Piedras para la izquierda

domingo, 9 de abril de 2017 · 08:03
CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).- Me dicen que el desmoronamiento del Partido de la Revolución Democrática se debe a “la crisis de identidad de la izquierda”. Supongo que quieren decir que, de alguna rara manera, la caída del Muro de Berlín hace 30 años tiene algo que ver con firmar el Pacto por México. La izquierda –me dicen– se hizo “moderna” en la medida en que abandonó las utopías y se dedicó a administrar la realidad. Sin “marxismo” –me dicen, aunque habría que ver cuándo y de qué tipo– la izquierda se volvió la lánguida justificadora de las reformas que terminaron con la única utopía nacional: el cardenismo. Así, supongo, se dieron cálculos tan retorcidos como aquel que juzgaba conveniente atesorar un porcentaje mínimo de los electores para negociar posiciones en los gobiernos. A la “crisis de identidad” habría que sumarle la culpa de que la izquierda partidista se hizo electorera y le dio la espalda a los movimientos sociales y a los ciudadanos. Hay que responder acaso que eso mismo sucedió en otros momentos: el Partido Comunista cambiando, en 1979, la lucha sindical en sectores estratégicos –petróleos, electricidad, nucleares, teléfonos– por su posibilidad de competir legalmente en elecciones. O, más recientemente, estimar cuántos votos significaría darle cobertura o no a un movimiento o a una demanda de consumidores, vecinos o minorías. Pero, de existir “la crisis de identidad”, creo que tendría que ver con un impulso que ha marcado las actuaciones del perredismo: ganar a toda costa. En 1942, Albert Camus escribe El mito de Sísifo. Por desobedecer a los dioses, a Sísifo se le condena a rodar una piedra trabajosamente montaña arriba y, al lograr alcanzar la cumbre, perseguirla en su camino cuesta abajo. A Camus no le interesan mucho las causas del castigo: en una versión, a Sísifo se le permite regresar de su propia muerte para vengarse de una esposa que no le dio sepultura; en otras, él mismo le ordenó tal cosa a su mujer. En unas, es un vengador. En otras, un tramposo. En lo que coinciden los relatos es que, una vez fugado de la muerte, Sísifo se niega a volver porque lo embelesa la vida. Sentado frente al mar, mira sin hastío, el sol levantarse y caer. Pero los dioses lo buscan y lo aprehenden. Por desobedecer los términos del permiso, es arrojado al infierno de seguir sin descanso la piedra. El momento que le interesa a Camus es justo cuando la piedra vuelve a rodar desde la cúspide cuesta abajo, y Sísifo emprende su caminata del descenso. “Sólo en ese instante –escribe Camus–, Sísifo es superior a su destino. Es su hora de conciencia. La conciencia de que no hay destino que no se supere con el desprecio”. ¿Qué es la dignidad? Es justo la conciencia del descenso. Es emprender una batalla en la que estás derrotado de antemano. Es saberlo y despreciar ese destino. La dignidad es entonces una geometría de tres: lo que deseamos, lo que el mundo nos niega, y la conciencia de ese choque. Hay distintas formas de eliminar cualquiera de los ángulos de ese triángulo, pero jamás de resolverlo. Se puede eliminar, por ejemplo, el deseo y reducirlo a casi nada o –como en los “realistas”– a lo que ya se tiene debajo de la nariz. Se puede, por otra parte, abjurar del mundo y aislarse de sus embates, en una especie de resignación y esperanza religiosa. Pero la conciencia tanto del deseo como de sus límites no debiera implicar una negación, sino un choque: vivir con lo que se sabe que, en su lucidez mayor, es que vamos hacia una derrota definitiva, es decir, moriremos. En plena Guerra Mundial, Camus propone una ética del absurdo: “La rebelión no es más que la seguridad de un destino agobiante, menos la resignación que debiera acompañarlo. La rebelión es justo lo contrario del suicidio. No hay nada más hermoso que el espectáculo de la inteligencia en lucha contra la realidad que lo sobrepasa. La grandeza ha cambiado de campo. Está en la protesta y en el sacrificio sin porvenir. Y eso, no por un gusto por la derrota, sino porque la victoria sería eterna y esa yo no la tendré jamás”. La ética que Camus propone al pensar en Sísifo es el triunfo de la conciencia sobre la piedra. La escalada nueva que le espera es su mundo y su libertad. Sin dioses, sin castigos, Sísifo va bajando su despeñadero viendo en cada grano de mineral lo que antes vio en los amaneceres y atardeceres frente al mar, en esa segunda vida que le robó a los dioses. Sísifo baja la montaña desafiando su destino con la conciencia de la derrota. Agrega Camus al final de su ensayo: “Hay que imaginarse a Sísifo feliz”. Es por ello que –como diría Monsiváis parodiando el “Aullido” de Allen Ginsberg, que “las mejores mentes de su generación” murieron por falta de locura– también la izquierda murió por falta de insensatez. El absurdo que implicaron sus combates en otros momentos fueron acallados por el cálculo, la conveniencia, y el afán de no incomodar. Y por la idea de ganar a toda costa, que es lo contrario de la dignidad: luchar con la conciencia de que derrota y victoria son, si acaso, veleidades del destino. La cultura de la izquierda es, después de todo, la que enarboló la rebelión y el amor loco, y reivindicó para sí lo que el elitismo tachó de mal gusto: lo sentimental y lo épico. Vio en Rayuela de Julio Cortázar o en La Tregua de Mario Benedetti la perfecta indolencia clarividente. Reivindicó lo afectivo y conmovedor de los desafíos pequeños de los hombres y mujeres simples. Más que el cielo de la igualdad en la Tierra, vio en la Revolución lo mismo que veía en el amor loco y en las novelas: la sorpresa inicial y el rumiar de la nada hecha colores. Derrota y victoria no estaban en el cuadro. Pero quizás sea Bertolt Brecht el que pueda explicar mejor lo que le ocurrió de fondo a la izquierda. En algún momento, una rebelión contra la forma de producir se confundió con una pedagogía del “hombre nuevo”. En un “diario de trabajo” escrito en el mismo año que el ensayo de Camus, Brecht describe así lo que entiende por la propuesta más radical de Marx, la del reencuentro del trabajador con su producto: “Es el gesto del pionero, el entusiasmo por un nuevo milenio, el placer de la investigación, el deseo de liberar la productividad de todos”. Pero ve en el socialismo real lo contrario: “La gran expropiación que el capitalismo avanzado hace de sus trabajadores se presenta ahora como ideal comunista”. Añade, sin mayor comentario: “Lo que hay que hacer es una producción basada en la desobediencia”. Sólo puedo imaginarlo: cada quien produciendo lo que le dicte su conciencia, sin obedecer ni al mercado ni al Estado. Un orden basado en las rupturas, las diferencias, los talentos, incluso, en los caprichos. Por el contrario, el socialismo real aceptó las formas de producir industriales y, más tarde, nucleares y digitales del capitalismo y se convirtió en pedagogía disciplinaria: el control del comportamiento de cada individuo como servidor del Estado y de la Revolución. Por ello quizás el gran choque entre el comunismo y las vanguardias artísticas fue en torno a lo que preocupó a Brecht: la producción tanto del arte –el teatro, en su caso– como de los bienes de consumo debía prefigurar el futuro de un creador reconciliado con su creación. Los comunismos reprimieron justo esa pretensión de absurdo al seguir la disciplina de los cuerpos del capitalismo en las fábricas y dentro del Partido. Con los artistas fueron implacables en la censura. Sin tocar la producción, inventaron el “hombre nuevo”. No sólo no liberaron la producción sino que disciplinaron a sus creadores. Cuando me hablan de “crisis de identidad de la izquierda” pienso en Camus y en Brecht. Después de todo, es siempre la izquierda la que tiene que explicarse. La derecha, justificadora del orden habitual, jamás es retada a ofrecer una alternativa o, en caso de que no lo haga, explicar por qué se pliega con recato a lo “ya existe”. Sé que el desplome del Partido de la Revolución Democrática acaso se explique más en que se organizó como una serie de grupos de intereses ligados a clientelas degradadas, electoreros –los principios se deciden tras consultar las encuestas–, rentistas, pero no dejo de pensar en una izquierda absurda. Una que tuviera dignidad e inteligencia para liberar las desobediencias creadoras. Una en que cada amanecer fuera ver a Sísifo persiguiendo, feliz, su propia piedra. Esta columna se publicó en la edición 2109 de la revista Proceso del 2 de abril de 2017.

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