Lorca, el pasajero No. 5

miércoles, 24 de agosto de 2016 · 12:30
LA HABANA (Proceso).- Cierta tarde de abril en que paseaba por la Habana Vieja me detuve, más por costumbre que por algún interés en particular, ante uno de los tantos caballetes donde los vendedores de libros antiguos exhiben sus reliquias. Fue el cinco de abril de 2006 un día después de mi cumpleaños y a pocas horas de viajar a Granada. Era mi segunda vez en la Granada de Federico, y recién acababa de releer el libro de Claude Couffon que ocupa un espacio privilegiado en el librero donde guardo los textos más queridos. Ese volumen sobre la vida de Lorca llegó a mí a través de otro vendedor de libros de uso que visitaba la Universidad cada tarde de viernes. Era una fiesta ver llegar al viejo librero, un hombrecito sin edad, de ojos estrujados y lentes a punto de caer de la nariz, quien derramaba sobre el banco de la entrada de la residencia de estudiantes sus tesoros. “Le traigo algo especial” me dijo, y puso ante mí el libro de Couffon. No podía imaginar que, años después, podría visitar la casa de García Lorca, junto a mi amiga Pepa, palpar con la mirada las cosas que le rodearon, adivinar en cada una de ellas el rastro de la mirada de Federico, la presencia mágica del niño y del poeta. Mucho menos que, algún día, conocería a Claude Couffon, en uno de sus viajes a La Habana. Continué mi recorrido por la Plaza de Armas revisando títulos, cuando un impulso me hizo dar vuelta y regresar al primer caballete donde nada me había llamado la atención. Entonces lo vi; un libro de poesía de Góngora, pequeño y bien conservado. Acepté sin miramientos el precio algo excesivo y abandoné la Plaza para encontrarme con Waldo Leyva en casa de César López. Toqué el timbre, y más para justificar lo inexplicable que para sorprender, dije, sin apenas saludar: “miren lo que encontré en los libros viejos” al tiempo que sacaba de la cartera el pequeño volumen. Comencé a despegar sus páginas con delicadeza y del interior del libro cayó al suelo un papel. Un rectángulo de color verde antiguo. Lo recogí intrigada y, al reparar en él, no podía dar crédito a mis ojos. Era el boleto del vapor Manuel Arnús, el barco que Federico García Lorca abordara en La Habana, rumbo a España. “No puedo creer lo que mis ojos ven” dije, extendiendo mi mano a Waldo. “Es el boleto de Lorca, cómo es posible que aparezca aquí”, dijo él y se lo pasó a César buscando una posible explicación, tras mirar con detenimiento dijo: “Es posible que Flor se haya quedado con el boleto”. Y Waldo completó: “Pero Lorca tuvo que presentarlo cuando subió al Arnús”, y yo lo respaldé con un ademán de cabeza. César sonrió, persuasivo, se acomodó en el sillón y confesó: “Es que Federico no quería irse de Cuba. Se dice que sus últimas horas las pasó con Antonio Quevedo y su esposa María Muñoz, que Flor tuvo que rescatarlo para que hiciera las maletas antes de llevarlo al muelle, aunque Flor siempre afirmó que fue ella quien almorzó con Federico y otros amigos en el hotel Detroit, que la sobremesa se extendió demasiado por lo que tuvo que llevarlo a toda prisa para que no perdiera el vapor. “Conociendo a Flor Loynaz, no dudo de que subiera con él al barco; ella misma pudo chequear el boleto y quedarse con él en un descuido, tratando de que Federico llegara al camarote y se acomodara. Ese libro pudo ser de Flor, tal vez lo llevaba consigo y colocó el boleto dentro; o fue de Federico y en el último momento se lo regaló o lo dejó para su hermano Carlos Manuel, con quien hizo mucha amistad. Quién sabe, la vida está llena de misterios.” Pero hay otra explicación para la presencia del boleto: En Cuba, Federico frecuentó otros círculos artísticos; coincidió con el crítico de música Adolfo Salazar, quien lo acompañó en su viaje de regreso: “Federico y yo llevamos en el Manuel Arnús los primeros sones que en Granada y en Madrid golpearon sus claves y rechinaron sus güiros…” Es posible que haya sido Salazar quien trajera de vuelta a La Habana el pase a bordo de Lorca, olvidado en el libro de Góngora por Federico quien, tal vez, lo usó como separador en su lectura durante el viaje de regreso a su Granada querida; quizás le obsequió el libro a Adolfo Salazar o era propiedad de éste y Lorca lo tomó para leerle al amigo algunos versos del poeta y allí quedó el boleto todos esos años para que, un cinco de abril de 2006, yo lo encontrara. Coincido con el poeta César López. La vida está llena de señales; solo que nosotros, a veces, somos incapaces de percibirlas. Yo pude haber seleccionado un libro que no tenía, y escogí a Góngora cuya poesía admiro y estudió al detalle Federico. Tres años antes de su viaje a La Habana había participado en el homenaje por el tricentenario del poeta, con su conferencia La imagen poética de don Luis de Góngora. Son cinco las conferencias que impartió en La Habana, e invitado por la Institución Hispanocubana de Cultura que dirigía don Fernando Ortiz, a quien conoció en Nueva York, donde Lorca se encontró desde 1929. La disertación sobre Góngora tuvo lugar el 19 de marzo a las cinco de la tarde, en el Teatro Principal de la Comedia, y eran las cinco en todos los relojes cuando el poeta lloró la muerte de Ignacio Sánchez Mejías. Proyectó un viaje a Santiago de Cuba para el cinco de abril que postergó para junio. Visitó dos veces la ciudad de Cienfuegos, la última, el cinco de junio, día en que cumplió 32 años. Decide regresar a Granada y entonces es el pasajero número cinco en el vapor correo Manuel Arnús de la Compañía Trasatlántica. Puede ser casual que yo fuera un cinco de abril y comprara un libro de Góngora que probablemente acompañó a Lorca en su travesía hasta Cádiz donde el Arnús hizo escala para dejar al poeta, pero el cinco de abril de 1930 Federico escribe a sus padres: “Esta isla es un paraíso…si yo me pierdo, que me busquen en Andalucía o en Cuba.” Pudo haber sido el azar, pero yo prefiero pensar que Federico es la piedra en el agua y es la voz en la brisa. ————————— * Poeta, novelista, y periodista cubana. Autora del poemario Paisaje doméstico de la Colección La hoja murmurante, ed. La tinta del alcatraz, de Toluca, México. Su novela Gloria Isla resultó finalista del Premio Café Gijón (1998), en España, y fue publicada por la Editorial Letras cubanas (2001) y por la Universidad Autónoma Benito Juárez, de Oaxaca, México (2004).

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