Clericalismo y diversidad

lunes, 27 de junio de 2016 · 01:26
CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).- El entramado cultural de México está entretejido con elementos de la religión mayoritaria, la católica, y por eso ciertos sectores de la sociedad comparten el rechazo a las personas con orientación sexual diferente (lesbianas y gays) y también a personas con identidades de género atípicas (transexuales y transgéneros). La Iglesia desconoce lo que el conocimiento ha ido revelando de la condición humana, en concreto de la sexualidad y de la formación de la identidad, y se ha opuesto sistemáticamente a todos los descubrimientos científicos relativos al cuerpo humano. Esa oposición ha tenido grandes costos para los seres humanos. Por ejemplo en el siglo XVIII la Iglesia católica desplegó todos sus recursos para oponerse a las vacunas. Todavía en 1885, cuando hubo un brote de viruela en Canadá, desde los púlpitos los sacerdotes prohibieron la vacunación. Lo que ocurrió fue que en los barrios protestantes de Montreal el número de muertes fue muy escaso, mientras que en los barrios católicos la mortandad fue brutal. También en el siglo XIX la Iglesia católica se opuso a la anestesia en los partos, porque las mujeres debían “parir con dolor”, como decía la Biblia. Desde el siglo XX ha prohibido los anticonceptivos, el aborto y las técnicas de reproducción asistida, y en este nuevo siglo la Iglesia mantiene su oposición a todos los adelantos sexuales y reproductivos, junto con su rechazo al suicidio asistido y la eutanasia. Por suerte, esto no les ha impedido a muchísimos creyentes tomar decisiones sobre sus vidas y sus cuerpos. Pese a la oposición del Vaticano, la feligresía católica practica relaciones homo y heterosexuales por amor y por placer, sin un objetivo procreativo; las mujeres usan anticonceptivos y abortan; los varones usan condones; las parejas de todo tipo (hetero y homosexuales) acuden a la procreación asistida; muchas personas se suicidan y cada vez más enfermos terminales solicitan la eutanasia. En un Estado laico, como el nuestro, donde conviven distintas creencias religiosas, es necesario desarrollar una perspectiva basada en el conocimiento científico sobre la condición humana, en especial sobre su sexualidad. Está muy generalizada la ignorancia sobre cómo se forma la orientación sexual o cómo las personas llegan a sentirse mujer o sentirse hombre. En términos generales se piensa que ser heterosexual es “natural” y se desconocen los mecanismos psíquicos y los culturales que estructuran tanto la identidad de género como la orientación sexual. Es necesario asumir una perspectiva racionalista, basada en el conocimiento, para definir los límites legales. Esto resulta complicado, sobre todo cuando la Iglesia mete su baza en política. El Vaticano tiene derecho a dictarle a sus creyentes lo que considera pecado, pero las leyes son acuerdos terrenales entre los ciudadanos para establecer qué es lícito y qué se considera un delito. En ese sentido la laicidad es imprescindible para evitar que las creencias religiosas, que no se caracterizan por tener fundamento científico, interfieran con la voluntad política de mejorar la convivencia entre ciudadanos con distintas creencias. Otorgar los mismos derechos a las personas homosexuales y transexuales es reconocer que todos somos seres humanos y por lo tanto deberíamos tener los mismos derechos humanos. Es indispensable difundir una explicación científica que vaya esclareciendo cómo la norma social binaria se impone tanto a la diversidad de la biología como a la diversidad del psiquismo. Todavía la mayoría de la población comparte el esquema de que un macho biológico con cromosomas XY se convierte “naturalmente” en un hombre heterosexual, y una hembra biológica con cromosomas XX se convierte “naturalmente” en una mujer heterosexual. En realidad existen más variaciones que producen distintas identidades con sus deseos y prácticas. Defender el modelo binario, sin comprender que hay muchas maneras de ser mujer y de ser hombre, muchas formas de amar y de tener relaciones sexuales, distintas maneras de formar familia y vivir en grupo, produce actitudes discriminatorias e incluso vejatorias. La postura de obispos y curas respecto a la sexualidad humana se basa en dogmas que no tienen base científica, pero que intentan imponer como “la verdad”. Habría que introducir el conocimiento sobre la estructuración psíquica del deseo en el debate sobre la diversidad sexual. Y, encima de todo, defender una laicidad que acepta múltiples identidades de género, entre ellas, las transexuales y las transgénero, múltiples formas de tener relaciones sexuales y formar una familia, incluyendo a parejas del mismo sexo. En México el conocimiento ya ha permitido ampliar el marco legal, al menos en la Ciudad de México, sobre la homosexualidad y la transexualidad. Sin embargo, el reciente intervencionismo en política de la Iglesia vuelve a mostrar a la importancia de la laicidad que, en palabras de Pedro Salazar, “constituye un proyecto intelectual que incorpora y promueve un determinado acervo de principios que dan carta de identidad a la diversidad y a la pluralidad. Desde esta perspectiva, el pensamiento laico constituye una ‘visión del mundo’ en la que, en una aparente paradoja, hay espacio para múltiples ‘visiones del mundo’”.

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