La fe que trasciende

lunes, 5 de diciembre de 2016 · 12:36
Al conmemorarse este 3 de diciembre dos años del fallecimiento de Vicente Leñero, fundador de este semanario y su subdirector durante dos décadas, Proceso pone en circulación un testimonio singular: el volumen “Los católicos”. Vicente Leñero en torno a la fe. Se trata de una reunión de textos solicitados ex profeso por la doctora Estela Franco a un grupo de amigos mutuos con quienes se reunieron a lo largo de más de 15 años para hablar sobre Dios. Son los reportes personales de cada uno de “Los católicos”: Ignacio Solares y Myrna Ortega, Mariana Leñero Franco y Ricardo Solar, Francisco Prieto y Alicia Molina, Eduardo Garza Cuéllar y Analú del Valle Prieto Rebollar, además de escritos de Javier Sicilia, Alejandro Anreus, José Ramón Enríquez y Luis de Tavira, con introducción de Miguel Mier Maza. Todo ello precedido de una detallada crónica de Estela Franco como entrevista –“Mi vida con Vicente”–. En el prólogo de Armando Ponce, editor de la sección de Cultura de Proceso, se explica que el libro “intenta preservar la memoria de un aspecto de Leñero, el íntimo, sobre su religiosidad”. Aquí se adelanta el texto de Mariana. CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).- Hablar de mi padre sigue siendo, para mí, acercarme a su ausencia. Sin embargo, mi mamá me dio la oportunidad de poner en palabras algunos recuerdos sobre él que forman parte de lo que soy y de lo que sigo siendo después de su partida. Colaboro con este texto en donde se honra y se comparte la vida de mi padre desde los ojos de aquellos que lo vieron en y atrás de las letras; cerca de la espiritualidad, de la hermandad y de la amistad. Durante varios años Ricardo Solar, mi esposo, y yo formamos parte del grupo “Los católicos”, que se juntaba una vez al mes, si los tiempos congeniaban, con el principal objetivo de hablar sobre Dios. Pese a las diferencias de opinión, de edad, intereses y profesión, Ricardo –agnóstico– y yo, en esos tiempos creyente, fuimos recibidos siempre con gran cariño y naturalidad. Y aun cuando las acaloradas conversaciones se desviaban a hablar de literatura, política o de los eventos culturales más actuales, tengo muy presente cómo mi mamá hacía notar la importancia de regresar al tema que nos había reunido desde la primera vez: Dios, la fe, la Iglesia, la espiritualidad… No quiero que los recuerdos nebulosos del pasar de los años provoquen que olvide o cambie alguna percepción de lo que sucedía en esas reuniones, pero sí me trae una sonrisa a la boca recordar cómo invariablemente, al finalizar las reuniones, Nacho Solares bromeaba con mi papá sobre Ricardo y decía: “Esta vez tampoco lo logramos convertir, Vicente, y creo más bien que va a tener más razones para no creer”. Porque en esas reuniones se valía de todo: opinar sobre la propia fe o la ausencia de la misma; sobre las barbaridades que hace la Iglesia y las bondades de seguir siendo parte de ella en una diferente dimensión. Ahora que mi fe se ha apagado un poquito, recuerdo con cariño esas reuniones. Alienta ver la religión de esa forma. Sé que a cada uno de nosotros: Myrna Ortega, Nacho Solares, Alicia Medina, Paco Prieto, Javier Sicilia, y a los que posteriormente se unieron al grupo: Eduardo Garza y Analú del Valle, la partida de mi padre nos ha dejado un gran vacío, que se sigue llenado con el corazón abierto que nos han dejado los recuerdos. No quiero resultar aburrida, porque lo que tengo en mi corazón son recuerdos personales; pero en especial son, la mayoría, buenos recuerdos. Los malos, esos de los que algunas veces me quejé, se han vuelto insulsos cuando los comparo con la falta que me hace tener un poquito de él. Lo único que quisiera en la vida es escucharlo de nuevo. La muerte es canija. Es terriblemente despiadada, pero también me ha dado un regalo: tener en mi corazón memorias que si bien duelen, son huellas de amor, del amor que le tengo y del amor que nos dejó. Por eso escribiré una parte de mi experiencia a su lado. Por ejemplo, podría contar pequeñas cosas: le gustaba despertarse temprano, antes que todos, a tomar su café. A veces con un libro, con el periódico recién llegado o simplemente respirando a bocanadas su delicioso cigarro de la mañana. Recuerdo verlo escribir en sus libretas, con sus lentes siempre sucios y rodeado de diferentes encendedores tomados sin permiso en sus tardes de talleres o noches de dominó. También podría contar que en estos últimos años mis padres vivieron una vejez en paz. Sus viajes a Cuernavaca, leyendo libros, yendo a misa, comiendo a sus horas y mirando series de televisión que veían poniéndole pausa a cada escena para entender, sin distracción, lo que acababa de suceder. En mi memoria está presente cómo se preparaban, leyendo y platicando largas horas, para recibir con dignidad y confianza la vejez y la posibilidad de morir. Ahora compruebo que uno nunca está preparado. Sin embargo, fueron privilegiados, porque su fe les permitía hacerlo con envidiable profundidad y confianza. A pesar de que nosotras los queríamos tener siempre cerca y nos parecía incómodo e inclusive molesto hablar de la muerte, a ellos les gustaba hacerlo. Ahora creo que lo necesitaban como una parte del proceso de la vida. Mi padre me escribió alguna vez: “Mayita, ustedes son presente, futuro, ilusión, esperanza. Piensa que algún día, cuando todavía estés en la plenitud de tu caminata, tu madre y yo ya no existiremos; según la ley de la vida nos toca morir primero. Entonces ya no estaremos cerca físicamente, pero seguramente estando cerca de ti en lo que te dejamos, en lo que te trasmitimos, en lo que te hemos querido y queremos y te seguiremos queriendo…” A mi padre lo recuerdo con mi madre y a mi madre la recuerdo con mi padre. Claro que los tengo como personas individuales, pero hay un toque de unicidad que es imposible no compartir. Es por eso que la ausencia de mi padre ha dejado un gran vacío en nuestra familia, porque parte de él se llevó a una parte de mi madre. Sé que lo que más le ha de haber dolido a mi papá es haber dejado a mi mamá, su compañera de vida… Y sé que mi mamá sufre y me llena de tristeza verla sufrir, y ahora estamos intentando reconstruirnos, con el dolor que esto conlleva pero con la esperanza de que así sea. Me acompañó en momentos difíciles. Cuando me fui a vivir fuera de México, en mi nostalgia me escribió palabras que me siguen acompañado hasta la fecha: “Te doy un consejo: no midas el tiempo a grandes trechos. Mide el tiempo, el futuro, a plazos breves. No digas por ejemplo, faltan seis meses todavía para regresar, sino que pongas metas más pequeñas por observar: falta un mes para que llegue Navidad, dentro de dos meses terminará esta etapa del curso, este libro, este plan. Fíjate planes e ilusiones a corto plazo y eso te ayudará, creo, a vivir sin expectativas lejanas que sólo te hacen sentir más prolongada la soledad. Por lo pronto, este día disfruta un nuevo dulce, un aprendizaje nuevo, una carta, qué sé yo, hija. No le des puerta abierta a la ‘desolación’, porque la desolación es canija y se mete por cualquier rendija. “Ánimo Mayita. Mucho ánimo. Síguele echando ganas y siempre ten presente que me tienes a la mano, listo para oírte, para hacer lo que más pueda hacer por ti. No es un mérito, es un simple efecto de mi cariño por ti, porque es total, como tú sabes.” Fue un abuelo amoroso y generoso. Además de que regalaba, como si siempre le sobrara, permanecía atento a lo que sus nietas hacían y necesitaban. Puedo decir que no era “niñero” pero estaba siempre presente. Les dedicó algunos de sus textos y nombró a un personaje con el nombre de una de ellas. Les hacía bromas y les contaba historias. Tenía ese toque de hacerlas sentir especiales y únicas. Con cada una tenía un secreto o un ritual. Puedo ver cómo cada una lo extraña a su manera y no importa la edad en la que las dejó, su personalidad, sus palabras y, repito, su generosidad, estará siempre en sus corazones. A pesar de no compartir con él una profesión en el ámbito artístico, pudimos encontrar puntos de comunión que se manifestaron de forma más evidente en mis años de maestría en lingüística aplicada. Compartimos diccionarios, libros de gramática y correcciones extensas de puntos y comas y frases cortas. Hoy extraño que no pueda revisar, con su plumón rojo y letra clara, este texto como siempre lo hacía. Mi papá odiaba viajar. Gracias a la calma y a la amorosa paciencia de mi madre, este proceso se le hacía “soportable”. Ella decía que si a él le tranquilizaba estar cinco horas antes en el aeropuerto, lo hacían tomándose un café. Así me gusta recordar la relación de mis papás: como una danza en donde los hábitos naturales de cada uno eran los pasos a seguir. En ocasiones era difícil saber quién guiaba a quién. Los viajes que mi padre disfrutaba eran a Madrid. Madrid fue una ciudad que lo marcó y que compartió con nosotras. Nos contagió su entusiasmo por ella debido a la huella que le dejó al haber sido la ciudad en donde reafirmó, en su juventud, su verdadera vocación. Tenía gran capacidad para hacer sentir especiales a cada una de sus hijas. Su amor se manifestaba en cualquier país, a cualquier momento y en cualquier lugar y lo confirmó con aquella carta que me escribió: “Yo no siento (no es esa mi experiencia) de que hay hijas más queridas que otras con las que mejor te entiendes. Te entiendes con todas con el lenguaje especial que cada una de ellas provoca. “No hay para mí (nunca lo ha habido) competencia amorosa sino una amorosa presencia con cada una de ustedes, que se da así, con esa pluralidad de misterio que significa el cariño absoluto. “Piensa en lo que te quiero, si puedo fallarte como padre no te fallo nunca (aunque lo intentara) con ese amor filial distinto a todos porque para cada quien es especial. Tiene que ver con la ‘esencia’ de cada hija y tú tienes la propia: irrepetible.” Yo viví y disfruté una parte del Vicente Leñero dramaturgo, novelista, teatrero, guionista, periodista, pero desde donde yo lo viví más que nada fue desde los ojos de hija: una hija que lo admiraba, que discutía con él, que lo necesitaba, a quien le enseñó a jugar dominó, a disfrutar un libro, a preguntar e interesarse por los demás. Una hija que lo vivió como padre de familia, esposo enamorado, abuelo generoso. Que lo vio envejecer, enfermarse y morir. Pero sobre todo fui una hija sumamente afortunada porque recibí mucho de su amor y aprendí y disfruté de su enorme ser que enriqueció mi maternidad: “He recibido con cariño tu carta, con todo el cariño que te tengo, no hoy, sino siempre, no sólo en los buenos momentos sino siempre. No tengo que explicártelo mucho porque tú lo entiendes desde el momento que tienes dos hijas preciosas. El amor a los hijos es algo indefinible, es un amor total en términos de absoluto. No se mide por correspondencia ni por tráfico de expresiones. Se da como un fenómeno intenso, sin medida, y es más fuerte, más intenso y más generoso que el amor de uno mismo…” No hay cosa más valiosa que me haya dicho en sus días más difíciles: “Muchas gracias Mayita por estar conmigo”. No hay cosa más valiosa que nos haya dado la oportunidad de devolverle, de alguna forma con nuestros cuidados, el amor que nos brindó durante toda su vida. Hasta allá llegó su generosidad. Antes de irse tuvo la oportunidad de poder pedir ayuda y dejarse ayudar. En los últimos años vi cómo mi papá comenzó a hacerse viejo. Viejo con dignidad y productividad. Pero también con preocupaciones. Preocupaciones de sus olvidos que, como yo le decía: “Ya quisiera que a mí se me olvidaran esas cosas para recordar las que sabes”. Nos enseñó a contar y a escuchar historias esporádicas. Unas divertidas, otras macabras, otras, simplemente historias. Cómo disfrutábamos cuando le entraba por hablar y contarnos de sus viajes fallidos, sobre la obra completa de Los miserables, del milagrito que le pedía a Chesterton o de la aparición de la Virgen de Fátima. Una de las últimas experiencias más significativas que me sucedieron después de su partida fue cuando, estando muy triste por su ausencia, me encontré una de sus cartas. Eugenia me dijo que esas cosas no son casualidad. “Piensa que esta etapa de tu vida es ante todo eso: una etapa, un tiempo concreto y circunscrito a una época que te impulsa a vivir, que de pronto te hace sufrir, pero que representa, si lo sabes apreciar y vivir así, una experiencia entre las muchas experiencias futuras (también pasadas) que significa la vida. “Tienes un mundo por delante Mayita, y no te pongas a pensar y a sentir que este momento es todo ese mundo. Es una partecita que se irá sumando a muchas otras que vayan a conformar la maravilla de estar y ser un ser vivo en la historia. “A veces el mundo se nos viene encima, pero ese ‘venirse encima’ es tan sólo una experiencia que contrasta las experiencias que has vivido y que vivirás. Muchas de ellas alentadoras, positivas y felices si consigues incorporarlas todas en un paquete. “Las civilizaciones antiguas (que sabían poco de astronomía) se maravillaban de la salida del sol. Cada día. Cada día. Siempre. El sol era para ellos una forma de entender su concepto religioso y lo volvían Dios por la maravilla que es verlo salir siempre, cada mañana, después de la noche y venciendo la noche. “A veces las noches parecen largas, sobre todo cuando las vives con el dolor del insomnio. Pero a toda noche, por más larga que nos parezca, sigue siempre el día, con una nueva y maravillosa salida del sol, que los habitantes de las generaciones antiguas veneraban por lo que significaba para ellos como vida, como salud, como facilidad. Lo hemos olvidado ahora que el Discovery Channel descubre mitos, pero los mitos y los símbolos permanencen. Piensa en eso Mayita preciosa, que el sol sale siempre, todos los días, y no por un acto de nuestra voluntad, pero así naturalmente sin que te esfuerces y sin que lo fabriques con esfuerzo. “Piensa entonces que estás y estarás siempre (naturalmente: como la salida del sol) en el corazón de tus padres por el siemple hecho de que existes y eres querible. No lo dudes nunca, ni en los momentos agrios.” Escribo todo esto con la sensación de reconocer que para mí, mi padre era invencible. Cuando lo vi enfermo, no sólo se rompió el sueño de que siempre estaría presente, como no se cansaba de hacérmelo saber en sus cartas y llamadas, sino que también tocó mi propia vulnerabilidad frente a la vida y al sufrimiento. Pero en la tristeza recuerdo que nos dijo: “Yo estoy en paz, escribí lo que tenía que escribir, hablé lo que tenía que hablar, leí lo que tenía que leer. Ahora hago lo que quiero, aunque más me gustaría hacerlo sin estar enfermo”. Irse de la vida sintiendo que los ciclos están cerrados no creo que sea tarea fácil. Él nos lo dijo bien y nos lo dijo bien claro: “Yo voy a estar a toda madre, sólo voy a extrañar verlas, pero yo voy a estar bien. Yo creo en la vida eterna”.

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