La visita del Papa: La luz que apenas fue

martes, 23 de febrero de 2016 · 10:57
CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).- No esperábamos un milagro. No esperábamos que Enrique Peña Nieto reconociera el conflicto de interés por la Casa Blanca o que Angélica Rivera dejara de pavonearse o que Norberto Rivera pidiera perdón por Marcial Maciel o que Onésimo Cepeda abandonara el campo de golf o que los 43 de Ayotzinapa aparecieran. Pero muchos, quizás, esperábamos más de la visita del Papa Francisco. Por su fama de Papa rebelde. Por su profundo desprecio a la pompa y a la ceremonia. Por la valentía y el arrojo que ha demostrado al hablar del medio ambiente y de la homosexualidad. Anticipábamos –o queríamos– más inconformidad, más honestidad, más bríos. Sobre todo en un país tan dolido, con una Iglesia católica tan distante y tan cargada de vicios añejos que ni siquiera reconoce. Y esos deseos no estaban enraizados en el imperativo de que el Papa resolviera todos los problemas del país, o que diera propuestas de política pública. Surgían del entendimiento de que el Papa es el ser humano más popular del planeta, cuya voz resuena en país tras país, cuyas palabras son atendidas, escuchadas, repetidas. Un pontífice distante de los convencionalismos, sencillo, humano, capaz de decir sobre los homosexuales: “¿Y quién soy yo para juzgar? Alguien que como lo escribe Alma Guillermoprieto en su artículo El Papa rebelde, publicado en la revista Nexos, “nos parece entrañable y sensible, cariñoso, amable, cálido, instantáneamente claro”. Ese es el Papa que muchos en México queríamos ver. El que le gusta lavar los pies de hombres y mujeres pobres. El que desea llevar a la Iglesia a sus años fundacionales de pobreza y evangelización. Y vimos atisbos de ese pontífice “raro” cuando regañó a los obispos privilegiados y prepotentes; cuando sacó a la figura de Samuel Ruiz del ostracismo eclesiástico en el cual se encontraba; cuando dio palabras de consuelo a los reos, a los encarcelados, a los que tienen todos los motivos para haber perdido la esperanza. Allí vimos al Papa cercano, presente, con el corazón abierto, haciendo lo que le gusta, cargado de energía. Pero también vimos a otro Francisco. El que convive demasiado con las élites a las cuales la Iglesia debería cuestionar, todos los días. El que carga consigo la acusación de haber expuesto –en los años de la Guerra Sucia– a dos jesuitas argentinos a la tortura y al exilio. El que se tomó fotos con la familia de Eruviel Ávila y convivió sonriente con mil 500 privilegiados en Palacio Nacional, muchos de ellos íconos de la impunidad en el país. El que criticó a los faraones y sus carrozas pero no los confrontó como pudo haberlo hecho, con la elegancia que lo caracteriza. Sus frases para los que ostentan y mal usan el poder en México sonaban vagas, generales, poco filosas en un contexto en el que la verdad urge. En una era en donde el silencio es casi suicida, como escribió James Baldwin, autor de Hombre invisible. Ese pesado silencio que se erigió en torno a Francisco en temas como la pederastia y Marcial Maciel y la complicidad del alto clero y la falta de reconocimiento y reparación y justicia a las víctimas. Ese pesado silencio, como lápida, que acompañó al Papa dondequiera que fue. El silencio de los 43 normalistas de Ayotzinapa y los cinco estudiantes levantados en Veracruz y los 11 ejecutados por la policía en Apatzingán y los 27 mil desaparecidos. Las voces de los que ya no tienen voz, recordándonos que uno de los líderes espirituales más importantes del mundo no tenía tiempo o voluntad o espacio político suficiente para hablar de los feminicidios y las mujeres violadas y las mujeres asesinadas. Todos esos temas de los cuales –sin duda– es difícil hablar pero ante los cuales es imposible quedarse callado. Y de allí la tristeza ante el hecho de que ese hombre amable, caritativo, bueno, haya optado por callar. Callar cuando el silencio se vuelve sinónimo de la cobardía porque la ocasión exige decir la verdad y actuar en consecuencia, como demandaba Gandhi. Callar cuando hacerlo convierte a quien cierra los labios en cómplice de los mentirosos y los abusadores. Callar como lo hizo todo el establishment en Boston –la Iglesia, los empresarios, los medios, las víctimas– hasta que un grupo de periodistas valientes rompieron la conspiración del silencio y destaparon la cloaca de la pederastia clerical en 1994. Una historia verídica, plasmada en la película Spotlight (En primera plana), que termina con la larga y terrible lista de todos los países en los cuales el clero católico abusó sexualmente de miles de niños bajo su cuidado. Por ello no sorprenden las deserciones en manada de tantos fieles que abandonan la Iglesia por su hipocresía, por su misoginia, por su arrogancia, por su cerrazón, por su distancia. De poco sirve, ante la enormidad de los crímenes de pederastia cometidos, nombrar nuevamente una nueva comisión como lo ha hecho Francisco. De poco sirve que la Iglesia clasifique el abuso sexual de menores como un pecado y no como un crimen que debe ser denunciado y castigado por las autoridades. Pocas cosas tan deprimentes como leer el artículo publicado recientemente en The Guardian sobre cómo el Vaticano acaba de dar lineamientos a los obispos, indicando que no tienen que informar a las autoridades en casos de pederastia cometida por sacerdotes; que recae en las víctimas hacerlo. Precisamente porque ante esta actitud recalcitrante de la Iglesia, el Papa parecía una bocanada de aire fresco, se esperaba más de él. Más temas encarados, más reuniones con quienes verdaderamente necesitaban su consuelo, como los padres de 43 jóvenes que van de sitio en sitio, cargando las fotografías de sus hijos ausentes. Esperando. Sollozando. Rogando. Y para ellos debería estar la Iglesia y quien la encabeza. No para las selfies con Anahí ni para los abrazos con Angélica Rivera. Allí en los evangelios y en la Biblia y en el sentido común debió estar la agenda de alguien dispuesto a lavarle los pies a la madre de alguna chica desaparecida en Ciudad Juárez, o dispuesto a abrazar a un padre que no para de llorar por su hijo desollado en Iguala. El Papa dijo que la resignación es una de las armas preferidas del diablo, pero él mismo pareció resignarse a una visita parcial, limitada, editada, controlada. Cuando lo que le tocaba –si uno todavía cree que la Iglesia tiene razón de ser– era reconfortar a los más heridos, reunirse con los más abatidos, y hablar de lo que nadie quiere hablar. Porque hay tiempos en los que los hombres son impotentes ante la injusticia y el Papa no puede impedirla en México. Pero lo que no podía dejar de hacer era protestar contra ella y lo hizo sólo selectivamente. Y sí, como sentenció Francisco al despedirse, “la noche es enorme y muy oscura, pero en México hay muchas luces de esperanza”. Qué lástima que su luz no fue una gran estrella, sino apenas una pequeña luciérnaga.

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