Ámsterdam: El Barrio Rojo era negro

viernes, 6 de diciembre de 2013 · 22:19
ÁMSTERDAM (apro).- Patricia Perquin es una mujer extremadamente ocupada. Se ha pasado semanas enteras encerrada frente al ordenador para terminar el tercer libro que publicará en enero del próximo año; hace de consultora para una serie de televisión, colabora con una revista, concede entrevistas en presencia de su abogado, aunque en esta ocasión hace una excepción. Se puede decir que desde los últimos meses antes de abandonar la prostitución en el Barrio Rojo de Ámsterdam a finales de 2011, Patricia —nombre ficticio— no ha parado de contar historias, su historia. En primer lugar a través de una serie de artículos semanales que comenzó a redactar para el diario holandés Het Parool sobre su experiencia como prostituta. Después cuando la editorial Prometheus le propuso escribir un libro que se convertiría en Detrás de los escaparates del Barrio Rojo tras la lectura de su segundo artículo. Con la séptima crónica en el diario ya había vendido los derechos de autor a un canal de televisión. “Otras prostitutas habían concedido entrevistas antes, pero yo fui la primera en escribir un libro en primera persona. Fue algo totalmente novedoso en Holanda”, explica la autora frente a una taza de té. “No sé si escribir el libro ha sido una especie de cura, pero al menos me ha permitido expresarme y dejar atrás la experiencia”, señala esta mujer de voz grave. “Todas las experiencias te conforman como persona y si no eres lo suficientemente fuerte, te destrozan. Las chicas toman drogas para no sentir nada. Nunca te acostumbras. Y luego están los deseos de los clientes: unos te quieren pegar, otros quieren comportarse como una mujer. Yo podía negarme, pero la mayoría de ellas no”, continúa esta holandesa en la cuarentena mientras desmitifica la imagen ligera y divertida del Barrio Rojo de Ámsterdam. Patricia tiene una cintura de avispa, una melena castaña ondulada y unos hermosos ojos marrones. Viste vaqueros ajustados y camiseta, pero los luce de una forma elegante, al igual que la estudiada bisutería, el Rólex y el tatuaje de formas geométricas que le rodean la muñeca izquierda. Es una mujer decidida y atractiva que vive en un barrio burgués en el centro de la metrópolis. Patricia fue una prostituta singular. Para empezar viene de una familia de negocios de la capital holandesa. Tenía un exitoso trabajo en un medio de comunicación, y una relación de nueve años. Su pareja sabía que ella no era fértil, pero eso nunca supuso un problema. Un día antes de Navidad su novio le espetó: “Te dejo. Quiero tener un hijo”. A los tres meses se había casado con otra mujer a la que enseguida dejó embarazada. Ante la precipitación de estos acontecimientos, Patricia empezó a salir casi todas las noches hasta entradas horas de la madrugada, bebía, consumía drogas, pidió créditos, se compraba mucha ropa, perdió el trabajo, le apuraban las deudas, querían desahuciarla. Una de esas noches en una discoteca conoció a una chica que trabajaba en el Barrio Rojo. Patricia no quería saber de ello, pero no la juzgó y se hicieron amigas. Cuando las deudas la tenían con el agua al cuello la amiga le propuso trabajar de prostituta. A la semana siguiente una luz roja iluminaba el cuerpo de Patricia en ropa interior detrás de una vitrina en el Barrio Rojo. “Fue una decisión importante porque yo no había tenido muchas relaciones sexuales, era una persona de relaciones largas”, advierte. “El primer día me miré y pensé: ‘Ésta no soy yo’. Tenía depresión y tomaba prozac para no sentir nada. Tuve suerte y mi primer cliente fue muy amable, pero después vino el infierno. Después de siete clientes me fui a casa y me pasé una hora bajo el chorro de la ducha”, cuenta la escritora. Patricia ganaba 10 mil euros al mes: la mitad para pagar el alquiler de la habitación donde se prostituía, otros 3 mil euros que se tragaba su deuda y los 2 mil extra los destinaba a vivir. Después de cuatro años y medio pudo saldar su deuda. En el camino se convirtió en una escritora de éxito, pero arrastra duras lesiones físicas y psicológicas. “Tuve un cliente durante dos años que se terminó enamorando de mí y me pidió matrimonio. Le rechacé y volvió a las tres semanas con un aspecto extraño. Intentó ahogarme, pero sobreviví gracias a que una colega vino a mi rescate. Dos chicas murieron durante el tiempo que estuve trabajando allí”, relata todavía con angustia. “Me di cuenta de que todos los días podían ser el último, así que escribí una carta explicando mi vida en caso de que me encontraran muerta y la coloqué en el frigorífico ya que ni mi familia ni mis amigos sabían nada”, explica la escritora. “He trabajado con chicas que estaban embarazadas del primer mes y al segundo mes ya no lo estaban sin haber ido a ninguna clínica abortiva. Todo el mundo piensa en Ámsterdam como ‘qué bonito, voy al Barrio Rojo con los escaparates iluminados’, pero detrás de cada escaparate se derraman muchas lágrimas. La mayoría de las chicas no escoge trabajar ahí”, concluye Patricia. El negocio de la prostitución en Ámsterdam se remonta al siglo XVI, cuando los marineros abandonaban el puerto y se adentraban en las callejuelas adyacentes del Barrio Rojo para buscar asueto entre las mujeres después de un largo viaje. En las callejuelas adoquinadas, atravesadas por canales donde nadan los cisnes, las rojas luces de neón iluminan a mujeres gordas, flacas, viejas o jóvenes y de todas las nacionalidades que fuman sentadas, hablan por teléfono o sonríen a los viandantes vestidas con un sugerente biquini o lencería fina. Desde 2007 se han cerrado un tercio de los míticos escaparates del barrio rojo de Ámsterdam donde las mujeres ofrecen sexo a cambio de dinero. Y se siguen clausurando. El Ayuntamiento de Ámsterdam ofrece subsidios cuantiosos para el alquiler de estos céntricos espacios a empresas creativas y, de este modo, “limpiar el barrio”. Cada vez más tiendas de ropa, zapatos, librerías, incluso cadenas de radio como la llamada “Barrio Rojo” conviven con las vitrinas iluminadas con neones rojos. La figura del proxeneta y los burdeles se legalizaron completamente en los Países Bajos en el año 2000, anteriormente esta profesión se ejercía desde una cierta “alegalidad”. Las mujeres ahora cotizan a la seguridad social, pagan impuestos y son consideradas pequeñas empresarias. Pero el Ayuntamiento de Ámsterdam, por su parte, asegura que desde esa fecha ha aumentado el tráfico de personas a la metrópolis. “Cuanto más amplia es la sonrisa, más dura es la historia que hay detrás. Cuanto más pequeño es el biquini, ya te puedes imaginar que hay tráfico”, especifica Patricia. La policía holandesa calcula que entre 50% y 90% de las trabajadoras sexuales pueden haber sido víctimas del tráfico de personas. La imagen del Barrio Rojo se va oscureciendo mientras la conversación avanza. “Trabajaba 12 horas al día durante seis días a la semana. Las otras chicas estaban obligadas a trabajar desde las diez de la mañana hasta las cuatro de la madrugada. Pura esclavitud”, explica Patricia. “Durante un tiempo llevaba la cuenta del número de clientes, pero paré cuando llegué a los 10 mil”, añade con acritud. En la actualidad, además del cierre de estos escaparates, la capital holandesa quiere introducir nuevas medidas para el control de la prostitución como el aumento de edad hasta los 21 años para el ejercicio de la profesión, la prohibición del turno doble y un examen de idioma para las trabajadoras del sexo extranjeras. “La noche que dejé la prostitución un 31 de octubre lo celebré bebiendo con mis amigas y le prendí fuego a mis prendas de trabajo en el parque Vondelpark”, explica Patricia. Esa misma noche decide aparecer por sorpresa en casa de su antiguo novio, entonces ya divorciado, y le cuenta la verdad a condición de su silencio. Él se siente profundamente culpable. “Todavía tengo una doble vida. En una ocasión mi hermana estaba leyendo un periódico donde yo escribía y me dijo: ‘¿Has vista esta historia de la puta? No me lo puedo creer.’ Y yo pensando ‘la puta está sentada a tu lado’”, explica con sorna. Patricia, de hecho, ha rechazado participar en programas de televisión muy populares, donde hasta le han sugerido ir en burka. “No confío en los hombres, en general no tengo confianza en la gente. Me he acostumbrado a representar un papel”, señala Patricia, quien como el significado del nombre del Barrio Rojo en holandés “De Wallen” —muros— es una mujer amurallada que no pudo compartir su angustia, pero tampoco ahora su éxito. La escritora publicó su segundo libro, Las chicas de la señora De Witt, sobre el fenómeno de los loverboys, jóvenes que incitan a chicas vulnerables a la prostitución. Y ahora está a la espera de la publicación de la segunda parte de su biografía: “Puedo prenderle fuego a mi ropa, pero no puedo quemar mis recuerdos. Es la historia de un año después, tipo cuento de hadas, donde todo termina bien y entonces Patricia Perquin se acaba. Después seguiré escribiendo, pero ya sin doble vida”. A continuación Patricia se coloca el casco sobre la cabellera ondulada y se pierde entre el tráfico de la ciudad en su scooter rosa chicle.

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