Necrología de la casa de ustedes

domingo, 21 de febrero de 2016 · 03:45
CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).- Una de las situaciones que más avergüenza a un mexicano es aceptar que no sabe algo. Lo mismo opina sobre dónde queda una calle a sabiendas de que ni siquiera podría deletrearla y con frecuencia convoca a coloquios delante del motor de un auto, un drenaje tapado o una computadora: –Lo que es seguro –suspira lleno de sapiencia– es que se trata de un problema del… –y a continuación pronuncia una palabra como “cigüeñal”, “codo fluvial” o “monoblock”. Recientemente algunas reformas a la casa de ustedes me pusieron ante la idea de que la ignorancia puede ser embestida con puro arrojo. Todo empezó con unas gavetas en un librero que le quedaron chuecas al carpintero: antes de cerrar, se lijaban contra la pared y, después, se les cayeron las manijas. Hay que decir que eso sucedió en los quince minutos posteriores a que le pagué y nos dimos cordialmente la mano. Llamé al teléfono de la nota que me había entregado y recibí una respuesta de la dueña de la carpintería que demuestra que las intuiciones de Wittgenstein son vigentes: –La carpintería, señor, no es una ciencia exacta. Hoy, las gavetas cierran ayudadas por una cinta masking tape. El siguiente arreglo de la casa de ustedes me pareció simple: retapizar las sillas del comedor, que son cuatro. Se escogió la tela y durante tres semanas de diciembre tuve que comer sentado sobre la lavadora. Cuando la fecha de la entrega de las sillas se había pasado al siguiente año, ejercí mi tenue presión telefónica. El tapicero respondió cada reclamo con un invariable: –Le doy razón en la tarde-noche. Sólo una vez, quizás con la valentía diluida por los alcoholes de la cuesta del Guadalupe-Reyes, el tapicero se sinceró entre hipos: –Sé que le he estado mintiendo, don. Discúlpeme. –Pero, ¿para cuándo, maestro? –me condolí. –Le aviso en la tarde-noche. Sin previo aviso, una mañana llegaron unas sillas. No eran las mías y tenían un tapiz con vistosas placas de coches. Cuando las rechacé, los cargadores reclamaron su propina: –¿A poco no se ven bien en su casa? Están chidas –comenzó uno. –Si fuera yo, sí las recibía, Don. –No hay que ser tan payaso –remató, supongo, el que más necesitaba su propina. Sentado sobre la lavadora contemplo a diario el prodigio de la caída del sol. Pero estaba por ocurrir el trago más difícil. El infortunio, como todos, se presentó con su cara más fácil: una regadera se tapó. Al tratar de desatascarla, una marea negra y viscosa comenzó a emerger y el baño fue clausurado por apestoso. Uno que es como es: en ello encontré metáforas a la situación política del país y la ciudad, a mis relaciones afectivas, a vivir. El plomero de la cuadra, Milton Mata –juro que no lo invento–, que parece dedicarse a destapar tuberías por las mañanas y a cantar en una sonora por las noches, sentenció la frase que le da seguridad a quien no tiene ni una pista de lo que pasa: –Déjeme traigo mi cuchara y antes de la comida le queda listo. A la medianoche el plomero seguía martillando el concreto de los registros del drenaje. Su “cuchara” yacía inmunda y derrotada sobre el pavimento del estacionamiento. Pero nunca quiso reconocer su fracaso. Ante los caños que a mí me parecían de un ducto petrolero –una vez más, pensé en la reforma privatizadora– no se arredró: –Ustedes tienen la culpa por no desazolvar. Hay que llamar a alguien que tenga una máquina –y agregó para no sentirse inferior a otros plomeros: –Dese de santos que no le rompí ninguna tubería porque ahí sí, le tienen que romper la casa. Los plomeros de élite llegaron con un extraño aparato sacado de una película de El Santo: un ovoide rojo con blanco con un alambre retorcido dentro. Una vez encendido, el destapador mecánico hace vibrar la mierda dentro de las tuberías. Ellos –un gordito que presumió sus nuevos zapatos italianos, un canoso muy callado que murmuró sin orgullo haber trabajado para la Comisión Nacional del Agua, y un personaje en mangas de camisa que lo primero que dijo nomás cruzada la puerta de mi baño fue: “Yo antes no creía en el amor, joven. Le voy a contar cómo lo encontré”–, ellos, los plomeros superiores presentaron así su destapador de cañerías: –Ésta es la que echaron en Hiroshima –dijo uno dándole una palmada al metal. –Hoy, mi joven –dijo el que ya creía en el amor– usted se baña en esta regadera o me dejo de llamar Moisés de la Sota y López de la Sierna. Juro que no estoy inventando. En seis horas se desataron todas las posibilidades de la calamidad: se destapó la regadera pero estalló el lavabo, amagaron con “romper la casa”, buscaron con linternas una tubería oculta debajo de la escalera del edificio, apagaron la máquina para organizar un coloquio sobre “codos fluviales”, “albañales artesanales”, y “conductos paralelos”, pero jamás perdieron la confianza de no tener idea: –Entonces –me tomaba del hombro la mano terregosa del plomero–, ya no soy infiel y tenemos veintiún años de estar juntos. La fortuna terminó por imponerse. En algún instante el más callado alzó la voz por única vez: –Miren qué chistoso: ya está corriendo el agua –y sonrió como si el sonido proviniera del Danubio. Felices, empacaron “la de Hiroshima” y se fueron sin saber nada sobre el azar, la fortuna, la suerte que todos habíamos tenido. –Oiga –pregunté antes de cerrar la puerta–. ¿Y no volerá a taparse? –Eso sí, mi joven –dijo el creyente en el amor conyugal–: sepa. Desde entonces, cada vez que entro a la casa de ustedes, cruzo los dedos.

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