Por las sendas del arce

sábado, 16 de junio de 2012 · 20:00

       A la memoria de Arturo Azuela.

MÉXICO, D.F. (Proceso).- Para muchos es un instrumento que traza círculos mágicos donde quedan atrapadas ensoñación y fantasía; para otros es un simple objeto de madera capaz de producir jaquecas y riñas vecinales. Como quiera que sea, su aparición fortuita en el siglo XVI ha propiciado desde entonces amores turbulentos, romances lastimeros y amoríos desavenidos. Se trata del instrumento musical que los italianos bautizan con el apelativo masculino de violino, en franca contradicción con la tesitura de su voz  y sus formas. Cual príncipe de la seducción, el violín cautiva con sus voces femeninas y su cuerpo de mujer a individuos de toda laya. He aquí un muestrario interesante: ? Aunque lo que se filtre por las puertas del laboratorio no sean más que tonadas insulsas ejecutadas con torpeza, está prohibido interrumpirlas; aún en su vacuidad, las largas sesiones de música “country” que el patrón se concede durante el trajín fabril son evidencia de su éxito empresarial. Ya no tiene que hacer nada para que su emporio se expanda, salvo cerciorarse que sus productos sean anhelados por marejadas de compradores pedestres. Nadie duda que su fortuna sea de las más conspicuas jamás amasadas y que sus caprichos hayan crecido a la par. Compró un diario, por ejemplo, para darse el lujo de ver impresas sus opiniones y ha publicado, no obstante su deficiente escolaridad, manifiestos y libros de gran impacto. Uno de éstos, The International Jew, The World´s Foremost Problem ha rebasado fronteras y recibido consensos entusiastas, inclusive mereció una elogiosa mención en el ideario de Hitler. No es de sorprender que en sus fábricas se niegue la contratación de trabajadores de raza hebrea. Tampoco que el ruido de la maquinaria sea atroz y que abunden los letreros donde se exija a los obreros que trabajen en silencio absoluto. El único que puede mancillar el portento sonoro que emerge de las cadenas de montaje es él, y para eso cuenta con una colección de violines de incalculable valía. Hay Stradivarius, Guarnerius, Amatis y demás gemas de la laudería cremonesa que fueron adquiridas bajo la consigna de que fueran las más caras del mercado.[1] En la puerta del laboratorio que también funge de despacho se lee: Henry Ford, President. ? Antes de firmar el lienzo, el artista hace una inspiración para recomponerse. Ha estado pintando desde el amanecer. Con gesto complacido dirige el pincel hacia el costado inferior izquierdo pero, antes de plasmar su apellido lo asalta el recuerdo de su padre. El plexo solar se le contrae como le sucedía cada vez que dejaba de estudiar. No transcurría siquiera un minuto para que la implacable voz paterna se colara en su recamara. Faltaban más escalas… Corría y no cantaba bien las frases… Cuántas veces deseó haber nacido en una familia de sordos para poder tocar sin que el escrutinio cotidiano le hiciera jirones el amor por los sonidos, sin embargo, quizá habían tenido razón en insistirle que estudiara sin tregua antes de llegar a la pubertad. Ahí se complicaba todo. De haberlo hecho, habría dejado de ser el miembro más precoz, con sólo once años de edad, de la orquesta de Berna, para convertirse en el aclamado solista que sus padres soñaban. Sí, ese hubiera sido el camino, mas en recorrerlo habría tenido que alejarse de su pasión por el color. Las horas invertidas en pos de dominar los intrincados mecanismos del violín le habrían erosionado las pulsiones de infante que sí fluían en su pintura. No era necesariamente cierto el axioma de que el genio es más transpiración que inspiración. Era cuestión de dejarse ir hacia regiones donde el inconsciente gobierna sin que los pensamientos se entrometan. “El color me posee, no tengo necesidad de perseguirlo, sé que me posee para siempre. El color y yo somos una sola cosa” había anotado en su diario al cabo de un fulgurante viaje por Túnez. La rememoración cesa cuando su mujer le dice al oído “bravo”. El pincel se desliza para escribir Paul Klee. ? En su primera noche de prisión, el hereje se deja caer en el camastro con todo el peso de sus años. Quiere dormir olvidándose de la humillación y, sobre todo, necesita meditar en los términos de la abjuración que le ha requerido el tribunal. Comprensiblemente, las ganas de escrutar la bóveda celeste se le escaparon por las rendijas de la amargura. Desearía poder invertir el catalejo para mirarse por dentro, verificando que las palpitaciones son atribuibles a la luna llena que divisa desde la celda y no a la perspectiva de vivir el resto de sus días encarcelado. Con las manos artríticas hace un remedo de telescopio y enfoca la vista en el techo. Las fisuras parecen agrandarse para abrirle paso a ese espíritu suyo que desea vagar por los campos de su infancia. Una hilera de cipreses lo conduce hasta su casa donde escucha a su padre improvisando maravillas con el laúd. Fueron miles las súplicas e inflexibles las respuestas. El primogénito debía enrolarse en una carrera que asegurara el sustento; la música sólo debía servirle para afinar su ingenio. Vino entonces la fallida permanencia en el convento y renovadas prédicas allanaron el ingreso en la escuela de medicina. Así, engarzados en la duda se desplomaron los meses hasta que las matemáticas se aposentaron con el brío de un caballo alado. Habían llegado para quedarse y su señor padre no tuvo otro remedio más que asentir. Entre brumas, el alba define el contorno de los barrotes mientras el condenado se sobresalta con la matinal visita de su fiel amigo, el Padre Fulgentius. ¿Podía hacer algo por él en esas horas funestas?... Por supuesto, procurarle un buen violín en el que pudiera poner a girar alrededor de su cuerpo ese universo de notas reprimidas por amor filial. La sentencia se había estipulado en el tenor siguiente: Essendo che tu, Galileo, figlio del q. m. Vincenzo Galilei, Fiorentino, dell´etá tua d´anni 70, fosti denunziato del 1615 in questo Santissimo Ufficio, che tenevi come vera la falsa dottrina, ch´il Sole sia centro del mondo e imovile, e che la terra si muova… ? Al subir por las escaleras de cedro de la casona, el pequeño personaje clava los ojos en una pintura deslavada de Santa Cecilia, patrona de los músicos, y siente que es ella quien lo mira. El instante de arrobamiento es percibido por la señora que lo acompaña, quien decide apartarse para observar la escena. El niño tiene siete años y nunca había pisado una escuela de música hasta ese día de 1945 en que ella, su tía y mentora, decidió llevárselo de paseo por la decadente colonia Juárez de la ciudad de México, en un recorrido que culminaría con la visita al recinto universitario donde se forjaban los artífices del sonido. Ya había notado la afición por la música de su sobrino y contaba con la aprobación de sus padres para inducirlo hacía el mejor de los mundos posibles. La iniciativa rebosa de significados: el escuincle se deja poseer por las melodías que revolotean en su derredor, la imagen de la Santa se yergue en su imaginación y la dama, pianista de altos vuelos, colma sus anhelos maternales con ese hijo que habría deseado tener. Esa misma noche la familia completa escucha la resolución: El infante está decidido a estudiar el violín. Adviene la inscripción al plantel y las lecciones transcurren envueltas de euforia. En poco tiempo, el alumno percibe que sus sueños viven en otras manos y que sus conciertos favoritos refulgen en otros firmamentos.[2] Finaliza la carrera pero la insatisfacción le mina las vigilias. Toca en orquestas y se afilia a grupos de cámara hasta que decide quitarse la venda que le oprime el rostro. Su corazón está en la música pero Santa Cecilia lo reclutó sin examinar a fondo su talento. Se enrola, pues, en la facultad de matemáticas de la UNAM, pero es la licenciatura de historia aquella que concluye. Diseminadas las mieses de la docencia, es obligado a redactar artículos de divulgación científica y ocurre ahí el ansiado milagro: Sus dedos vuelan sobre el teclado de la máquina de escribir como nunca lo habían hecho sobre el diapasón del violín. Estructurará sus novelas con el aplomo de un concertista experimentado y en una de las mejor logradas, Estuche para dos violines, se retratará a si mismo como el personaje que es conducido por su tía a la casona de la calle de Marsella para el encuentro con su destino. El niño Sergio de la ficción, fue nieto de Mariano Azuela en la vida real y murió el 7 de junio de 2012 siendo presidente del Seminario de Cultura Mexicana y miembro de número dela Academia Mexicana dela Lengua. Que repose en una armoniosa paz donde su espíritu pueda retozar al lado de la obnubilada Santa.


[1] La colección de violines del magnate norteamericano se exhibe en el museo que lleva su nombre en Dearborn, Michigan. Entre los 10 ejemplares expuestos sobresalen dos Stradivari (1703 y 1709), dos Nicoló Amati (1647 y 1683) y un Guarnerius del Gesú (1744). Son escuchados con regularidad en conciertos que organiza la Eastern Michigan University.
[2] Se recomienda la audición del concierto para violín BWV 1042 de J. S. Bach, por ser una de las obras predilectas del personaje en cuestión. Pulse la ventanilla de audio en proceso.com.mx. (Allegro. Henryk Szeryng, violín. Academy of Saint Martin in the Fields, Neville Marriner, director. PHILIPS. 1976)

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