El modelo cultural de la Ciudad de México

lunes, 17 de abril de 2017 · 14:06

Para Sergio González Rodríguez.

In memoriam.

CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).- La Constitución de la Ciudad de México plantea un modelo cultural vanguardista, plétora de libertades y derechos culturales, a contracorriente de los tiempos opresivos y la profusión de posturas reaccionarias que vive la República. En esa forma, la Asamblea Constituyente hizo de esta nueva entidad federativa un sólido enclave para el ejercicio de la democracia cultural, ante la franca hostilidad del apparatchik cultural y de grupos conservadores que observan con desdén este proyecto. El poder revisor de la Constitución general –la instancia legitimada para aprobar estas reformas– dispuso a favor del Congreso General la competencia legislativa en lo relativo al patrimonio cultural material (artículo 73, fracción XXV). Este logro –basado en la idea sustantiva de uniformar la protección de ese legado en todo el territorio nacional– fue la culminación de un largo proceso, que se extendió durante los siglos XIX y parte del XX, plagado de vicisitudes. Por el contrario, la Constitución general reservó el patrimonio cultural intangible a las entidades federativas, bajo el supuesto de que éstas, y consecuentemente los municipios, se hallan en contacto directo con este prototipo de expresiones culturales. El poder revisor circunscribió la participación del Congreso general para fijar –única y exclusivamente– las bases de coordinación cultural entre la Federación, las entidades federativas, los municipios y los mecanismos de participación de los sectores social y privado. El modelo cultural de la Ciudad de México tiene varias premisas, entre ellas la relativa a la libertad del arte y de la ciencia, así como la del acceso irrestricto de cada grupo o comunidad a la cultura, que debe entenderse la y la de un esquema omnicomprensivo y progresivo de derechos culturales. Las premisas fundacionales no fueron objeto ni de la acción de inconstitucionalidad promovida por la Procuraduría General de la República, ni de la controversia constitucional por parte de la Consejería Jurídica de la Presidencia ni la del Senado de la República, con lo que se asegura todo el fulgor de este modelo cultural. El acceso irrestricto a la cultura El modelo objeto de análisis encuentra su punto de origen en la admisión de la diversidad y heterogeneidad de las identidades culturales de individuos y de comunidades en la circunscripción de la Ciudad de México para reafirmar su la vocación incluyente de ésta. El derecho a la diversidad cultural es una de las maneras de asegurar el respeto a la dignidad humana. Las culturas carecen de fronteras, y en asociación con ello la ciudad ha sido epítome de migración, integración y asimilación culturales, que han sido fenómenos sociales recurrentes en la demarcación de la zona metropolitana. El postulado del Constituyente encuentra su expresión en el acceso irrestricto a la cultura individual y comunitaria. Para ello ordenó un tránsito –sin cortapisas– a los bienes y servicios culturales, que son los vectores de identidad, valores y significados cuya expresión, por mandato constitucional, están al resguardo de toda censura. No debe soslayarse que la discriminación es un obstáculo determinante para la viabilidad de las libertades culturales y el pleno ejercicio de los derechos culturales. Más lo es, sin embargo, la que se observa por la negativa a pertenecer a un grupo o comunidad cultural determinados. Ante ello, la Constitución capitalina desarrolla mecanismos de protección en favor de los grupos tradicionalmente vulnerables, entre éstos a aquellos cuya vida cultural se funda en la preservación, promoción y desarrollo de su propia cultura. El modelo constitucional capitalino les asegura a estos núcleos la plena libertad en términos de diversidad cultural, tradiciones, costumbres, lengua y medios de expresión, y simultáneamente la remoción de formas estructurales que propicien la discriminación por una insuficiente participación de los grupos y comunidades culturales en la la vida cultural. Libertades y derechos culturales El diseño progresivo de los derechos culturales participa de una gran vastedad. Éstos se hallan previstos en forma expresa en la nueva Constitución y deberán ser eventualmente desplegados en toda su magnitud por el órgano legislativo de la ciudad (artículo 8 inciso D), esquema que se ve adosado con las Opiniones Generales elaboradas por el Comité de Derechos Económicos, Sociales y Culturales del Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales del que el Estado mexicano es parte. Estas Opiniones Generales, específicamente la número 21, resultan ahora vinculantes para la ciudad. En efecto la Asamblea Constituyente dispuso la puntual observancia de los instrumentos internacionales en la materia, “así como sus reglas y directrices operativas, Observaciones Generales, comentarios y criterios interpretativos oficiales”. A través de esta fórmula constitucional se le da operatividad en la Ciudad de México al Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales (artículo 15), que en esta materia tenía solamente efectos como una declaración de principio. Con ello se busca neutralizar la reticencia del gobierno de México a ratificar el Protocolo Facultativo del Pacto, que lo obligaría a someterse a un escrutinio internacional de cumplimiento, amén de tener que rendir información. Conforme a este modelo cultural, la idea motriz es sin duda la libertad en lo que respecta a la participación en la vida cultural, que abreva del postulado de la Declaración Universal de Derechos Humanos, según la cual dispone toda persona tiene derecho a tomar parte de manera libre en la vida cultural de la comunidad. Esta libertad conlleva una obligación, por parte del gobierno de la ciudad, de doble naturaleza: abstenerse de cualquier injerencia en las prácticas culturales y en el acceso a los bienes culturales (obligación de no hacer), así como adoptar las medidas positivas que aseguren la participación en las expresiones culturales, la promoción de éstas y el acceso a los bienes culturales (obligación de hacer). La libertad de elección cultural es la otra cara de Jano en la Constitución capitalina: a toda persona, grupo o comunidad les asiste la libertad fundacional, consistente en la afirmación o negación de su participación en la vida cultural. Para sustantivar la plena realización de estas libertades se dispuso de un esquema progresivo de derechos culturales. Al respecto merecen una reflexión la determinabilidad del sujeto y la noción de participación en la vida cultural. El sujeto de los derechos culturales es individual o colectivo; es individual en su origen, pero colectivo en su destino. Este modelo cultural es, por lo tanto, consistente con el desarrollado en forma jurisprudencial por la Corte Interamericana de Derechos Humanos y por la Suprema Corte de Justicia de la Nación. Si bien se podría sugerir que este paradigma jurisprudencial estuviera circunscrito a las comunidades indígenas, ahora la Constitución de la ciudad lo configura explícitamente en su modelo y lo hace extensivo a todos los grupos o comunidades culturales, a los cuales les reconoce personalidad jurídica en forma reiterada. Éstos tienen el derecho a ser reconocidos en la forma en la que determinen, mientras que a los patrimonios material e intangible se les da el carácter de interés y utilidad públicos, con las consecuencias legales correspondientes. La participación en la vida cultural merece igualmente una consideración: la Constitución capitalina se abstiene con acierto de recurrir a definiciones y abandonó toda pretensión de convertirse en un texto escolar. Antes al contrario, participa del axioma de que la vida cultural es un concepto holístico que agrupa a todas las manifestaciones de la existencia humana. La misma expresión es una referencia explícita de que cultura es un proceso vital, histórico, dinámico y evolutivo cuyo pasado se recrea en la memoria colectiva presente para transmitirse a las generaciones futuras. Más aún, ello confronta claramente la pretensión del apparatchik cultural de imponer desde la cúspide un modelo con vanos propósitos de control centralista y que desestima la heterogeneidad de las culturas mexicanas, cuando justamente la generación de expresiones culturales es un fenómeno rizomático. La cultura no la constituye una serie de manifestaciones deshilvanadas o de estancos herméticos e incomunicados, y menos aún de meros eventos. Supone un proceso interactivo e incluyente de expresiones específicas, o bien heterogéneas e individuales, de los grupos y de comunidades que conforman nuestras culturas y que se infiltran en los valores que orientan la vida cotidiana. Otra de las nociones básicas en la materia se relaciona con la forma de participación en la vida cultural, aspecto que comprende tres elementos de composición: la participación, el acceso y la contribución a la vida cultural. La noción de participación debe ser entendida en su expresión más amplia: a toda persona, grupo o comunidad les asiste, entre otros, el derecho a escoger su identidad, ejercer a plenitud sus propias prácticas culturales y expresarse en su propia lengua. El acceso a la vida cultural implica la libertad de conocer y comprender la cultura con acierto y, con ello, optar por un estilo determinado de vida. Finalmente, la contribución a la vida cultural entraña asegurar la participación en el desarrollo comunitario y la definición, formulación e implementación de los derechos culturales que le son propios. Las obligaciones El modelo cultural de la Constitución de la Ciudad de México obliga al gobierno local a asegurar algunos elementos básicos: la disponibilidad de los bienes y servicios culturales; la accesibilidad de oportunidades efectivas y concretas para que individuos, grupos y comunidades puedan desarrollar su cultura; la aceptabilidad de sus políticas públicas por parte de los destinatarios, las cuales deben variar conforme a los entornos y diversidades culturales, así como la adaptabilidad, que exige la flexibilidad, pertinencia e idoneidad de las políticas públicas, ya que éstas deben ser aptas para contextos culturales específicos. Lo anterior demanda de los grupos o comunidades culturales participar, de manera activa, igualitaria e informada y sin discriminación, en los procesos de adopción de decisiones que puedan repercutir en su forma de vida o alterar el ejercicio de sus derechos culturales. Las obligaciones culturales interrelacionadas son el respeto, la protección y el cumplimiento. El gobierno de la ciudad debe ceñirse a este primer vértice, que supone abstenerse de interferir, directa o indirectamente, en el uso y goce de la vida cultural, ya sea del individuo, del grupo o de la comunidad cultural. Con ello se asegura la libre expresión de la identidad cultural y la realización de las más diversas prácticas culturales. En el caso de la protección, el gobierno de la ciudad está obligado a impedir que diferentes actores sociales interfieran en el derecho a la participación en la vida cultural, mientras que en lo relativo al cumplimiento se le exige proveer medidas legislativas, administrativas y presupuestarias suficientes para promover y asegurar el desarrollo efectivo del modelo cultural referido. Esta obligación se desdobla por lo tanto en funciones tan relevantes como la facilitación, la promoción y el otorgamiento de toda clase de medios. La democracia cultural El modelo cultural de la Constitución constituye un esfuerzo significativo para vincular identidad y memoria colectiva, cultura y política, en los grupos y comunidades de la Ciudad de México, así como la forma en que pueda tener realización la democracia cultural. Además articula el vínculo entre identidad y territorio urbano y rural, y, más aún, entre cultura y territorio. La dimensión cultural es un componente esencial de la política territorial en este modelo, en el que cobra singular importancia la territorialidad de las políticas culturales. En efecto, la política cultural se orienta ahora en función de las especificidades territoriales y entornos sociales. En este modelo, al territorio se le conceptualiza no solamente en su sentido geográfico, sino también en el ámbito de la intervención social. La idoneidad de la política cultural exige, pues, un fundamento de territorialización. El modelo cultural debe comprenderse en función de las especificidades propias de la Ciudad de México, entidad multicultural que aspira a ser policéntrica y cuyas notas culturales distintivas son la gran diversidad de públicos y de prácticas culturales. Nada más erróneo que considerar al corpus cultural como un conglomerado monolítico y uniforme. Una de sus piedras angulares es sin duda la democratización de la cultura, lo que implica que todas las categorías sociales tengan acceso igualitario y efectivo a esta última. La democratización de la cultura se convierte así en el fundamento de la acción cultural. En efecto, el Constituyente transitó de una democracia deliberativa a una democracia cultural, ahora inserta en la Constitución de la Ciudad de México. El modelo cultural capitalino excluye al prevaleciente, que reconoce una jerarquía cultural rígida reflejo de una sociedad diferenciada como la nuestra y cuyo efecto es la profundización de la estratificación social. Asimismo, supera las desigualdades culturales persistentes y sus determinismos sociales, y a través de la democracia cultural termina por atribuirle a la función social de la cultura un significado diferente. No obstante ello, debe reconocerse que la democratización de la cultura es aún un proyecto inconcluso, según lo define la fórmula de Jürgen Habermas. Para mencionar lo obvio, la sociedad mexicana se distingue por la diferencia marcada de sus clases sociales y por la inequidad de los recursos y competencias culturales. En la composición de esta sociedad destaca el perfil, tan diverso como contradictorio, de los públicos que militan en el espectro social. Por lo anterior, el modelo cultural de la Ciudad de México obliga a las instancias culturales locales al análisis de los comportamientos culturales, de la validez de los métodos empleados y de la evaluación de los resultados obtenidos, que no es otra cosa que el escrutinio de las políticas en la materia. Por lo tanto, el modelo constitucional capitalino se sustrae de la retórica oficialista estéril, que carece de la mínima legitimidad cultural. *Doctor en derecho por la Universidad Panthéon-Assas. (Este ensayo se publicó en la edición 2111 de la revista Proceso del 16 de abril de 2017)

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