Roeder y una estampa sobre la batalla del 5 de Mayo

sábado, 5 de mayo de 2012 · 09:44
MÉXICO, D.F. (apro).- El ministro no era una autoridad militar, y Lorencez se arrepintió de haberlo consultado. Mientras esperaba su opinión, la fortaleza abrió el fuego y la metralla comenzó a caer sobre sus líneas, donde la tropa esperaba con impaciencia la orden de lanzar el asalto. Ya era tarde para reorganizar su plan, y entre el ministro y los mexicanos el General no tardó en optar por el mal menor. A las once de la mañana entró en acción. Dos columnas de infantería se desplegaron a la derecha y a la izquierda del Cerro de Guadalupe, deteniéndose en espera de la señal, en tanto que diez piezas de artillería, avanzadas hasta una posición central, abrieron el fuego como a dos mil metros del blanco. Por tres cuartos de hora el barrido francés disparó sin interrupción, sin dejar una impresión apreciable en las sólidas murallas que coronaban el cerro. La posición iba aproximándose poco a poco al reducto; pero a medida que se reducía la distancia, más difícil resultaba calcular la puntería correctamente; el terreno era accidentado y los asestadores desapuntaban, mientras que las baterías del convento limpiaron los aproches con exactitud mortífera. Entre tanto se había observado mucha actividad en la ciudad. La infantería mexicana, concentrada en el lado opuesto, venía taloneando por detrás del Cerro y se desplegó en una línea calzada con caballería, que amenazaba las columnas, inmovilizandas al pie de la cuesta por el duelo de artillería. Al cabo de una hora y media, las baterías francesas habían agotado la mitad de sus municiones, y Lorencez optó por prescindir de los preliminares y desatar el asalto. Lo que podía realizarse con ciego arrojo, se realizó; pero la infantería no ganó más terreno que los cañones. Dos columnas gatearon el cerro, esforzándose en dividir la atención del enemigo, pero sólo para caer segados en pleno ascenso; algunos alcanzaron la cima y se derribaron en el foso, cuya profundidad excedió todos los cálculos; unos pocos lograron escalar la muralla y entrever al enemigo antes de ganar el cielo, pero sólo el corneta tenía una vida sobrenatural y la insufló, tarareando interminablemente, en los vivos, los muertos, los moribundos, los perdidos. Se repitió el asalto una y otra vez con refuerzos frescos y los mismos resultados: tres embates cejaron ante la tripe andanada de fuego desde una posición inexpugnable; la cuarta rebasó el baluarte y rompió filas. Un batallón de Zuavos oblicuó hacia la derecha, tratando de propasar el cerro y tomarlo por atrás; pero el movimiento les llevó frente al contrafuerte abajo, las baterías de Loreto entraron en acción, y cinco compañías de infantería mexicana, en la corcovilla del cerro, los recibieron con una fusilada giratoria que les rechazó en confusión. Al mismo tiempo la caballería mexicana, haciendo irrupción, se lanzó sobre las compañías que esperaban su turno en la llanura. Cercadas antes de hacer eco su trance, éstas formaron un escuadrón en cuadro y, teniendo el ataque a raya hasta la llegada de refuerzos, ganaron la recomendación del comandante en jefe, quien, con su atención dividida, apenas sabía donde dirigirla, o si más merecían su admiración “ los que marchaban bajo el fuego de _Guadalupe, o los chasseurs que, impertérritos ante el número de los enemigos que les rodeaban, se rehicieron con la máxima calma y mataron o dispersaron a los jinetes que se precipitaban sobre ellos.” Pero Lorencez prodigaba elogios a soldados condenados al fracaso. La flor y nata del ejército francés luchaba todavía para llegar a la zarpa con Zaragoza y su banda, y en el cielo coronas de humo consagraban su fracaso, cuando el firmamento se encapotó y de repente estalló el aguacero vespertino. Durante los últimos cinco días la llegada de la estación pluviosa venía anunciándose con temporales de tremenda intensidad, que se acumulaban regularmente en los umbrales de la tarde, pero que se esfumaban con la misma celeridad que el enemigo en Acultzingo, diluviando y evaporándose entre los celajes del ocaso; pero en la tarde del 5 de mayo se invirtió aquel desastre. Empantanado el campo de batalla con torrentes de lluvia y granizo, las vertientes del cerro se volvieron tan resbaladizas que, pese a su voluntad, apenas si los despernados soldados lograban mantenerse en pie. Eran las cuatro de la tarde; habían marchado desde las cinco de la mañana y combatido desde mediodía, y el Comandante convino en que mañana sería otro día. El clarín tocó la retirada. (Ralph Roeder, Juárez y su México II, Reg. Secretaría de Educación Pública, 1951, pgs. 525,6)

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