El frasco del ingeniero K.

domingo, 29 de mayo de 2016 · 08:49
CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).- “El fatalismo y el pesimismo son los aliados naturales de la derecha porque no hay gran cosa que hacer ante ellos, salvo consentir a la necesidad tal y como se manifiesta”. Me acordé de esta frase de Michel Onfray cuando atestigüé una asombrosa coincidencia: mientras el presidente nos regañaba por el “mal humor social” con el que –ingratos– recibimos sus valiosos actos de gobierno, Enrique Krauze publicaba en su revista El desaliento de México, un texto donde nos convoca a valorar “el otro México” –distinto del del crimen y la corrupción–, un lugar en el que existen habitantes del superávit (aparentemente viven en el Bajío), el turismo campea por doquier y existe “plena libertad de expresión y de crítica en los medios”. Al final del texto –“no sólo ha habido malas noticias”, cito– hace un humilde exhorto “a los jóvenes” –a quienes acusa de desmemoria de lo que no vivieron. La excitativa la hemos escuchado en todo gobierno desde Díaz Ordaz (lo sé y no viví ese sexenio): con todo lo que hemos logrado, no lo vayan a joder por “el riesgo del caudillo mesiánico” (“juventudes fascistas”, las llamó Echeverría). La idea la vengo oyendo desde tiempos de Salinas de Gortari. En ella se mezclan tres argucias: los defensores del statu quo no somos neoliberales, sino cualquier otra cosa (Salinas se las ingenió para llamarlo “liberalismo social”); los cambios existen pero nuestra impaciencia no nos permite valorarlos (“gradualismo”, lo llamó el mismo Salinas); y ustedes son unos “ingenuos” porque los problemas vienen desde el cretácico y no se resuelven en una generación. Por el contrario, los jóvenes deben entender que el Estado es un peligro porque, como escribe el ingeniero K., “bendecido por un pasado de violencia sagrada, nació el concepto de justicia social como la capacidad de distribuir riqueza a cambio de apoyo político” y se “vació a la justicia de su sentido original, específicamente en el ramo criminal”. Que la justicia sólo deba existir en las cortes –donde gana el que tiene el dinero o la palanca– y no en la redistribución de la riqueza –siempre corrupta–, es lo que separa a un liberal de un neoliberal. Los liberales del siglo XIX nunca buscaron, como sí hacen los neoliberales, la subordinación de los Estados a las corporaciones y jamás creyeron que la relación esencial entre las personas fuera la simple competencia, sin importar que los que compiten son los que no heredaron fortunas, ni tienen pactos vergonzosos con el poder por los contratos, las exenciones fiscales, la posibilidad de unas vacaciones superavitarias en Panamá ni que –pobres– además son los únicos que se desaniman: no tienen escuelas porque son tan poco exitosos que no pueden pagar el ITAM ni tienen trabajos porque son tan poco exitosos para “venderse” en entrevistas de trabajo y, además, se enferman y no tienen para seguros privados. Perdedores que no saben competir y esperan “justicia social”, ese engendro del populismo nixtamalero, ese barril sin fondo destinado a quienes Ronald Reagan designó como “gorrones” de la sociedad pujante. Los neos encubren su defensa del estado actual de cosas diciendo que el éxito es cuantificable y que se mide en dinero, rating, ventas, encuestas, el PIB, la Bolsa, el precio. Medir no es conocer, pero en el país de las cifras, las cifras deben ser las únicas que están motivadas y entusiastas. Los neos tampoco son demócratas. Sin reconocer que hubo fraudes electorales en 1988 o en 2006 o en decenas de elecciones locales, difícilmente puede hablarse de “régimen democrático con separación de poderes”. El ingeniero K., se las ingenia para una falsa paradoja: que los jóvenes digan que México no es una democracia comprueba que la democracia existe. De igual manera: que no se diga que existe una dictadura comprueba lo férrea que es. Más allá de las argucias, no me parece muy democrático descalificar a quien ha participado pacíficamente en procesos electorales –no sólo los candidatos, sino los millones que votan por ellos– como “mesiánicos”. La intervención súbita de Dios en favor del pueblo elegido poco tiene que ver con ir, con la decepción de los fraudes y la compra de votos a cuestas, a la casilla y cruzar las boletas. Votar es lo menos cercano a la alabanza del Vellocino de Oro, acto que sí se practica frente al dinero en la cultura neoliberal. Pero nada de esto realmente me sorprende del “ya sé que ustedes no aplauden” del presidente y el llamado del ingeniero K. Es como un frasquito de agua bendita que sacan para salpicarnos cuando ven que la resignación al estado de rapiña se cuartea. “Amargados”, “pesimistas”, “malhumorados”, “desanimados”, son términos que usa el poder cuando sus subordinados no ven lo peor que podrían estar. Es parte de la cultura priista: la estabilidad antes que el cambio, aunque la estabilidad sea la desigualdad. Y es ése el otro truco del neoliberalismo en el poder: la violencia es sólo de los narcos, de los criminales, no de la cultura de la competencia que la promueve. La desigualdad diluye los lazos de una comunidad. El neoliberalismo hace a los “perdedores” –los que no estamos en #PanamaPapers– impotentes, desamparados, culpables de su propia desigualdad, de su insuficiencia en un aparente mundo de éxito. En el sicariato de los jóvenes no existe, como dice el ingeniero K., “un avance de la descomposición moral”, sino el cumplimiento preciso de la cultura del dinero. No necesitamos más y mejor policía –el único Estado que los neos reconocen–, sino menos desigualdad. Y, la verdad, entre nos: yo no me siento “desalentado”. Estarlo sería dejar las cosas tal y como están.

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