La historia de un ventilador, una canoa y algunas tortillas de lodo

lunes, 23 de septiembre de 2013 · 20:48
SAN JOSÉ GUATEMALA, Gro. (apro).- Beatriz Villanueva Pano visita casa por casa para levantar un censo de la destrucción. Mueve la cadera con esa cadencia propia de las costeñas. A decir de su lista, el río Papagayo se ensañó con 20 casas de adobe, la tienda Diconsa y una capilla completita. A las demás las reborujó por dentro como demonio desquiciado. Al ganado lo ahogó furioso. Eso sí, no falta ninguna persona, dice sonriente la morena, con la alegría de quien sobrevivió a aquella jornada en la que la comunidad entera se enfrentó al río que se creyó mar para impedirle que se emborrachara con su sangre. Pero la historia no comienza ahí. Empieza aquella madrugada del lunes 16 en la que despertó al escuchar la caída del ventilador. Descubrió que lo empujó el agua que inundaba el piso. Movió a su marido, tomó a sus tres hijos, los subió a un techo. En la calle encontró a otros vecinos, y entre todos fueron despertando a quienes seguían dormidos. Para cuando la pareja intentó mover su auto el agua les llegaba a la panza. El sentido común tomó el mando. Cuando salieron los primeros rayos del sol los habitantes de este pueblo de campesinos se concentraron en la parte más alta de la ribera. Aquí, los ricos poseen una trimoto que rentan por hora a los turistas que visitan Acapulco. “Empezamos a caminar cuando clareó, no se nos fueran a caer los niños al agua. Los subimos a una camioneta. Los señores llevaban a amamache (como de caballito) a sus hijos más grandecitos porque la corriente estaba fuerte, para que no se los llevara”, narra afuera de una casa de la que sólo quedaron en pie las paredes. Esa mañana la gente llevaba a sus bebés a bordo de bebederos de vaca, en cubetas, en lo que se pudiera, y se ayudaban por cuerdas. Estaban sorprendidos. Nadie les había avisado que las lluvias de esos días disfrazaban a una tormenta tropical que se llamaba Manuel y que cargaba agua como si fuera huracán. En lo alto del pueblo la comunidad entera esperó. Los adultos de pie, con el agua que les mojaba las piernas; los niños subidos a un árbol, a una camioneta, a cualquier cosa que les diera altura. “Empezamos a hablar por teléfono al presidente, a Protección Civil, decían que sí venían y a un señor con canoa. La corriente estaba hasta la última casita”, dice ella. Mientras tanto, a kilómetros del desastre, en el pueblo de Lomas de Papagayo, el más cercano al difunto puente que conectaba Acapulco con la Costa Chica, el señor Trinedá Carrillo —quien dormía en su casa, con su esposa Cleotilde Bello y sus siete hijos— recibió una llamada de su yerno Francisco Guatemala. [gallery type="rectangular" ids="353590,353589,353586,353588,353587"] Obediente, esa madrugada despertó a su compadre Fidel Navarrete, cargó con sus cuatro hijos, el mayor de 21, el menor de 12, y caminaron un tramo, luego navegaron y nadaron en medio de los techos de las casas de San José. “Subimos primero puro niño solo y el señor que se iba con ellos y los dejó donde pudo, en donde había cerro, después subieron los ancianos, ya después las mamás. A final los señores”. Con esas escuetas palabras resume Beatriz la proeza —que duró desde las ocho de la mañana hasta las 10 de la noche— la tensión de cada viaje cargado de gente, cada aletazo del remo que luchaba a favor de la vida en contra de la muerte. En ese gesto de confianza en el otro, Beatriz embarcó a su hijo Eduardo, de 12 años, y a Ricardo, de nueve, y les pidió que cuidaran de Valeria, la chiquita de tres años, a quien depositó encima del mayor. “Sentía angustia porque ya no sabía si los iba a volver a ver”, dice ella, sonriente. Del puro recordar los ojos le llueven. “A los míos los pusieron en una islita, como en un cerro, y siguió viniendo el señor por los demás, que ni siquiera llevaba remos, iba nadando con su hijo. Estuvieron como dos horas perdidos en el cerro, porque el muchacho no se acordaba en qué rumbo los había dejado. Hasta las dos de la tarde los volvimos a ver, sin comida, sin ropa, sin nada. Todos mojados”. Un funcionario de la presidencia municipal apura a Beatriz y al equipo de levantacensos para que sigan poniendo cifras a la tragedia en esos formatos donde se cuentan animales, muebles y casas perdidas, pero no tienen espacio para anotar las ilusiones rotas, los años de sacrificios invertidos, el susto embodegado en el corazón. El desenlace de la historia debe esperar hasta que termine de hacer un recorrido por el pueblo. Es jueves, el Ejército lleva dos días ayudando a la gente a espantar a escobazos y cubetazos el lodo que se instaló a vivir adentro de las casas. En el patio de la alberca de aguas podridas que ahora es su vivienda, la abuela María Pérez López despega con cuidado de filatelista las actas de nacimiento mojadas del fólder plastificado donde las protegía y las pone a secar al sol como si fueran tortillas al comal. “No me dio tiempo de sacar los papeles de mis hijos, apenas me dio tiempo de sacarlos a ellos, a las luchas, ya con el agua en la cintura, me eché a la más chiquita al hombro. Fue la vida más triste de mi vida”, dice fuerte, con más rabia que tristeza. “Ahora no tengo colchón, no tengo dónde echarlos a dormir, dormimos en la lomita”. Se guarda sus lágrimas para cuando un camarógrafo de televisión llega a pedirle su testimonio. Entonces sí se desgañita y suplica ayuda. Al final le pide a un militar que le haga el favor de mandarle a Laura Bozzo, en este lugar considerada abogada de los pobres. En el Centro de Salud el médico indica que ha atendido casos de diarreas, hongos en la piel, infecciones en la garganta. Tiene los muebles en la calle. Los militares echan agua a una cama. Una enfermera grita porque de entre los asientos sale un alacrán que estaba escondido. En el pedazo de lodo que rodea la Iglesia de San José (construida con el dinero que les dieron “los inversionistas que compraron la playa”), se ve un cementerio de muebles y aparatos electrodomésticos color lodo tendidos al sol: sillas de rueda, burós, refrigeradores, marañas de ropa, colchones, fierros sin forma. Todos intentan rescatar lo rescatable. Lo que tiene alguna valía. Para una niña de dos años, sus muñecas. Para un adolescente su colección de CD de anime, de Manuto. La anciana María Esternina Hernández puso a secar cada uno de los cerillos que tenía en una caja. “Puede que todavía sirvan”, dice serena mientras los extiende sobre una bandeja. Enseguida yace un cajón, y más allá el ropero del que formaba una misma pieza; roto, como de un puñetazo de agua. El río Papagayo, no conforme con destrozarles los cimientos construidos, se emberrinchó hasta arrancarles el maíz que iban a cosechar, hasta sacarles por anticipado la comida de la boca. “El maíz se fue a la nada, ahora a llorar solamente”, dice el viejo Plácido Jiménez Calixto, esposo de Esternina, mientras alimenta al “pollo que está naciéndose” con los granos de maíz húmedos. Sus cinco tambos de maíz perdidos. En una de las calles quedó colgado un letrero que previene contra el dengue, “un mosquito que se cría en agua limpia”. Una mujer observa el chiquero en el que se convirtió el patio de su casa, donde se ve el lomo de un cerdo ahogado. “Se ahogaron muchos animales, vacas, chivos, caballos. Ni modo, quedamos conformes de que nosotros nos salvamos”, dice. Beatriz retoma el hilo de la historia inconclusa justo donde la dejó: “Puse a mi hija arriba de un palo mientras esperábamos. Ya nomás se los encargué al más grande, le pedí que se hiciera cargo de su hermana, y en los hombros y él y su hermano. Mi esposo los siguió nadando un rato hasta que tuvo que regresar. Dejó que se fueran solos con el señor, y aquí estamos. Por lo menos vivos”. Narra que el señor recogió a cada uno de los pobladores por tandas, de a cuatro por viaje. La canoa no daba para más. Una vecina se para enseguida de nosotras y sin presentación comienza a narrar su propia tragedia. Cada una en su monólogo iba hilvanando la historia a dos voces. “Mi hija toda moradita llegó”, dice la mujer desconocida. “A los niños los veíamos de lejos, nos hacían seña que no sabían por dónde ir y ya después fuimos a buscarlos”, dice Beatriz. “Nos fuimos a la Lomita de Papagayo, ahí estuvimos salvados”. “Estuvimos buscando a los niños”. “Tenía 100 cabezas de chivos, los chivos gritaban, arañaban como gente, querían salir. Tenía 100 cabezas, sólo dos me quedaron. Quedé como estoy”, dice la desconocida mientras se toca el vestido, su única pertenencia. “Gracias a Dios nos rescataron, no hubo ni un difunto”, concluye Beatriz, la lágrimas ya enjuagadas, sólo un nudo en la garganta. Otra mujer que pasa de largo dice: “La vida se retoña aunque sea poco a poco”. El señor José Trinidad Carrillo Chávez es un campesino de 45 años y siete hijos. La gente le dice Trinedá a este hombre que salvó a media comunidad, que tundió con sus remos el río engallado, que no le permitió robarse ni un alma. [gallery type="rectangular" ids="353593,353591"] La tarde de la visita por la ribera del Papagayo el hombre no se encuentra en su casa en Lomas de Papagayo. Su esposa Cleotilde Bello se asoma a la puerta a ver quién busca a su esposo. El compadre que me transporta en su cuatrimoto sortea hoyos, troncos caídos y riachuelos hasta llegar a su casa para presentarme a ese hombre que salvó a dos hijos suyos. Unos niños juegan a corretearse en el pedazo encementado afuera de la casa. La mujer cuenta resumidamente la historia: “Le hablaron que consiguiera una canoa, que los fuera a ayudar porque ya los llevaba el agua a la cintura, y ya se tiró nadando para salvar gente. Tenía yo miedo, si de por sí, a dónde cree que no. Y luego ni pudo pasar él, tuvo que quedarse a dormir allá y yo pensando: ‘A lo mejor se ahogó con mis hijos’. Ya después llegó”. José Trinidad sólo pudo ser entrevistado por teléfono. Del otro lado de la línea se le escuchó decir: “Ah, pos sí, estuvimos casi todo el día y toda la noche. Me habló mi yerno Francisco Guatemala como a las seis de la mañana, que busque una canoa, que se estaba ahogando el pueblo. Fui por una canoa de mi compadre Fidel Navarrete, fuimos, vimos la crisis y a ayudar. Pasábamos entre las casas, estaba hondo todo, estuvo dura la crisis. “Los recogíamos en sus casas y los llevábamos al cerro y de ahí se iban caminando. De a cuatro por viaje, con remo, a uno le echamos cinco. Cada niño con su mamá y así lo hacíamos. “Al cuarto viaje me hundí con todo y personas, a nadar, pues, a salvar a las personas. Como a una hora llegó un amigo con su canoa, y empezamos con la otra que ya le entraban más. “Los trajimos seguros, no podíamos perder ni una criatura, teníamos que poner empeño. Nos pusimos de acuerdo para que no se perdiera ni una familia. “Como a las seis vino un helicóptero por unas 14 personas. Nosotros terminamos como hasta las 10 de la noche. Al final sí estábamos nadando porque íbamos sobre casas de adobe y no veíamos por dónde. Ya no se veía nada cuando sacamos a los últimos. Sacamos como 400 personas, o 350”. La siguiente parte de su relato da coraje. El mismo está encorajinado con el gobierno que no atendió a sus peticiones de auxilio y hasta después de la pesadilla acudió a ayudarlos. “Fuimos como 12 personas que estábamos de aquí de Las Lomitas, ayudando al pueblo. Le hablamos temprano a la Armada, la Marina temprano. Dijeron que iban pero nunca llegaron. Tampoco vinieron de San Marcos (el municipio), no hicieron nada. Al día siguiente dijeron que iban a mandar a Protección Civil. Yo me puse medio grosero, les dije: ‘¿A qué vienen cuando bajó el río? ¡Hubieran venido a partirse la madre con nosotros! Ahora sí vienen a ayudar a abrir el camino pero cuando los necesitábamos no llegaron’”. Para este hombre la tarea de salvamento terminó tres días después. “Empecé a juntar a mis hijos pa’ ver si estaban completos. Me ayudaron el de 21, de 20, el de 16 y el de 12, que se me andaba ahogando, pero una señora gritó que ya lo arrastró el río y el mayor lo alcanzó a rescatar. Yo salvando gente y mi hijo todo rescatado, lleno de tierra”. El pueblo sigue incomunicado, sin puente, con los enormes trozos de concreto tirados en el río, varados, como un Lego que un gigante destrozó. La gente sale de San José a pie. Rápido. En fila, sorteando caminos mordidos de un bocado por el agua, arenas pantanosas, ríos lamosos, caminos de lodo, como hormigas que cargan al hombro garrafones con 20 litros de agua, ropa, despensa, para llevar a la comunidad. Las trimotos se detienen cada tanto a ofrecer aventón. Esas regresan cada tanto cargadas de despensa y sudor. En San José una niña y su hermano juegan a la comidita con el horno de microondas y la licuadora descompuestos, los fragmentos de platos que fueron recogiendo, un tablón que era mesa. Sientan a las muñecas remojadas alrededor de la mesa ficticia y fingen, felices, que comen tortillas de lodo.

Comentarios