La impotencia de los derechos humanos

viernes, 2 de octubre de 2015 · 13:56
MÉXICO, D.F. (Proceso).- Durante el Régimen del Terror que surgió de la Revolución Francesa y de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, Hegel se preguntaba asombrado por qué el momento de mayor conciencia del hombre coincidía con la opresión más espantosa. Su diagnóstico fue que el terror mismo estaba contenido en los principios abstractos del jacobinismo: La libertad absoluta, regida por el Derecho, sólo podía derivar en la brutalidad del Estado. Su respuesta a esa contradicción fue la dialéctica y la historia, que Marx volvería acción: La verdad, la razón y la justicia se encarnarían al final, después de largas luchas. A partir de entonces surgió la idea de que el hombre no tiene una naturaleza humana. Es simplemente un proyecto cuya perfección está en el devenir de la historia. Nada de esto se logró. Los sueños de la razón histórica coincidieron con un terror más espantoso: el de la Alemania nazi, el del sovietismo ruso y el de las Juntas Militares. Hoy, después de 200 años, cuando ya muy pocos creen en la dialéctica histórica y los Estados totalitarios que nacieron de ella fracasaron, podríamos hacernos la misma pregunta de Hegel en México. ¿Por qué la etapa de mayor conciencia de los derechos humanos coincide con uno de los periodos donde esos derechos son brutalmente violentados? Nunca en México ha habido tantas organizaciones de defensa de los derechos humanos, pero tampoco tantos muertos, tantos desaparecidos, tantos miserables. Muchas son las hipótesis. Hablaré de una. Desde el fracaso de la dialéctica histórica, los ideales que la motivaron quedaron supeditados al dinero. Las propias organizaciones sociales que los defienden viven de éste. Sus fuentes de financiamiento vienen de los grandes capitales y de los Estados. Para ello necesitan justificar su labor. Tal justificación sólo es posible en la medida en que los derechos se violentan y las organizaciones asumen la defensa de cierto tipo de víctimas: ejecutados, mujeres maltratadas y asesinadas, secuestrados, extorsionados, homosexuales, enfermos de sida, comunidades indígenas, presos políticos, etcétera, y sus ramificaciones; por ejemplo –en el caso de los desaparecidos–, los 43 de Ayotzinapa, que en esta mentalidad compartimentalizada de ONG no son lo mismo que “los otros desaparecidos de Guerrero”, que no son lo mismo que las víctimas de las Fuerzas Unidas por los Desaparecidos de México, etcétera. Así, creyendo que defienden derechos y generan transformaciones políticas, lo que en realidad hacen es defender su particular identidad y su sitio en la estructura social que produce víctimas y que les permite financiarse para seguir existiendo. Hay, en dicho sentido, una profunda despolitización en esas organizaciones, las cuales se adaptan perfectamente a un Estado que en la violencia que crea confiere a cada asociación su propio estatus de víctima bajo el pretexto de que así se garantizará la justicia social. Este continuo florecer de grupos y subgrupos de defensa de derechos con sus propias identidades victimales sólo es posible en el marco de un capitalismo salvaje y una violencia sin freno gestionados por el Estado. Es así como el capitalismo, más allá de la conciencia social que mueve a las organizaciones sociales, incide sobre sus sentimientos de dignidad y de justicia, y vehicula a todas ella a través del dinero y del Estado, siempre dispuestos a producir víctimas y a simular que satisfacen las demandas de cada asociación o grupo. En este punto ciego de las reivindicaciones sociales, la lucha por los derechos humanos encaja muy bien con el movimiento sin fin del actual capitalismo, que en su operación amplifica y disemina la violencia. Por ello, el populismo de izquierda en México –en Europa, lo muestra bien Zizek, es el populismo de la derecha– da la impresión de guardar en sí mismo, y en el sentido hegeliano, una auténtica pasión política “que consiste –cito a Zizek– en aceptar la lucha, en aceptar abiertamente que, en la medida en que se pretende hablar desde un punto de vista universal, no cabe esperar complacer a todo el mundo, sino que habrá que marcar una división entre ‘nosotros’ y ‘ellos’”. En el imaginario de los populistas de izquierda, la presencia de López Obrador representa eso, aunque sus ideas sean simples, estrechas, anticuadas –en el sentido jacobino de la imposición de la virtud que derivó en el Terror– y enclavadas de otra manera –es decir, de una manera social– en la lógica capitalista del progreso. Estamos así atrapados cada vez más en un espacio claustrofóbico de horror en el que sólo podemos oscilar entre el juego de complicidades apolíticas del capitalismo y sus horrores y el fundamentalismo populista de una izquierda que viene a perturbar, por poco tiempo, las simulaciones del Estado y de las organizaciones sociales. ¿Hay otra manera de escapar a este nuevo Terror? Sí. Poner un límite a la idea del Estado y del progreso que se funda en el capitalismo, la producción y el consumo sin fin, y colocar en el centro de la vida social a las personas y sus vidas comunes mediante un nuevo pacto social y económico. Pero, fuera de los zapatistas, ¿quién está realmente dispuesto a ello? Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés; detener la guerra; liberar a José Manuel Mireles, a sus autodefensas, a Nestora Salgado, a Mario Luna y a todos los presos políticos; hacer justicia a las víctimas de la violencia; juzgar a gobernadores y funcionarios criminales; boicotear las elecciones, y devolverle su programa a Carmen Aristegui.

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