Mil pantallas para el cine

jueves, 10 de enero de 2013 · 18:58
MÉXICO, D.F. (Proceso).- Desprendamos del arte las palabras lujosas y hablemos de su actual estado de salud en México. Este es un retrato aproximado. Un presupuesto para el Conaculta mayor al de hace 15 años. Nuevos incentivos fiscales que garantizan una producción de cine, teatro y danza, incomparable en su cantidad con la de décadas previas. Un sistema de generosas becas para artistas jóvenes, maduros y seniles, que desde 1988 a la fecha ha multiplicado el número de creadores. Y poco público. Muy poco público. Según la encuesta nacional de consumo de arte, hoy menos de un 10% de la población asiste a eventos artísticos. Entre esos eventos, son las películas las que más espectadores captan, pero su número tampoco es alentador. Para cada año del sexenio que recién terminó, únicamente 1 de cada 10 mexicanos vio al menos 1 de las 336 películas que el Estado ayudó a producir. A los artistas y los funcionarios de la Cultura nos queda una opción. O entregarnos al cómodo cinismo y armar teorías del arte por el arte o inconformarnos. Al trabajar para una elite nos hemos condenado a carecer de una función social en un país que necesita de forma urgente un proyecto transformador de la imaginación y las costumbres. Que inaugure nuevas historias y dé luz a nuevos héroes. Que deje atrás el cansino relato del fracaso que agobia nuestras conversaciones. Que abra paso a una identidad común donde nuestra diversidad quepa entera. El arte, escribió José Vasconcelos, recogiendo una antiquísima metáfora helénica, es el espejo donde un pueblo se mira y se reconoce; y se reinventa. Vasconcelos efectivamente reunió a los artistas de su generación para reinventar a México y difundió la varia invención hasta el último rincón del país. Décadas después el presidente Lázaro Cárdenas volvió a intentarlo, y a lograrlo. No es causal que las imágenes y músicas y danzas creadas en esos dos momentos históricos sean las que todavía nos dan identidad a los mexicanos de hoy. Quiero decir que si no hay una tonada mejor conocida por los mexicanos que el Huapango de Moncayo no es porque no haya sido compuesta. Es porque no ha sido igualmente difundida. Que si no hay imágenes tan reconocibles como las de Diego Rivera es porque la exposición de la pintura mexicana ha sido raquítica a lo largo de generaciones. Que si no hay una época de oro actual del cine mexicano, no es por falta de realizaciones, es porque poquísimas películas de las 336 que se hicieron el año pasado fueron exhibidas en lugares a los que millones de mexicanos hubieran podido acceder. Me detengo en el caso del cine, pero el cine puede servir a manera de metáfora para explicar el aislamiento de todas las artes de la sociedad. ¿Qué impidió que las 336 películas, cada una apoyada por el Estado, llegaran a los ciudadanos? La respuesta carece de misterio: el cuello del embudo son las salas de exhibición. En México la gran parte de las salas de cine son propiedad de una de tres empresas. Cinemark, Cinemex o Cinépolis. Y estas empresas favorecen la exhibición de películas hechas en Estados Unidos del Norte por una razón simple. Les dejan más dinero. ¿Por qué les dejan más dinero? Porque llegan a las salas con una publicidad mundial y son actuadas por actores que son celebridades internacionales. Así, en las salas de cine del país, el año pasado solo se exhibió entre un 7% de cine mexicano (según cuentas optimistas) y un 4% (según cuentas amargas). Porque de cierto es en la exhibición donde se estrecha el horizonte de nuestro cine, la lucha de los cineastas mexicanos ha sido por imponer a las salas comerciales una cuota, como ocurre en Francia, por ejemplo. Sin embargo, esa lucha omite un dato de realidad que debiera redirigir los esfuerzos. El porcentaje de mexicanos que van a esas salas comerciales es apenas del 18%: el costo del boleto (en un promedio de 35 pesos) es sencillamente prohibitivo para 8 de cada 10 mexicanos. Así las cosas, si la meta es que el cine mexicano llegue a la mayoría de los mexicanos, otra ruta debiera intentarse. O más preciso, otra ruta debiera inventarse. Por ejemplo, crear un circuito de cine popular. Carpas inflables con comodidades que den dignidad al cine y sus espectadores. Clima artificial, pantallas de óptima calidad, sistemas de reproducción de punta. Carpas que se instalen en espacios públicos de cada colonia de cada ciudad y en los poblados cruciales de las regiones rurales. Si se recorta del saludable presupuesto para la Cultura una dieciseisava parte, digamos mil millones de pesos, podríamos estar pensando en mil carpas donde se den tres turnos de cine siete días a la semana, cada función para un promedio de 100 personas que paguen cinco pesos cada una. Saque el lector las cuentas: estamos hablando de millones de nuevos espectadores para nuestro cine y, de mayor importancia, de la oportunidad de volver al cine relevante en la vida social. Hay un truco por supuesto en esta propuesta. Propongo algo que ya ocurre en maqueta. En el estado de Guerrero, la directora del Instituto de Cultura, Alejandra Frausto, ha inventado un programa llamado Cine sillita, que consiste en lo que sigue. Una pared de la plaza de algún pueblo es pintada con pintura blanca brillante, de la que se usa para pintar las líneas en la carretera. Los sábados por la noche, la gente del pueblo carga una silla hasta la plaza y la planta ante la pared blanca. Y se enciende el proyector. Durante dos horas el cine le gana la batalla al crimen que asuela a Guerrero. Durante dos horas la Cultura vence a la violencia. Durante dos horas el miedo se esfuma y los habitantes conviven en una comunión que solo el arte puede procurar. Suspiran a un tiempo, se emocionan a un tiempo, sueltan la risa al unísono. Crean comunidad: al terminar la función suelen quedarse a charlar y comer lo que en los puestos de la plaza se vende y se crean amistades, se crean planes, se crea discurso colectivo. Se crea sociedad. Imagínese el lector esto multiplicado por mil a lo largo de toda la República. Imagínese realizado no con sillitas, sino con carpas y tecnología de punta. Imagíneselo impulsado por una comunidad de cineastas que cobra conciencia de cómo puede cambiarle a sus espectadores el disco duro de los relatos. Esa es una película que a mí me gustaría ver.

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