El daño colateral

lunes, 26 de noviembre de 2012 · 09:36
MÉXICO, D.F. (Proceso).- La justificación principal del presidente Calderón y sus defensores, dentro y fuera del gobierno, por el hecho de acudir a las Fuerzas Armadas ante la pérdida del control territorial a manos de las organizaciones criminales, es que dicha medida era supuestamente inevitable. Sin embargo, el componente militar en el contexto histórico y político se ha revelado como parte del problema antes que como la solución, tanto en su uso policiaco como en la lucha contra el narcotráfico y el crimen organizado. Al final, el resultado es una distorsión, si no es que una pérdida, de la esencia de defensa nacional que define a las Fuerzas Armadas. La participación directa de los militares en la lucha contra el narcotráfico durante los gobiernos de la alternancia panista 2000-2012, y en particular la guerra que declaró Felipe Calderón a esa actividad al inicio de su régimen, trajeron consecuencias negativas para las instituciones armadas y para la relación civil-militar en México. El fracaso de la guerra calderonista no se limita al alarmante número de muertes, desapariciones forzadas y violaciones graves a los derechos humanos relacionadas con la actividad de las fuerzas militares y policiacas en los últimos seis años. El daño se extiende de modo orgánico y operativo a las Fuerzas Armadas en términos tales que nuestra incipiente institucionalidad democrática en materia de relaciones civiles-militares se muestra débil o incapaz de reaccionar y se encuentra amenazada ante la prolongada permanencia e influencia castrense. Hay factores estructurales del diseño legal e institucional que dieron lugar a la organización de unas Fuerzas Armadas que responden –porque así se concibieron, histórica y políticamente (de acuerdo también con una realidad geoestratégica)– más a tareas de dominio y control (político) en lo interno que al desempeño real de funciones de defensa. De hecho, si acaso han sido dos las ocasiones en que las Fuerzas Armadas se han organizado en este ámbito connatural: durante la Segunda Guerra Mundial y en medio de las guerras centroamericanas en los años 80. En el escenario de fracaso de las estructuras policiacas en los tres órdenes de gobierno, los orígenes de utilización política represiva de las Fuerzas Armadas explican el papel negativo que ha tenido y tiene su desempeño en las tareas de seguridad pública y de combate al narcotráfico. En el sexenio de Calderón se llega al clímax de la irresponsabilidad de los gobernantes civiles al comprometer y utilizar a la fuerza castrense en misiones de seguridad interior, seguridad pública y contraamenazas no tradicionales, sin el cuidado de un marco legal e institucional de un régimen democrático de derecho.   La marca de la ilegalidad   Aunque relativamente reciente, no es menos significativa la deformación de las Fuerzas Armadas en su aspecto funcional. El uso de recursos castrenses fuera de su ámbito connatural ya se observaba en el pasado de dominio priista antes de la alternancia política. Gracias a la jurisprudencia de la Suprema Corte que validó su salida a las calles en tiempos de paz para garantizar la “seguridad interior”, el ánimo militarista se catapulta durante la administración de Vicente Fox (2000-2006) a la seguridad pública y se extiende hacia la procuración de justicia. De acuerdo con el propio plan gubernamental, los ejes de la militarización abarcaron la prevención delincuencial (teniendo como puntal a la Policía Federal Preventiva, la PFP, creada desde el fin del gobierno zedillista), cambios en los sistemas de seguridad pública y penitenciario (todo direccionado desde una nueva secretaría de Estado) y el combate a la corrupción. Además de refrendar y ampliar el núcleo militar de la PFP (creada a partir de la transferencia de la 3ª Brigada de la Policía Militar), según los propios informes de la Sedena, el Ejército se encargó, en forma directa, de la formación y entrenamiento de toda la fuerza policiaca del país, especialmente la municipal, y estableció directrices de modernización logística, como la adquisición de armamento para las policías. También, el gobierno federal dispuso que los militares ocuparan los cargos más relevantes en la procuración de justicia, desde la Procuraduría General de la República hasta los aparatos de seguridad pública estatales. En la PGR el fenómeno se manifiesta tanto en el Centro de Planeación para el Control de Drogas como en el reclutamiento y formación de elementos castrenses que se incorporaron directamente a la naciente Agencia Federal de Investigación, la AFI, que sustituyó en 2002 a la Policía Judicial Federal. En el foxismo los militares prácticamente asaltaron la burocracia de mandos policiales en niveles federales y estatales, al punto que hubo entre mil 585 y 2 mil 130 oficiales militares de diverso rango dirigiendo la seguridad pública del país. Como legislador y líder del PAN, Felipe Calderón criticó fuertemente el uso del Ejército en tareas policiacas y no dudó en calificar como política la utilización de elementos castrenses en los años de dominio hegemónico priista. Como presidente, sin embargo, usó y abusó de las Fuerzas Armadas como parte de su estrategia de legitimación política y para hacer frente a una crisis de seguridad que él mismo se encargó de agudizar con su peculiar guerra contra el narcotráfico. Prevalecieron y se consolidaron los patrones establecidos en el pasado foxista. Se amplió la presencia institucional y estructural de las Fuerzas Armadas influyendo en ámbitos más allá de la defensa y militarizando la concepción mexicana de la seguridad nacional. La procuración de justicia y la seguridad pública no se apartan de este patrón que comenzó como tendencia en los años de dominio priista. Los militares participan desde el Consejo de Seguridad Nacional, pasando por el Sistema Nacional de Seguridad Pública, sus órganos federales y estatales, las instancias de gabinetes intersecretariales y hasta Províctima. Otro patrón consolidado es la injerencia o influencia militar en la definición y palomeo de secretarios de seguridad pública en los estados. En el primer trimestre de este año, 13 de 32 secretarios de seguridad pública eran de origen militar. La cifra se multiplica si extendemos y afinamos el criterio hacia los niveles municipales y ciertos ámbitos de la procuración de justicia. El calderonismo solicitó y exacerbó la injerencia estadunidense en las definiciones estratégicas de la agenda de seguridad y defensa mexicana a través de la Iniciativa Mérida (2007-2012). La ambición de un financiamiento externo en el aparato de la seguridad mexicana (que no se refleja en los reportes oficiales) trajo consigo no sólo la dependencia en términos de infraestructura militar-policial, sino también la claudicación en las capacidades del Estado de definir y orientar sus prioridades en la materia. No es casual que la captura o asesinato de líderes de cárteles (25 de 32 hasta el momento) se reporten como parte de los logros de la Iniciativa (la lista es un símil de lo hecho por el ejército de EU en su guerra contra Al Qaeda). El resultado final de esta orientación ha sido la deformación grave y estructural de las Fuerzas Armadas: un Ejército reducido a una fuerza antinarco y antiterrorista de intervención (interna) y una Marina volcada a labores de tierra que ni siquiera cubren el perfil de una guardia costera. En los hechos se desplaza la autoridad presidencial, incluso en la operación militar de la estrategia de seguridad. El ejemplo claro fue la ejecución de Arturo Beltrán Leyva por parte de la Marina a partir de las indicaciones de las agencias de seguridad estadunidenses, luego de la negativa de la Sedena, la cual esperaba las órdenes de la superioridad civil. Los números oficiales sobre las deformaciones estructurales son claros: De acuerdo con sus propias cifras, la Sedena destina más de 95% de su presupuesto a gasto corriente (el parámetro de los ejércitos profesionales es de 60%); contamos con un Ejército con más generales en el mundo luego de Rusia, China y EU, muchos de ellos sin tropa. La presencia militar en el territorio del país es abrumadora desde hace 12 años, sin que se haya controlado la crisis de violencia e inseguridad. También en ese parámetro se observan contradicciones perjudiciales para la función de defensa: La Marina, con sus 22 batallones de Infantería (figura militar casi extinta al fin del mandato foxista), tiene más presencia en tierra firme que en el mar territorial: mil 603 millas navegadas, contra 7 mil 147 kilómetros recorridos en 2011, cuando hasta 2006 la proporción era inversa (el patrón cambia en 2007 y se incrementa sustancialmente con la Iniciativa Mérida). Futuro inmediato: ceguera o complicidad   Al despliegue operativo y la injerencia castrense en las agendas federales y estatales de seguridad pública y procuración de justicia se debe agregar un comportamiento institucional que no se observaba en el sistema político: la deliberación política y la abierta intervención de los militares para defender sus posturas e intereses. Así lo hacen ante el Congreso (como ocurrió en el proceso de reforma a la Ley de Seguridad Nacional), lo mismo que al participar en la compra de víctimas o de familiares de víctimas de sus abusos con una oficina o Unidad de Vinculación Ciudadana (Univic), la cual presiona para “reparar” sus daños colaterales y procurar que no lleguen a instancias jurisdiccionales (esquema que por cierto quedó fuera de Províctima). El dinero alcanza también para la cooptación de académicos y comentaristas que ayuden a salvaguardar la imagen institucional, e incluso para la propaganda mediática (como la serie televisiva La teniente). Esto evidencia la falta de definiciones y liderazgo civil, lo mismo en el gobierno que en el Congreso, y un tímido Poder Judicial que a fuerza de condenas y compromisos internacionales se ocupa, ahora sí, del fuero militar. El gobierno entrante parece ignorar el escenario que hereda, y las propuestas visibles apuntan hacia más de lo mismo, antes que a revisar el daño provocado por los gobiernos panistas. El riesgo es fortalecer la incapacidad gubernamental de garantizar la autonomía castrense, en un creciente entorno crítico dentro y fuera del país. Se debe procurar, desde el liderazgo civil, una verdadera modernización de las instituciones, en democracia y sin simulaciones.   * Coordinador del Programa de Seguridad Nacional, Universidad Iberoamericana.

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