Los migrantes olvidados del sudeste asiático

viernes, 29 de mayo de 2015 · 20:22
MÉXICO, D.F. (apro).- Mientras que en el Mediterráneo la Unión Europea se apresta a enfrentar con la fuerza militar el creciente tráfico ilegal de migrantes y sus funestas consecuencias, en el Océano Índico otro operativo castrense puso bajo los reflectores del mundo un comercio humano con cuadros dantescos. Al tiempo que en la frontera entre Malasia y Tailandia se descubren decenas de campos de detención y cientos de fosas comunes, en el golfo de Bengala y el mar de Adamán flotan a la deriva miles –la Organización Internacional de Migraciones (OIM) calcula que pueden ser hasta 8 mil– de fugitivos famélicos y harapientos de Myanmar y Bangladesh, sin que ninguno de los países de la región se haga cargo. Algunos de los navíos atestados que se acercaron a sus costas fueron inclusive devueltos a aguas profundas, en lo que organismos de derechos humanos como Amnistía Internacional (AI) o Human Rights Watch (HRW) han calificado como un “ping-pong marítimo”. Un informe de la OIM difundido el 9 de mayo, advirtió que el tráfico criminal de migrantes de Myanmar y Bangladesh se elevó en los primeros tres meses de este año a unas 25 mil personas, duplicando las cifras del año anterior. Y estimó que durante este periodo al menos 300 –incluyendo mujeres, ancianos y niños– murieron a bordo de los navíos a causa del hambre, la deshidratación o el maltrato de los traficantes. Tal vez quien mejor seguimiento haya dado a esta “crisis de refugiados”, como la definió el 8 de mayo el grupo de Parlamentarios de la Asociación de Países del Sudeste Asiático por los Derechos Humanos (ASEANPGHR, por sus siglas en inglés) sea el corresponsal de la BBC de Londres en la región, Jonathan Head, quien a través de sus sucesivos despachos da a los acontecimientos una ilación cronológica. En 2012 y 2013 estuvo de visita en Myanmar –antes conocida como Birmania– con motivo de los enfrentamientos interétnicos entre birmanos budistas y la minoría musulmana rohyinga en el occidental estado de Rakhine, que provocaron el desplazamiento forzado de unos 140 mil de estos últimos. Luego, los ataques a comunidades musulmanas se extendieron a otras partes del país, provocando más éxodos. En un país donde se reconocen hasta 135 grupos étnicos, los birmanos budistas son los dominantes, mientras que los musulmanes rohingyas (alrededor de 1,1 millones) ni siquiera son reconocidos como ciudadanos. Pese a que llevan al menos dos siglos establecidos ahí, los sucesivos gobiernos locales los han considerado siempre como inmigrantes bengalíes ilegales. Pero las autoridades de Bangladesh tampoco los reconocen como sus nacionales. En este limbo jurídico, hostilizados por los demás grupos y con una política oficial de segregación que sólo les impone restricciones a ellos, los rohingyas, dice Head, “han sido desplazados a los márgenes de esta ya de por sí depauperada región, aislados e indeseados”. Consciente de la publicidad negativa que esta política le significa a nivel internacional, el nuevo gobierno birmano, emanado de las primeras elecciones después de cuarenta años de control militar, flexibilizó ciertas medidas y permitió el apoyo de algunos gobiernos y organizaciones no gubernamentales para paliar la precaria situación de los rohingyas. Pero cuando Head regresó a Myanmar a fines de 2013, se encontró con que éstos habían sido concentrados en campos militarizados de Rakhine, de los que no podían salir. Los funcionarios birmanos justificaron el aislamiento por motivos de seguridad. Así, aunque les llegan comida y ciertos materiales para sus viviendas, su situación sigue siendo precaria. No cuentan con trabajos remunerados ni servicios públicos, y no pueden salir a comprar insumos u obtener educación formal o atención médica. Tampoco pueden acceder a sus antiguos recintos de culto. Y para identificarse se les proporcionó una tarjeta blanca, que si muestran fuera de sus zonas de confinamiento les vale ser arrestados. En estas circunstancias, el éxodo que ya se venía dando por goteo hacia Malasia, a través de Tailandia, se aceleró y multiplicó las bandas de traficantes. El creciente negocio se extendió también a los migrantes económicos de Bangladesh, país que si bien ha logrado algunos avances sigue mostrando una desigualdad social aguda. En octubre de 2014, Head y otros corresponsales extranjeros fueron a la costa de Andamán, alertados de que un grupo de migrantes había sido rescatado en el distrito tailandés de Takua Pa. Encontraron a 81 hombres muy alterados, que lloraban y rezaban. Pero no se trataba de rohingyas, sino bangladesíes. Dijeron que habían sido forzados a subir en los botes, donde los habían golpeado y matado de hambre por varios días. En realidad, aclara Head, sólo algunos fueron obligados a abordar los barcos. “La mayoría fue persuadida con cuentos color de rosa sobre trabajos bien pagados. Una vez que se dieron cuenta de la brutal naturaleza del trato, muchos quisieron regresar, pero ya no pudieron”. Y es que el “trato” era parejo. Las redes de traficantes cobraban 20 mil dólares por cada carga de barco de 250 a 300 personas. Luego,  tras una caminata extenuante, mantenían a los migrantes en campamentos de la zona selvática fronteriza entre Tailandia y Malasia, hasta que sus familiares pagaban un rescate de 2 mil o tres mil dólares, para poder seguir camino. A quienes no recibían el dinero los golpeaban, los torturaban o simplemente los dejaban morir de inanición. A las mujeres las violaban. Para los rohingyas era además un círculo vicioso, reportó la enviada a Bangkok de El País, Ana Salvá. “Como carecen de documentos oficiales, en casi todos los lugares a donde van pueden ser arrestados o repatriados a la frontera de Birmania. Ahí, al carecer de ciudadanía, podrían ser detenidos por los birmanos y acabar en los mismos campos de los que trataban de huir o revendidos a las mafias que trafican con ellos”. Aunque en la zona fronteriza este tráfico humano era un secreto a voces, el escándalo estalló a principios de mes, cuando fuerzas de seguridad tailandesas “descubrieron” un campamento que podría haber albergado hasta mil cautivos. Hamacas, ropa y enseres de cocina fueron abandonados en la precipitada huída. Luego afloraría lo peor. Head estuvo presente cuando empezaron a excavar la primera fosa común y apareció el cuerpo de una mujer, todavía con sus coloridas ropas. Después aparecieron más cadáveres, de ambos sexos y todas las edades, hasta sumar 26. En otra encontraron 53 y así sucesivamente hasta perder la cuenta. Presionado por los medios y organismos civiles nacionales e internacionales, el líder de la junta golpista que se hizo del poder hace un año en Tailandia, Prayuth Chan-ocha, ordenó una batida militar en la zona fronteriza para detener a los traficantes. Hasta esta semana se habían descubierto 74 “campos esclavistas”, liberado a casi 300 rehenes, emitido 80 órdenes de arresto y detenido a 33 personas, incluyendo a un empresario y dirigente político de la provincia de Satún, Pajjuban Angchotiphan, a quien el Bangkok Post presenta como el “gran padrino” del tráfico de migrantes. Ya desde el año pasado policías locales habían confiado a Head la existencia de estos “campos de la muerte”. Tenían nombres, ubicaciones y números de teléfono. “¿Por qué no actúan?”, les preguntó. Riéndose, uno contestó: “La frontera es una zona militarizada. Y, como oficial de policía, no puedo hacer nada sin la aprobación militar”. Esto lo respaldó el representante de HRW en la región, Phil Robertson: “No hay forma de que se hubiera podido operar estos campos sin la complicidad de alguien”. “Todos sabían”, le confirmaron funcionarios, clérigos y lugareños al enviado del periódico español El Mundo, Javier Espinosa, que recorrió la misma zona. Unos hablan de hasta ocho y diez años desde que empezaron a ver pasar a los traficantes y su carga humana. “Callábamos por miedo”, se justifican. Pero los pocos que hablaron, tampoco obtuvieron respuesta ni de los gobiernos civiles ni militares. Según sentenció Kraisak Choonhaven, miembro del ASEANPGHR, “los sucesivos gobiernos tailandeses tenían conocimiento de la existencia de estos campos y no hicieron nada. La complicidad oficial en estos crímenes ha sido alarmante y los responsables deben ser juzgados”. Pero nadie se hace responsable. De hecho, todos los gobiernos involucrados respondieron de forma renuente. Al tiempo que golpeaba los campos de detención en la selva, la junta militar de Bangkok impedía que desembarcaran los refugiados, abandonados por los traficantes. El general Chan-ocha dijo que se trataba de “ilegales” que querían entrar en el país, e inclusive se quejó de que tendría que “usar los impuestos de los tailandeses para cuidar de ellos”. Una nave con 250 personas a bordo, que se perdió durante días, se convirtió en el emblema de las embarcaciones abarrotadas que flotan a la deriva en las aguas del Índico. Cuando fue rescatada por unos pescadores en la provincia indonesia de Aceh, sus ocupantes narraron que la marina tailandesa reparó el motor del barco, les dio alimentos y bebidas, y luego les ordenó que regresaran a altamar “o les disparamos”. En Malasia tampoco los dejaron bajar. Les dieron nuevas provisiones y la marina malaya los escoltó hasta aguas indonesias, advirtiéndoles que no volvieran. El gobierno de Yakarta también se hizo el desentendido, hasta que actuaron los pescadores. Los rescatados contaron que los hombres acaparaban los alimentos y el agua en detrimento de mujeres y niños; y, cuando escasearon, se desató una feroz batalla entre rohingyas y bangladesíes en la que salieron a relucir cuchillos y hachas. No se sabe cuántos fueron asesinados, se tiraron al mar o murieron de inanición, pero se calcula que fueron decenas. Tres días después, en Malasia fueron descubiertos otros 30 campos de detención y 139 fosas comunes, con por lo menos tres o cuatro cuerpos cada una, según el diario Utusan Malaysia. El ministro del Interior, Zahid Hamidi, se apresuró a decir que “Malasia como gobierno no está involucrado”, pero reconoció “que sí hay malayos implicados”. Atestiguado un episodio tras otro por medios de todo el mundo, finalmente los gobiernos de la zona empezaron a ceder. Indonesia y Malasia anunciaron que se comprometían “temporalmente” a acoger a los migrantes atrapados en los barcos, “con la condición de que la comunidad internacional los reubique en un tercer país en el plazo de un año”. Hasta ahora sólo Filipinas –junto con Camboya la única firmante de la región de la Convención de la ONU sobre el Estatuto de Refugiados– se ha dicho dispuesta a recibir a los miles de indocumentados abandonados en las aguas costeras o rescatados en los campos de detención. Tailandia, señalada como el eje del tráfico, se declaró dispuesta a no impedir el desembarco de más buques, y convocó el 29 de mayo en Bangkok a quince países de la zona a una “cumbre de emergencia. Pero las más sorprendentes fueron las reacciones de los países de origen de los migrantes. La primera ministra bangladesí, Sheij Hasina, pidió castigar tanto a los traficantes como a quienes abandonan ilegalmente el país porque, “además de poner sus vidas en peligro, manchan la imagen de Bangladesh”. El gobierno birmano, por su parte, dijo que no ignoraba la crisis migratoria, “pero no vamos a aceptar los señalamientos de que Myanmar es la fuente del problema”. El vocero presidencial, Zaw Hatay, advirtió además que su país no asistiría a la cumbre si se utilizaba el término “rohingya”, porque no lo reconoce.

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