Los negocios que marchitaron la "primavera" de Egipto

viernes, 12 de diciembre de 2014 · 20:13
MÉXICO, D.F. (apro).- La exoneración el 29 de noviembre del exdictador Hosni Mubarak, su ministro del Interior, Habib al Adly, y seis altos mandos policiales por los centenares de muertos y miles de heridos, torturados y detenidos durante la represión del levantamiento popular de inicios de 2011, rubricó el fin de la revolución que pedía entonces “pan, libertad y justicia social”. Hoy es peor. Desde que el mariscal Abdelfatah al Sisi dio en 2013 un golpe de Estado contra el presidente electo Mohamed Morsi, y luego se legitimó mediante elecciones con un inverosímil 97% de votos –y casi 80% de abstención–, la violencia política y las violaciones a los derechos humanos se han disparado. Ignacio Álvarez-Ossorio, profesor de Estudios Árabes e Islámicos de la Universidad de Alicante (España), hace un recuento en este periodo de por los menos 3 mil muertes civiles –un tercio en el desalojo del campamento de los Hermanos Musulmanes en Rabaa al-Adawiya– y de otros 300 militares, producto de atentados de grupos yihadistas en la península del Sinaí. A ello hay que agregar unos 20 mil detenidos, entre ellos no sólo miembros de la ahora proscrita Hermandad Musulmana, sino activistas sociales a los que se ha acusado de espionaje, conspiración y terrorismo. Las libertades públicas están sujetas a una nueva y restrictiva ley antiprotestas, y la libertad de expresión fue acallada: Egipto ocupa el tercer lugar mundial entre los países más peligrosos para ejerecer el periodismo, con seis informadores muertos y más de 20 encarcelados. La justicia también se puso al servicio del nuevo régimen militar. En los últimos meses mil 212 dirigentes y simpatizantes de la Hermandad han sido condenados a muerte en juicios sumarios –más que en los 30 años de Mubarak, resalta Álvarez-Ossorio– y otros cientos, con el expresidente Morsi a la cabeza, podrían correr la misma suerte. Todo apegado a la última Constitución, que devuelve a las Fuerzas Armadas el control absoluto del país, al permitirles elegir al ministro de Defensa, conservar el carácter secreto de su presupuesto y, sobre todo, garantizar que los tribunales militares puedan seguir juzgando a civiles sin las más elementales garantías procesales. En este marco, no sorprende que Mubarak haya sido exonerado. Pero no sólo fue absuelto de cargos vinculados con la represión. Él y sus hijos, Alá y Gamal, también fueron exculpados de enriquecimiento ilícito. Pendiente quedó sólo una condena de tres años de cárcel por malversación de fondos públicos, que pronto habrá de cumplirse. Los Mubarak no son la excepción en el manejo turbio de los recursos del Estado y los negocios al amparo del poder. Desde hace medio siglo se calcula que entre 25% y 40% –no se sabe porque es información clasificada– de la economía de Egipto está en manos de los militares, ajena a la transparencia pública y a la rendición de cuentas. Robert Springborg, profesor de la Escuela Naval de Posgraduados de Monterey, California, y autor del libro Mubarak’s Egypt: Fragmentation of the Political Order, advirtió antes del golpe militar que “los generales intentarán manipular el nuevo orden para que no haya control civil sobre las fuerzas armadas; no sólo se trata de preservar la institución, sino la base financiera de sus miembros”. Y lo hicieron. En este aspecto siempre se destaca la ayuda financiera que Washington le ha dado a El Cairo en materia militar, y que la especialista en Medio Oriente del Centro Wilson de Estados Unidos, Robin Wright, cifra en unos 30 mil millones de dólares desde que se inició el proceso de paz con Israel a fines de los años setenta del siglo pasado. Actualmente el monto es de mil 300 millones de dólares anuales que no han dejado de fluir durante estos últimos tres años pese a los vaivenes políticos, porque según el comentarista de CNN, Fareed Zakaria, “Estados Unidos no quiere desestabilizar el equilibrio de la región”. Pero no son los gastos destinados a la defensa como la compra o coproducción de equipo bélico, la modernización de las instalaciones militares o el entrenamiento de sus efectivos los que están sujetos a la opacidad. “Ello se debe a que estos rubros corresponden mayormente a empresas conjuntas de Egipto con socios extranjeros que están legalmente obligados a dar cuenta de sus actividades a sus propios ciudadanos. Es el caso del Programa Militar de Financiamiento Externo de Estados Unidos”, explica Zeinab Abul-Magd, profesor adjunto de historia y economía política en el Oberlin College de la Universidad Americana de El Cairo. En un largo artículo publicado en árabe e inglés en la revista online Jadaliyya, Abul-Magd expone que lo que se mantiene secreto son las enormes ganancias que el ejército ingresa por concepto de actividades no militares como la compra-venta de bienes raíces, servicios turísticos y de limpieza, cafeterías, gasolinerías, granjas avícolas, ranchos ganaderos, bebidas y productos alimenticios, y hasta manteles de plástico. “¿Deben la pasta ‘Queen’, el agua mineral ‘Safi’, el gas y la gasolina de ‘Wataniyya’, la carne de los rastros de East Uwaynat y las cabañas costeras de Sidi Crir estar clasificados como secretos dentro del presupuesto militar?”, se pregunta y responde que “los jefes militares egipcios creen que sí”. Es más, su difusión pública está considerada como “alta traición” y puede llevar a un juicio militar porque, supuestamente, revela “secretos de seguridad nacional” que los rivales de Egipto –como Israel– no deben conocer. Según el analista, que colabora con el Arab Studies Institute (editor de Jadaliyya), un centro independiente con sedes en Washington y Beirut, esta actividad oculta de los militares en la economía es perjudicial para el país, porque no están capacitados para ella y, al mismo tiempo, los distrae de su principal obligación que es la defensa nacional. Pero lo que considera más preocupante es el número de oficiales que han incursionado en redes de corrupción y asociaciones ilegales con el capital privado. En un repaso histórico, Abul-Magd recuerda que el control militar de la economía egipcia se inició con la revolución de 1952, cuando el régimen socialista encabezado por Gamal Abdel Nasser nacionalizó todos los bienes y medios de producción. Muy pronto altos oficiales del ejército administraban las empresas del Estado, pero su falta de capacitación y la corrupción que rápidamente se extendió por el sector público acabaron con las promesas de prosperidad de Nasser. A finales de los setenta el monopolio económico del ejército empezó a erosionarse, cuando Anuar el-Sadat decidió apartar a Egipto de la senda socialista y reintroducir una economía de mercado para fortalecer sus lazos estratégicos con Occidente. El mandatario privatizó varios sectores productivos del Estado y abrió el mercado a bienes y servicios extranjeros. Los militares tuvieron entonces que compartir su influencia con nuevos socios capitalistas, muchos de ellos miembros de la familia Sadat. Pero su marginación duró poco. Muerto Sadat y firmado el tratado de paz con Israel, los nuevos dirigentes egipcios razonaron que no era políticamente conveniente despedir a miles de militares bien entrenados. Surgió entonces la “National Services Projects Organization” (NSPO), encargada de crear empresas comerciales dirigidas por generales y coroneles retirados, que no tenían que rendir cuentas a ninguna instancia gubernamental ni sujetarse a las regulaciones de las demás compañías. Después de 1992, cuando Mubarak emprendió un amplio programa de liberalización económica presionado por el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional, las empresas controladas por el ejército permanecieron intocadas y, por el contrario, muchos oficiales fueron premiados con altos puestos en las compañías desincorporadas del sector público mediante tratos poco transparentes. Abul-Magd ironiza que, como administradores, los jefes militares egipcios manejan sus empresas con un estilo tradicional soviético heredado de la Guerra Fría; pero, como consumidores, adoptan una posición mucho más “americanizada” y abierta a la globalización. Y da ejemplos de cómo generales y coroneles viajan al extranjero para surtirse de ropa y tecnología de punta, se pasean en automóviles importados y hasta prefieren encargar sus uniformes en el exterior. Sin embargo, para los consumidores egipcios esto no es gracioso. Al contrario, el ejército se las arregla para vender sus productos no porque sean de mejor calidad, sino mediante prácticas draconianas. Por ejemplo, “el ejército obliga a los soldados a gastar su magro salario en productos alimenticios militares que se venden en áreas remotas donde no llegan otras marcas; o consigue distribuidores civiles a cambio de ‘tratos bajo la mesa’”. En el campo de los bienes raíces el comportamiento castrense no es mejor. Aprovechándose de su control sobre vastas extensiones de tierra, gracias a una ley que permite confiscar terrenos públicos para “defender la nación”, los militares realizan en la práctica inversiones comerciales. La agencia conocida como The Armed Forces “Land Projects”, por ejemplo, desarrolla unidades residenciales en Nasr City, y ha estado utilizando tierras confiscadas en la costa norte para construir hoteles y “resorts” turísticos como ya hizo en Sidi Crir. Más aún, Abul-Magd subraya que “dado que el imperio económico de las empresas propiedad del Estado se ha construido sobre la base de la corrupción y la explotación, los dirigentes militares han sido cómplices de la represión a los trabajadores y la violación de sus derechos laborales”. Expone el trato que se da a los peones de las granjas de explotación ganadera y avícola de miles de hectáreas que posee el ejército. Se trata habitualmente de conscriptos pobres provenientes de áreas rurales o barriadas urbanas que, en lugar de recibir entrenamiento militar, acaban ordeñando vacas y recogiendo huevos bajo la despótica supervisión de oficiales militares y… “¡sin paga!”. En la industria, cita como emblemático el caso de la “Fábrica Militar 99”, dirigida por el general Sayad Mishaal. Además de no estar sujeta a ninguna regulación laboral, esta planta tampoco cuenta con médidas mínimas de seguridad. Así, cuando en 2010 explotaron varios cilindros de gas matando a un obrero e hiriendo a varios más, los trabajadores se sublevaron. Pero luego sus líderes fueron procesados en cortes militares por revelar “secretos de guerra”. Removido de su cargo tras la revolución y acusado de dispendio de fondos públicos, el general empero no tuvo problemas para ganar en las siguientes elecciones parlamentarias un puesto por el distrito de Helwan, donde se ubica la “Fábrica Militar 99”, al movilizar a miles de trabajadores para que votaran por él. Y es que, dice Abul-Magd, “ser general del ejército, miembro del Partido Nacional Democrático o legislador por más de diez años, prácticamente garantiza ser parte del entramado de corrupción”. En este sentido, el académico hace notar que el aparato militar tiene un predominio casi absoluto sobre las provincias del país. Fuera de El Cairo, muchos egipcios viven bajo una virtual ley marcial: 21 de los 29 gobernadores son generales retirados, sin contar con las decenas de gobiernos municipales y alcaldías que están reservados para otros oficiales en retiro. Dado que todos estos cargos son considerados como un “bono de retiro”, no es sorprendente, dice Abul-Magd, “que el desarrollo local de las gubernaturas egipcias haya permanecido estancado por décadas”. Y remata: “Para salvaguardar todos estos intereses y privilegios, es que los militares han matado, y siguen matando, a revolucionarios desarmados”.

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