Epístola a los Adefesios

viernes, 12 de febrero de 2016 · 18:18
CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).- Hermanos, en verdad os digo: No tengo ni una pizca de fe. Esta certeza me vino poco a poco. Creo recordar que, en el kínder, una compañera de arenero me desveló esta verdad: –Los que no están bautizados van al limbo. Pensé que se refería a ir por el pan Bimbo y no le di mayor consideración a la idea de que mi alma vagaría entre el fango de la concupiscencia que, para mí, era el estado civil de las parejas que estaban –según mi abuela– simplemente “arrejuntadas”. Intrigado, fui a preguntarle, tiempo después, a un primo si éramos o no creyentes. Su respuesta me pareció misteriosa: –A mí, me quisieron meter al catecismo y el cura me corrió por preguntar por qué los dinosaurios no aparecían en el Génesis. Luego vinieron otros misterios, os digo. Por ejemplo, si los libros que se referían a un Él con mayúscula querían decir que ese personaje tenía demasiada autoestima; se hablaba de algo que podía ser tres en uno –la trinidad– y no era un aceite que “lubrica, afloja y limpia”; y la sospecha de por qué un cura podía describir el cielo eterno sin nunca haberlo visitado. Pero lo que me confrontó con mi extravagancia como inadecuado fueron las visitas de dos Papas a México. Esta séptima llegada es lo que justifica, hermanos adefesios, esta columna. Les cuento. De pronto, un día de enero de 1979 todo se llenó de banderines amarillos y blancos con una extraña cruz en el medio. Habiendo crecido en un hogar ateo –no se hablaba mal de las religiones, simplemente ni se mencionaban– me intrigué por tan feo logo: dos llaves como de arcón viejo bajo un gorro que parecía una escafandra. En la primaria –“laica”, como todo en el vocabulario mexicano– había niñas que llevaban cintas de esos pálidos colores, se pegaban carteles de un señor de blanco, se tocaba una canción terrible de un autor brasileño cuyo estribillo yo escuché así: “Tú eres mi hermano del alma, realmente un albino”. Era como si, de pronto, los creyentes salieran del clóset a celebrar su tendencia. ¿Era sólo una tendencia? Qué tal que se cumplía el chiste sobre la noticia buena y la mala: –La buena es que Dios ha vuelto a la tierra. La mala es que llamó por teléfono y la llamada viene de Chichén Itzá. Hasta la niña del arenero aquel, ahora ya una chavita, encaró mi pregunta de qué era toda aquella exhibición de creencias soterradas: –Todos los mexicanos somos católicos– me dijo y me convirtió, en un segundo, no en minoría, sino en inexistente. Con más información a esa edad sabía que ya no iría al limbo porque había pecado de pensamiento: me gustaba la niña beata. Vivía en concupiscencia. Pero si ella era muy católica debería obedecerme como el esclavo al amo y Cristo a la Iglesia –como decía San Pablo en sus epístolas. Pero nunca lo hizo, en verdad os digo, y hasta su nombre se me ha ido como granos de arena por los dedos. Esa primera visita papal fue en un país –el de José López Portillo, después, simplemente conocido como “el marido de Sasha Montenegro”– que todavía correspondía al recuerdo de un amigo de San Juan de los Lagos quien resumía así su educación religiosa: –Los curas nos llevaban a misa a través de un túnel oscurito construido durante la guerra cristera y yo me la pasaba dándoles de manazos. Las siguientes visitas –1990 y 1993– ocurrieron durante la presidencia de Carlos Salinas de Gortari y “normalizaban” las relaciones entre el Estado y la Iglesia Católica como diciendo: “Como para qué nos hacemos los laicos”. También por esas fechas mi abuela decidió colgar retablos de vírgenes, ir a misa los domingos y participar de un grupo que, hasta donde recuerdo, se llamaba “De las hermanas del costado herido de Jesús, Nuestro Señor”. Se sentía vieja y se le acercaba la muerte. La tentación de la vida eterna la hizo acudir a unas reuniones en las que se rezaba en murmullos, se hincaban en maderos astillados, y recolectaban cosas que nadie quiere. A eso se le consideraba, respectivamente, fe, esperanza y caridad. Fue ella quien me obligó a ver una película en la que Cristo habla con acento español, El Mártir del Calvario, que comienza así: –Estamos en el momento cruthial de la Historia del Mundo. Los pueblos se debaten en el paganismo y el clamor de una Humanidad doliente y oprimida llega hasta el thielo para que una voz que surge de lo alto consuele a los que yathen en las tinieblas. Tinieblas. Ese país tenía a un cardenal asesinado en Guadalajara por –verdad histórica– una confusión entre narcotraficantes. Y es que se sabe que el uniforme del gremio que trafica es la sotana. Parece que con Ernesto Zedillo el Papa regresó pero ¿quién se acuerda de Zedillo? Las otras visitas de Papas se dieron durante los gobiernos del PAN: Fox le besó el anillo y a Calderón le tocó Benedicto XVI, un exnazi con la alegría de vivir de Nosferatu. Pienso que en ninguna de estas visitas era necesario que yo las celebrara. Digo, si les tocaron bendiciones pontificias a los presidentes Salinas, Zedillo, Fox y Calderón, todos debíamos de merecerlas, sin siquiera pedirlas. Ahora con la presencia de su Eminencia en México, la edad me ha empezado a pesar, os confieso, hermanos. Sigo siendo un adefesio para la mayoría creyente, para los políticos que, sin serlo, aprovecharán cualquier empujón fervoroso. No, no voy a organizar ningún Te Deum en mi casa, ni siquiera comeré palomitas viendo los recorridos del Papamóvil. No hablaré Ex Cátedra ni me renombraré Inocencio XII. Sólo creeré en cualquier religión. En todas. No quisiera perderme la vida eterna por un simple tecnicismo.

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