Calibán

domingo, 5 de marzo de 2017 · 10:33
CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).- Quien hizo de La Tempestad de Shakespeare un modelo de las diferencias entre Estados Unidos y Latinoamérica, José Enrique Rodó, murió en un hotel de Palermo, Sicilia, a los 45 años. Estaba solo y sus restos fueron llevados a su natal Montevideo tres años más tarde, hasta 1920. Veinte años antes había publicado Ariel, un manifiesto en el que, tomando a los personajes de Shakespeare –Ariel, el dios del aire; Próspero, el europeo ilustrado; Calibán, el salvaje ligado a los instintos–, inventó una oposición entre las dos Américas, la anglosajona –materialista y expansiva– y la latina –espiritual y refinada. Sin sospecharlo, Rodó pasó, con el tiempo, a ser parte de nuestro imaginario, no sólo en Vasconcelos y su fascistoide Raza cósmica, pero también ahora que Donald Trump ha puesto en la mesa la posibilidad de que lo “latino” sea deportado del Norte y regrese al Sur. La línea de Rodó se puede sintetizar, en la perspectiva actual, en una ficción de origen que compartía con Rubén Darío: mientras la América sajona era producto de unos colonos que huían de las exclusiones en Gran Bretaña, los latinoamericanos eran parte de un Estado católico constituido con anterioridad y que tenía como objetivo incorporar a los nativos americanos. Esa ficción haría de las dos partes del continente opuestas: los empiristas, individualistas, auto-trascendentes del Norte, y los colectivistas, jerárquicos, formalistas del Sur. Unos, en defensa de la autonomía personal. Otros, de la arquitectura colectiva. Unos, inventores de las mercancías generalizables –el automóvil y el avión en los tiempos inmediatos a la muerte de Rodó. Otros, del barroco y el muralismo. Unos, integrando según la regla del “cada quien”. Otros, con la del “nadie falta”. En los términos de aquel entonces, unos eran materialistas y egoístas. Otros, espirituales y compartidos. Para unos, la libertad individual. Para los otros, la voluntad general. Esta ficción del origen como destino impactó con fuerza a tres mexicanos que se encontraron con el manifiesto de Rodó en sus viajes por el Cono Sur: Alfonso Reyes, José Vasconcelos, y Carlos Pellicer. La participación política de éste último databa de muy joven, en la organización de los estudiantes por toda América Latina, en especial, en Colombia y Venezuela. Pellicer era un admirador de Simón Bolívar, “instante cósmico de América”, como lo definió, y de una idea de lo que hoy llamaríamos “latino” que tenía que ver con la geografía como estupor espiritual, el triunfo colectivo y no personal – “el genio no es para nosotros el que arrebata para sí la gloria o el poder, sino el que derrocha el saber y la dicha”–, y un destino común. Sobre esto último, Carlos Pellicer padeció el intervencionismo de los Estados Unidos en el golpe de Estado en Venezuela fraguado “por un jugador de gallos con una rodilla en Caracas y la otra en Washington”. Así que, a sus 25 años, el destino común del “nosotros” era la defensa contra un Estados Unidos invasor: La vida feroz mi tristeza recorre. Como en el reinado de Moctecuzoma vendrán hombres blancos y serán del Norte. Volviendo a las distinciones narrativas de La Tempestad, el Calibán materialista y avorazado eran los Estados Unidos, y el creativo, comprometido con el espíritu colectivo –familiar, comunitario– eran los países latinoamericanos. México, en la frontera norte de este estado de ánimo compartido, defendería su autonomía a la de Pellicer. El poeta finalmente era hijo del químico que embalsamó el brazo del general Obregón para horror de los visitantes repugnados del Parque de la Bombilla. En el viaje a Río de Janeiro, al que acompaña a Vasconcelos, el poeta tabasqueño se interesa en la aviación pero jamás logra dominarla (como la Preparatoria, tampoco completará sus estudios en la Escuela Superior de Ingeniería Mecánica). No así el poema sobre lo que sintió al volar: De pronto la ciudad entró en espiral junto con el avión, lo mismo que 300 kilates de diamantes en el embudo de un buen corazón. Al bajar, tenía yo los ojos azules. Hay algo de este imaginario al que recurrimos cuando diferenciamos a las dos Américas, la del inglés y el dinero, frente a la del castellano y la fiesta. La del inventor de la aviación comercial y la del asombro del pasajero. Hace casi 30 años, cuando se propuso la firma de un Tratado de Libre Comercio de América del Norte, hubo una batalla cultural cuya vanguardia ideológica juró que lo “nuestro” era un complejo psicoanalítico que nos impedía hacer negocios, pertenecer al Primer Mundo, y competir. Todavía recuerdo sus corajes cuando el diario español El País se refería a México como “Centroamérica”. Y también cómo los entonces jóvenes impulsores de ese acuerdo de impuestos defendieron la exportación de mano de obra –para ellos no existen las personas–, la maquila –armar automóviles o chips sin jamás diseñarlos–, y la entrada de la comida rápida como signo de modernidad. Dogmáticos, no aceptaron que se discutiera el mercado y ni el éxito personal, y vieron en las resistencias “atraso”: una sociedad que se negaba a ser civilizada –como en la guerra del César en las Galias– por su élite iluminada en el MIT. Hoy, su retórica modernizante está quebrada. No la rompieron los Prósperos sino un Calibán. En el camino, ingresamos a un mercado que no quiere a nuestras personas, que las hermana con los salvajes. Al final de la obra de Shakespeare hay un cambio inexplicable: Próspero, el libresco alquimista que convence a Ariel para crear huracanes que sacien sus pálpitos de venganza, perdona a su hermano Antonio, que le ha usurpado su ducado de Milán. Admite que su hija Miranda se case con Fernando, hijo del rey de Nápoles. Renuncia a los poderes mágicos que le daban sus saberes. Calibán, quien se había rebelado contra la esclavitud, acepta volver a ella, sin mayor explicación. La última frase del propio Shakespeare es una disculpa con el público: “Que su indulgencia me libere”. Es una buena forma de aceptar las críticas por haber desatado la tormenta, al menos la única que no deja víctimas: la del escenario. La tempestad que desataron los que creyeron que el destino común de México era con Estados Unidos, no debiera admitir perdón. Pero, claro, como el propio Calibán dice: “Lo que sale en los periódicos sólo es verdad en el día que aparece”. Y, con esa idea, yo también pido su indulgencia. Esta columna se publicó en la edición 2104 de la revista Proceso del 26 de febrero del 2017.

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