En la Sudáfrica negra, el blanco se adueñó hasta de Dios

martes, 10 de diciembre de 2013 · 11:07
La deshumanización que se vivía en la Sudáfrica que Nelson Mandela quería ver distinta fue visitada hace 39 años por el fundador de Proceso, Julio Scherer García, quien realizó un escalofriante reportaje sobre los odios raciales que imperaban entonces y que distan de haberse superado en la actualidad. He aquí una parte sustancial de ese trabajo, que fue publicado en ocho entregas en el periódico Excélsior, dirigido entonces por el propio Scherer. JOHANNESBURGO (Proceso).- País donde son corrientes la horca y la flagelación por latigazos; país sin derechos para el ochenta por ciento de los pobladores, criaturas los negros, criaturas los hindúes y los mestizos; país para el veinte por ciento de sus habitantes, blancos que son amos, amos que son reyes, reyes que dispensan la “dignidad” a quien les sirve y la libertad a nadie, aunque les sirva; país de injusticias radicales y de contradicciones más radicales aún, Sudáfrica ha hecho de la sospecha una prueba y de la presunción un delito. No diecisiete días, veinticuatro horas habrían bastado para advertir que la desdicha se enhebra aquí minuto a minuto. Entrevistados el Primer Ministro, alcalde de Johannesburgo, profesores universitarios, periodistas, religiosos de la Iglesia Católica, de la Iglesia Reformada Holandesa y el trabajador que sufre en silencio, algunos sostuvieron que la vida es menos dura que antes, pero así fuere la verdad es que la existencia no merece aún el nombre de humana. Condenado el “apartheid” por la ONU como crimen de “lesa humanidad”, en Sudáfrica es manifiesto el desprecio por el ser que menos puede, como es manifiesto que el blanco personifica el cetro, la espada y el fiel de la balanza. Más allá de su voz, el silencio. Se apoderaron del oro, de los diamantes, del uranio y se apoderaron de Dios. Todo para ellos, se apoderaron del poder. Les pertenece la historia y les pertenece el porvenir, son dueños de los mejores campos, de las mejores colinas, de las mejores playas, son dueños de la belleza y dueños de la justicia. Están para prevalecer y prevalecerán, porque son los padres de millones de negros a quienes han de conducir hasta que, algún día, los niños sean capaces de ser por sí mismos. Bienestar y moral se confunden en el blanco. Es el señor, pero además es bondadoso. Los automóviles y las calles son de él, porque gracias a su esfuerzo el país progresa. Sus mujeres agregan flores a las flores, toda la belleza en sus cuerpos y en sus rostros, todos los colores en sus vestidos, mientras él camina por los parques que cuidan los negros. No vislumbra límite y como todo sabe, sabe también que el negro tiene frente a sí, no como muro o alambrada, sino como una presencia eficaz como la divina, su ley, la blanca ley del blanco. Si hay un hombre con un bote de basura sobre el hombro o el cuerpo inclinado sobre una pala que muerde la tierra; si hay un hombre que va y viene con carretillas cargadas de material y va y viene su cuerpo con el golpe del pico; si hay un hombre que llena los tanques de gasolina y cuida los garages; si hay un hombre que se inclina y dice “sí”, que limpia parabrisas y deja relucientes aceras y calles, ese hombre es un negro. Sus manos, y toda la sangre en ellas, son para el blanco. Del blanco son las ideas y del blanco son las decisiones, mientras las manos negras esperan la orden para ponerse en movimiento. En el país del sol no sabe el negro de la belleza de los colores. Luminoso el cielo de Sudáfrica, los azules de todos los cielos en su cielo, se cuelga sobre el cuerpo los cafés, los grises, un verde salido quién sabe de dónde, sacos negros sobre el negro de la piel y sombreros negros sobre el negro de los ojos. En Pretoria, la capital, llama la atención una negra vestida de rojo y resultaría sorprendente una de amarillo, como asombroso sería un negro de “safari”, las medias casi hasta las rodillas, los pantalones a medio muslo y la seguridad de que la caza, la mayor y la menor, pertenece sólo a quien debe y puede vestirse así... Fragmento de la pieza periodística que se publica en la edición 1936 de la revista Proceso, actualmente en circulación.

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