Independencias a la carta

viernes, 28 de marzo de 2014 · 21:02
MÉXICO, D.F. (apro).- Más allá de los intereses geoestratégicos que subyacen en el conflicto, el diferendo formal que enfrenta a Estados Unidos y la Unión Europea con Rusia se sustenta en la legalidad o ilegalidad del proceso que decidió la independencia de Crimea de Ucrania y su inmediata anexión a la Federación Rusa, tutelado de principio a fin por tropas moscovitas que no se reconocieron como tales. En una confesión de parte, sin embargo, el gobierno de Vladimir Putin dijo que Moscú buscó proteger a la mayoría de origen ruso que habita la península de inminentes agresiones por parte de las fuerzas “fascistas” que tomaron el poder en Kiev. Pero lo más paradójico fue que el titular del Kremlin defendió toda esta maniobra sobre la base “del precedente fijado por Kosovo”, la entidad balcánica que se independizó unilateralmente de Serbia y que Rusia no reconoce. Ocurrido el desmembramiento de la antigua Yugoslavia, Kosovo fue bombardeada en 1999 por la Organización del Tratado Atlántico Norte (OTAN) para replegar a los serbios que lo reclamaban no sólo como parte inalienable de su territorio, sino como cuna de su identidad nacional, a pesar de que a lo largo de la historia esta provincia se había poblado crecientemente con albaneses de credo musulmán que ahora querían separarse de Belgrado. La acción militar de la OTAN, que constituyó uno de los primeros pulsos de fuerza con la Rusia postsoviética, se realizó con el argumento humanitario de frenar la “limpieza étnica” que ocurría en Kosovo, pero no por mandato del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas, donde habría sido vetada por Moscú. Protegido por la Alianza Atlántica, en 2008 el enclave albanés declaró unilateralmente su independencia y fue reconocido por un gran número de países, pero no por Rusia, que la calificó como una violación a la integridad territorial de Serbia. Dos años después, la Corte Internacional de Justicia (CIJ) de la ONU determinó que esta secesión no violaba las leyes internacionales. Ahora el gobierno de Putin ha retomado este fallo para justificar el proceso de independencia de Crimea, lo que ha desatado una guerra de argumentos. El Departamento de Estado inmediatamente aclaró que “Kosovo es un caso especial que no debe ser visto como precedente para otras situaciones”, ya que, según dijo su titular, John Kerry, se hizo bajo las leyes de protección internacionales y en Crimea “no había nadie a quien proteger cuando entraron los soldados rusos, sino acaso a las fuerzas ucranianas que fueron desarmadas”. Tras criticar el “doble rasero y la falta de autoridad moral” de Washington para predicar el respeto a las leyes internacionales y la soberanía de otras naciones, ni tardo ni perezoso el ministro de Relaciones Exteriores ruso, Sergei Lavrov, contestó que “si Kosovo es un caso especial, entonces Crimea también lo es”. En realidad cada caso es especial, porque las circunstancias nunca se repiten. Pero en materia de independencia, ¿qué determina para el derecho internacional que una declaración sea legal o no? Aunque los conceptos de autodeterminación de los pueblos y de estado-nación se empezaron ya a manejar desde el siglo XIX, no fue sino hasta la emisión de la Carta de las Naciones Unidas en 1948 que cobraron el rango de ley universal. Luego, con la descolonización en cascada iniciada en los años cincuenta, se emitió en 1960 la Declaración sobre el Reconocimiento de la Independencia a los Países y Pueblos Coloniales. Éstas se reforzarían en los siguientes dos decenios con los pactos internacionales de Derechos Civiles y Políticos, y de Derechos Económicos, Sociales y Culturales, así como con una declaración sobre las Relaciones Amistosas y la Cooperación entre Estados. Así, en el derecho internacional moderno la autodeterminación o libre determinación de los pueblos constituye una norma jurídica vinculante y establece que “todos los pueblos tienen el derecho a determinar libremente, sin injerencia externa, su condición política y procurar su desarrollo económico social y cultural”. Por su parte, los Estados tienen la obligación de promover el ejercicio de libre determinación y de respetar ese derecho de conformidad con la Carta de la ONU. Del cumplimiento de esta normativa se encarga la Corte Internacional de Justicia. Conforme a lo que en derecho se conoce como “autodeterminación externa” y que se refiere a los pueblos bajo dominación colonial o extranjera que buscan independizarse, se manejan tres variantes: la creación de un Estado soberano e independiente, la libre asociación o integración con otro Estado independiente o cualquier otra forma de organización política libremente decidida por un pueblo. Sin embargo, y aquí empiezan las contradicciones, el derecho a la libre determinación de los pueblos se topa con otro principio del mismo rango legal que es la igualdad soberana de los Estados, misma que conlleva el respeto a su integridad territorial y sus asuntos internos; y para su conciliación no hay normas precisas, sino interpretaciones. De este modo, los Estados surgidos de la descolonización se vieron de entrada obligados a respetar las fronteras creadas arbitrariamente por los antiguos poderes coloniales, las cuales no necesariamente respetaban los territorios tradicionales de las comunidades étnicas, culturales y lingüísticas, es decir de los pueblos, lo que ha constituido una fuente inagotable de conflictos armados que se extienden hasta la actualidad. Dos casos de ocupación extranjera en los que han colisionado por antonomasia estos dos principios han sido el de Palestina con Israel y el del Sahara Occidental con Marruecos. Y si bien el mismo derecho internacional les permite reclamar la ayuda exterior de otros Estados u organizaciones internacionales para mediar en el conflicto y ayudar en el ejercicio de su autodeterminación, ningún instrumento legal ha logrado doblegar los intereses nacionales y geopolíticos que se tejen alrededor. Según algunos académicos, como el vasco Xabier Arzos Santiesteban, el derecho a la autodeterminación no existe de manera independiente por las implicaciones que tiene en el orden mundial y, por lo tanto, la comunidad internacional interviene orientando, apoyando o acompañando a los pueblos. Sintetiza: “La titularidad del derecho de autodeterminación corresponde a los pueblos, pero los Estados tutelan de facto su ejercicio”. En este marco entra también lo que legalmente se conoce como “autodeterminación interna”, es decir el ejercicio de este derecho dentro del Estado en el que el respectivo pueblo se encuentre, siempre y cuando se modifique o garantice su estatus jurídico-constitucional como tal. Su principal fórmula es la autonomía, que de alguna manera permite conciliar la aspiración de autodeterminación de una parte de la población con la integridad territorial del Estado y, por lo tanto, es la más favorecida por los países constituidos. Aunque en estos casos los Estados consideran que se trata de asuntos internos de su sola incumbencia, el derecho internacional ha creado para su regulación la figura de “minorías nacionales”, por las que se entiende “un grupo numéricamente inferior al resto de la población del país, que se encuentre en una posición no dominante y cuyos miembros, que son nacionales del Estado, posean características étnicas, religiosas o lingüísticas diferentes y manifiesten un sentimiento de solidaridad para preservar su cultura y sus tradiciones”. Con algunas variantes específicas, en este rango entran también los pueblos indígenas. Por lo demás, se trata de pueblos como el catalán y el vasco en España; el corso y el bretón en Francia; los valones y flamencos en Bélgica; los escoceses en Gran Bretaña; los albaneses de Macedonia; los serbios de Bosnia y Herzegovina; los abjasios y osetios de Georgia; los kurdos de Irak y Turquía; los quebequenses de Canadá; los uigures y los mongoles en China y un largo etcétera. De hecho, 90% de los países tienen minorías. Según los pactos y resoluciones de la ONU, estas minorías tienen derecho a tener su propia vida cultural, a profesar su propia religión y a emplear su propio idioma. Pero además, como ciudadanos de un Estado, “tendrán el derecho a participar efectivamente en las decisiones que se adopten a nivel nacional, regional o de la comunidad en que vivan, siempre y cuando sean compatibles con la legislación general correspondiente”. De este modo, la legislación internacional no exige a los Estados que aseguren la autonomía política de los distintos pueblos que habitan su territorio, como tampoco puede interferir en la forma de gobierno o de organización estatal que se da cada país, a menos que se adopte en contra de la mayoría de su población o una parte significativa de ésta, como ocurrió en la época del apartheid en Sudáfrica. Se trata más bien de una normativa de protección y contra la discriminación. Sin embargo, el punto más espinoso tanto de la autodeterminación externa como de la interna es la secesión. Si dentro del proceso de descolonización de mediados del siglo pasado ya causó conflictos todavía irresueltos, fuera de ella es motivo constante de controversia. Dado que ésta afecta la integridad territorial de los Estados existentes, todos temen verse en algún momento confrontados con demandas secesionistas que no están dispuestos a convalidar. Para muchos autores las leyes internacionales ni siquiera contemplan el derecho a la secesión, aunque tampoco prohíben que los pueblos o minorías aspiren a crear una nueva entidad estatal. Otros piensan que  otorgarían un derecho a la secesión, en los casos en que un Estado no representara al conjunto de la población o discriminara a una parte de ella. Se habla inclusive de una secesión como remedio, cuando la soberanía territorial no garantiza la protección de los derechos ciudadanos y humanos de la población. Sería sin duda el caso de Kosovo y, más recientemente, la separación entre Sudán del Norte y del Sur. En cualquier caso, los pueblos no pueden exigir al Estado al que pertencen que no trate de impedir el proceso de secesión y tampoco pueden solicitar a otros Estados u organizaciones internacionales que les ayuden política, económica o militarmente con sus objetivos, ya que atentarían contra la Carta de la ONU que prohíbe expresamente llevar a cabo actos que pongan en peligro la integridad territorial de otro Estado y su independencia política. Finalmente, dice el profesor de Derecho Internacional Público de la Universidad Oberta de Catalunya, Víctor M. Sánchez, “la emergencia de un nuevo Estado tras un proceso de separación pacífica o violenta, si no hay intervención exterior, es una cuestión de hecho, no de derecho. Su existencia, como tal, no depende del reconocimiento de nadie. Aunque sin el reconocimiento de otros, su capacidad real para ejercer su soberanía es muy limitada”. Es el caso justamente de Cataluña, que más allá de su forcejeo con el poder central de Madrid, al que está sujeta por disposición constitucional, ya ha sido advertida de que en caso de declarar unilateralmente su independencia de España no será admitida en el seno de la Unión Europea. Y, sin ella, su sobrevivencia como nación independiente es prácticamente imposible. Pero aunque el derecho internacional lo prohíba, no hay proceso de secesión que no esté acompañado de actores externos, ya sean los más cercanos, los más fuertes, o ambos. Palestinos y saharahuíes no se han independizado, no porque no tengan derecho, sino porque los aliados de sus ocupantes no lo han permitido. Tampoco el Tíbet ha logrado sustraerse de la garra de Pekín, porque nadie quiere enfrentar la ira de China. Timor Este, sin embargo, logró desprenderse de Indonesia, porque significaba un pequeño enclave occidental y cristiano en un espacio preponderantemente musulmán. Y, después de todo, tampoco alteraba demasiado la geopolítica regional. En cuanto a la actual discusión entre Washington y Moscú, está claro que ni Kosovo pudo haberse independizado sin la OTAN ni Crimea sin Rusia. Es también una cuestión de hecho, no de derecho; pero sobre todo, de fuerza.

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