Si yo fuera constituyente

domingo, 5 de junio de 2016 · 10:02

CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).- En México, casi siempre las leyes son aspiracionales; dicen lo que quisiéramos ser. Pero a veces funcionan cuando hay gente que las respalda. A las asambleas constituyentes de 1824, 1857 y 1917 los participantes entraron a caballo. En ellas se cuestionó hasta la bandera nacional, a la que el zapatista Antonio Soto y Gama llamó en la Convención de Aguascalientes “trapo manchado de tinta de la reacción clerical de Iturbide”. Y los congresistas sacaron las pistolas y lo encañonaron hasta que se desistió. De esas historias épicas están hechos los constituyentes: por la gente que las respalda y sus aspiraciones en juego. Supongo que con la nueva constitución de la Ciudad de México sucederá algo similar. Hasta el momento es un atolladero en el que el Partido –no importan ya los nombres– designó de entrada a 40 de los 98 congresistas –Morena se negó a su reparto de dos en las cámaras, por lo que no sumarán los 100–. Luego, discutirá con base en una propuesta del actual jefe de gobierno de la Ciudad de México, en cuya redacción hay desde académicos universitarios hasta cronistas deportivos. Del patriótico 15 de septiembre hasta enero del año entrante se debatirán las aspiraciones de una de las ciudades más grandes del mundo. Lo importante será no lo que digan los partidos, el presidente, el jefe de gobierno o los diputados y senadores designados, sino la gente a caballo. No debe ser un acto en el que se encierran 98 personas y la población se entera de sus debates por los noticiarios de la noche. Al contrario, creo que el espíritu debe ser el de Soto y Gama: cuestionar los símbolos, la forma en que somos una sociedad –una forma de distribuir dinero y placeres– y una cultura: las formas peculiares de sentirnos unidos y separados de los demás.

En estos meses de campaña le he preguntado a gente que respeto qué piensa del constituyente. Éstas son algunas de sus respuestas:

Mi terapeuta: “¿La votación es por internet?”.

Mi marchanta de la pollería: “¿Otra vez elecciones?”.

Mi vecino, El Pescado: “Yo ya no me hago ilusiones. Todos son lo mismo”.

La seño de la tiendita: “Yo no sé. ¿Aumentarán las tarifas otra vez?”.

Don Fidel (que siempre toma el sol o la sombra en la pared de mi edificio): “Sí, he escuchado algo de eso pero hay mucha política”.

Esas respuestas no se deben a que mis conocidos estén mal informados, sino a que los partidos decidieron hacer campañas que hablan de la constitución como una “torta de tamal” (Movimiento Ciudadano), que anuncian algo llamado “Poder Chilango” (el PRD, recurriendo al infomercial), “Apoyo a madres solteras” (el Verde, al que nadie acusa de “populismo”), “Eeeeeh, ¡vota!” (Quadri reivindicando el “¡Puto!” de los estadios de futbol), “Juntos hacemos más” (el PRI, acaso apelando a la máxima del Negro Durazo: “une más el delito que la amistad”), “Una nueva oportunidad” (el PAN esperando que a alguien se le haya olvidado Felipe Calderón), y “Ya no te dejes” (Morena en homenaje a Jorge Garralda). Lo cierto es que las campañas –incluyendo a los supuestos “independientes” que, para todo fin práctico, son sólo unas caritas– no alcanzan a apasionar por algo que tiene un sentido rebelde: una constitución.

Tras hablar con la gente que me encuentro por la calle veo el desastre de la ciudad: en menos de tres cuadras hay siete –sí, siete– nuevas construcciones de departamentos. Donde antes habitaban cuatro personas, ahora habrá 20 o más, con las mismas calles angostas, el mismo servicio de basura que depende del azaroso paso de un carrito de jardinería, los cortes de agua y el transformador que explota cada quincena. Un encuentro entre los burócratas de los partidos y los ciudadanos debería consistir en frenar la privatización de los espacios públicos y detener la avaricia de las inmobiliarias. Ése debería ser el nuevo “trapo de Iturbide”.

Pero no todos mis vecinos desdeñan al constituyente. De ellos he escuchado cuatro propuestas que me parece que, de alguna forma leguleya, deberían de asentarse, aunque sean como aspiraciones colectivas. Se añadirían al carácter ya de por sí libertario de la ciudad: aborto legal, matrimonios del mismo sexo, apoyos para adultos mayores, estudiantes, desempleados. Todo lo que se adjudica en la cajita maldita del “populismo”. Una es el acceso libre y gratuito a internet en toda la ciudad pensando que la red es desde hace tiempo una nueva forma de estar alfabetizado. La otra que le escuché a mi vecino Jorge Hernández Tinajero es la legalización del cultivo de la mariguana mediante clubes de consumidores –invitados por otro miembro y sin poder estar en dos al mismo tiempo– para cerrarle la puerta al narco, a la Phillip Morris y a Vicente Fox. Una tercera me la contó una amiga chilena por su implementación allá: considerar el acoso callejero verbal y físico como violencia contra las mujeres y que pueda ser penalizado. Y el cuarto sería el bien morir. Que la muerte sea algo que pueda decidir un paciente terminal mediante una responsiva consciente. Y debe haber muchas más aspiraciones. Y habrá que defenderlas a caballo, afuera del recinto donde se debatan. Sólo así serán letras vivas.

Pero, como no soy abogado, sintetizaría así la constitución para mi ciudad: el derecho a ser feliz.   

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