Michoacán: la ley sometida al Estado

miércoles, 19 de febrero de 2014 · 13:59
MÉXICO, D.F. (Proceso).- Una advertencia sobre lo inadvertido. La abogacía es una concreción profesional. Los licenciados, maestros y doctores en derecho que están incorporados al servicio público en realidad no son abogados. Estos profesionales de la ley que ejercen en los diferentes órdenes gubernamentales en tareas legislativas, administrativas y judiciales son predicadores y practicantes de la autoridad del Estado. Incluso, algunos juristas estatólatras militan airosos en sus filas. Como todos ellos viven en el interior del aparato estatal, su discurso descansa por lo general en el principio de legalidad. En esta virtud, una de sus mayores preocupaciones –lo que es un hecho notorio en la última década– es la seguridad pública, que es siempre un motivo, razón o pretexto para las expresiones de fuerza de la autoridad pública. En el otro lado, el abogado está en la sociedad civil –en esta oportunidad valga la expresión– y a ella pertenece. Es cierto que a este profesional del derecho no lo acompaña un buen ánimo social: sus méritos históricos no son escasos para ello. Sin embargo, su actividad es un ejercicio permanente de carácter democrático porque es un contradictor cotidiano de la autoridad estatal: la cantidad y calidad de los juicios de amparo lo confirman. Su inquietud de conciencia es la libertad; así lo reconocen los acuerdos internacionales que ratifican su derecho de crítica a las instituciones de sus gobiernos. El abogado en todo caso es su propio jurista. En los últimos tiempos, la discusión entre los juristas del Estado y los abogados ha obligado a elevar el tono de voz. Y como la brecha se hace más ancha y profunda, ahora se grita desde las dos orillas. Sobre esta distinción, queda claro que Carl Schmitt o Don Carlos, como se referían a él familiarmente los abogados afines a la dictadura franquista en la España de su tiempo, está del otro lado del posible abismo. Aunque en planos muy rigurosos de carácter filosófico, el profesor alemán resulta solamente un ingenioso personaje de teorías. La obra y el pensamiento de Schmitt se han convertido en un andamiaje de derecho y teoría política al que acuden las derechas conservadoras para apuntalar sus convicciones actuales, y las izquierdas, incluso las intelectuales, para debatir y discrepar con él. Para los juristas y politólogos es una inteligencia notable que predica con sabiduría y gran fuerza sobre el derecho público, constitucional, y la teoría política, con términos y conceptos que desde una teología política sirve fundamentalmente al poder del Estado. En este orden, la polémica que desencadena en muchos sentidos su militancia política antes y durante el régimen del nacionalsocialismo en Alemania es secundaria. Este hecho es apreciado con indulgencia por algunos críticos y estudiosos, en ciertos casos como sucede con Joseph Bendersky su biógrafo más completo, y en otros, como puede apreciarse en la obra de Yves Charles Zarka, con la severidad y dureza que justifica con pruebas documentales irrefutables el reproche que limita con la censura. Uno de los señalamientos más agudos que se hacen al profesor alemán es que se debe considerar actualmente su producción bibliográfica como documento y no como libro. Es decir, debe orientarse hacia su valoración como prueba de los tiempos que vivió y no como texto doctrinal.1 Sin embargo, hay voces que piden concordia para los autores de obras intelectuales o artísticas que forman parte del patrimonio espiritual de la humanidad al margen de su experiencia vital, como son los casos de Ezra Pound, Heimito von Doderer, Martin Heidegger y Schmitt, entre otros. Sobre esta idea llama la atención pero no asombra la vigencia prácticamente universal que sus lectores le han dado a Don Carlos... Fragmento del análisis que se publica en la edición 1946 de la revista Proceso, actualmente en circulación.

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