto motivo de preocupación entre varios investigadores sociales, periodistas y diversos ciudadanos, quienes a lo largo de los años señalaron que, además de que el modelo era un claro acto de corrupción, la segregación espacial estaba encareciendo y dificultando el mantenimiento de la ciudad, provocando rezagos sociales, deteriorando y afeando el espacio, aumentando los tiempos y el costo de los traslados y, sobre todo, formando dos extremos periféricos –el poniente y el suroriente– que empezaron a obstaculizar la interacción de la población e incluso a dividirla. Pero la construcción de vivienda y la inversión pública en las tierras de los exalcaldes, cada vez más hacia el suroriente, solían ser justificadas por los gobiernos en turno con el argumento de la atracción de más industria maquiladora y, así, la expansión urbana no se detuvo nunca. La urbanización se dio a tal ritmo que, para el año 2000, en esos terrenos y sus alrededores, en las inmediaciones de los parques industriales de la avenida de Las Torres y repartida en fraccionamientos, como Bosques de Salvárcar, Villas de Salvárcar, Horizontes del Sur y otros, se asentó 40% de la población de la ciudad, es decir, casi 500 mil personas, la mayoría adolescentes y niños. Cuando en el Juárez del siglo XXI cientos de esos adolescentes y niños se armaron y se integraron a las pandillas que en un principio se reunían sólo para “grafitear”, éstas se convirtieron en las más letales. Pronto las autoridades les atribuirían hasta cuatro de cada 10 homicidios del total que ocurrían en la ciudad y, entre miembros de Los Bufones, Los Quinteros, Barrio del Silencio y otras, en 2002 se formó una nueva “ganga” que en pocos años se convertiría en la líder indiscutible en cuanto a delitos. Era a la que pertenecían El Saik y sus amigos de los alrededores del Parque Industrial Intermex. Se llamaban, declaró el adolescente al Ministerio Público cuando fue detenido por matar al joven paseño, Los Artistas Asesinos, y ese 21 de mayo de 2002 fue la primera vez que el reportero Armando Rodríguez registró ese nombre en los medios de Juárez. La fundación de Los Artistas Asesinos se atribuye a uno de los jóvenes criminales más célebres de la ciudad, originario de la colonia Morelos II y a quien varios recuerdan por haber sido el primer pandillero en asesinar a un policía municipal. Se llamaba Jorge Ernesto Sáenz, pero era conocido como El Dream y, al igual que El Saik, procedía de uno de los fraccionamientos del suroriente y poseía un gran talento para el dibujo. Antes de convertirse en homicida, de hecho, su fama había crecido entre los adolescentes del sector por la calidad, el detalle y el colorido de sus grafitis. Era él también quien ganaba la mayoría de los concursos de “varo”, por lo que su apodo era el que más figuraba en las calles de la zona. Alto, delgado, con el cabello unas veces al rape y otras largo, y casi siempre con una mochila en la espalda en la que llevaba sus botes de spray, El Dream fue desde los 16 años un modelo a imitar para cientos. Asimismo, él reclutaba a los estudiantes de la Técnica 60 y, con el paso de los años, su talento como “grafitero” y su supervivencia a las disputas con niveles de violencia cada vez más elevados entre los diversos “barrios” lo volvieron uno de los pandilleros más conocidos de su generación. Como El Saik, era una mezcla de potencial intelectual y físico constantemente en busca de emociones fuertes y rodeado por un ambiente del todo carente de estímulos que no fueran delictivos. Al regresar al Cereso en ese 2002, El Dream estrechó su amistad con El Saik y, durante meses, planearon intentos de fuga trazando mapas que en varias ocasiones fueron decomisados y reportados por las autoridades a los medios. La tensión imperaba en un penal en el que 3 mil 500 reos compartían un espacio para menos de 2 mil y las celdas estaban ocupadas al doble de su capacidad. Varios tenían que dormir en cobijas colocadas directamente sobre la dureza del piso de concreto. El aire acondicionado siempre era insuficiente en verano y la calefacción en invierno. Las cucarachas abundaban incluso entre los alimentos. El Saik y El Dream sentían que iban a enloquecer en esos reducidos espacios. Las celdas del Cereso son casi todas iguales, de no más de tres por tres metros, con camas de cemento adheridas a las paredes, sobre las que los reos colocan colchonetas, y a cada reo le corresponde hacerse de utensilios para lo más indispensable. La mayoría de los dormitorios dan a pasillos a cielo abierto o al patio interior, en el que suele haber puestos con los diversos servicios que se ofrecen entre sí los presos, desde dulces, comida y aguas frescas hasta viejas mesas de futbolito. Los edificios de este tipo que conforman el Cereso son conocidos como “habitaciones” y, antes de que los reos fueran separados por pandillas, servían para dividir a la población según el tipo de delitos. Para los homicidas más peligrosos, como El Saik y El Dream, en la primavera de 2004 se construyó una habitación especial que, a diferencia de las del resto del Cereso, es un polígono techado sin un solo acceso al cielo. Fue denominada la Habitación 16 y quedó ubicada en el extremo nororiente del reclusorio, a pocos metros de los juzgados del antiguo sistema penal. Por dentro, el espacio y las celdas son todavía más pequeños que en el resto de las crujías, y en el patio central no hay ningún tipo de entretenimiento ni vista al exterior. Además, el programa de reclusión para tales reos incluía 22 horas de encierro en las celdas y sólo dos para caminar por el patio techado, y todos debían hacerlo en horarios distintos. El único contacto que podían tener era con el personal de Criminología y de Psicología, y todos estaban bajo observación constante. En ese encierro, El Saik terminó por refugiarse en su regreso al dibujo. En un par de meses pudo empezar a asistir a clases de pintura al óleo y, en cuestión de semanas, ya vendía sus trabajos a otros presos que, a su vez, obtenían algunos ingresos haciendo tatuajes. Con los años, el pasatiempo le rindió frutos al talentoso joven convertido en homicida. Para 2006, cuatro años después de haberse convertido en el primer Artista Asesino registrado en la historia de Ciudad Juárez, El Saik ganó el primer lugar en un concurso nacional de pintura en el que participaron cientos de presidiarios de otros estados de la República.

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