'Eco”, novela para adolescentes en Editorial Océano  

miércoles, 3 de mayo de 2017 · 11:47
CIUDAD DE MÉXICO (apro).- Editorial Océano de México acaba de traducir la novela escrita en 2015 por Pam Muñoz Ryan, Eco (del inglés, Echo), finalista del Premio Newbery Medal y de la cual The Wall Street Journal ha calificado de “una gratificante historia de música, sacrificio y redención”. Ryan vive con su familia cerca de San Diego, California, habiendo escrito más de una treintena de libros infantiles y juveniles, algunos de los cuales han obtenido prestigiosos galardones literarios como el Kirkus Prize, el Pura Belpré Award, el Virginia Hamilton Literature Award, por su contribución a la multiculturalidad; el Jane Addams Children’s Book, el Schneider Family y el mencionado Newbery Medal. La crítica de la publicación Kirkus Review ha expresado sobre Eco: “Una narración que explora el poder de la música para inspirar la belleza en un mundo invadido por el miedo y la intolerancia.” Y Publishers Weekly: “Los fundamentos temáticos del libro revelan de modo conmovedor lo que los personajes Friedrich, Mike, e Ivy tienen realmente en común: no sólo su amor por la música, sino la determinación para enfrentarse al cambio, y el rechazo a aceptar la injusticia.” En la contraportada de esta novela de 456 páginas, traducida por Mercedes Guhl, e ilustrada por Dinara Mirtalipova para la serie Gran Travesía, de Editorial Océano, leemos: Otto se pierde en un bosque prohibido cuando de repente se encuentra con tres misteriosas hermanas. En ese momento su destino quedará ligado a una insólita búsqueda que entraña una profecía, una promesa y una armónica (pammunozryan.com y Twitter @PamMunozRyan). En seguida, presentamos a nuestros lectores un adelanto de Eco, tomado de la primera parte: “Octubre, 1933. Trossingen, Baden-Wurtemberg, Alemania”, capítulos segundo y tercero, para leerse con “Canción de cuna” de Johannes Brahms y letra original tomada del folklor Des Knaben Wunderhorn: Buenas noches, mi bien, duerme bajo el rosal, con las manos de amor en tu corazón. Que mañana verás la hermosura sin par… Capítulo Dos Cuando Friedrich dio vuelta en la esquina, hizo exactamente lo contrario. Se embutó la mano en los bolsillos, encorvó la espalda, volteó la mejilla derecha para que apuntara al suelo. Su padre nunca hubiera tolerado esa postura, pero lo hacía sentir menos llamativo, incluso si así resultaba más vulnerable a los obstáculos que se le pudieran cruzar en el camino. Además, a menudo encontraba una moneda extraviada al tener que mirar al suelo. Unos pasos más allá, tropezó con una pila de periódicos que habían dejado frente a una tienda. Se apoyó en la fachada del edificio para no caer y leyó el titular: “Parlamento aprueba ley”. Friedrich refunfuñó. Otra ley que su padre iba a criticar. Como Friedrich no iba a la escuela, su padre insistía en que leyeran juntos el periódico todas las noches, como parte de sus estudios. Y en los últimos meses, habían sido muchas las veces en que habían hecho a un lado del periódico, disgustado por Adolf Hitler, el nuevo canciller, y su Partido Nazi. Su padre había sido miembro de la Liga de Librepensadores de Alemania hasta que, unos meses atrás, Hitler había declarado que era una agrupación ilegal. Apenas la noche anterior, tras leer un artículo más, su padre había dado vueltas por la cocina, mientras despotricaba: --¿Es que ya no hay lugar en este país para otras formas de pensar? Hitler amenaza y manipula al parlamento según sus caprichos para que aprueben sus leyes. Restringe los derechos del hombre común y les da a sus soldados total libertad para interrogar a quien les plazca, por la razón más insignificante. ¡Hitler quiere limpiar a la sociedad para dejar una raza pura y aria! ¿Qué quería decir todo eso? ¿Qué era lo de una raza pura y aria? ¿De piel clara y sin mancha? Friedrich se tocó la cara y sintió que se le encogía el estómago de preocupación porque él no tenía una cosa ni la otra. Se pasó los dedos por el pelo, con lo cual las cosas empeoraron. Su cabello era grueso, rubio y muy rizado. Cuando había humedad en el aire, podía sentir que se rizaba aún más, como el de su padre. No importaba cuánto lo dejara crecer, siempre se elevaba, en lugar de caer. Si tuviera el pelo lacio, se lo dejaría crecer para cubrirse la mejilla con un tupido mechón. Pero no había manera de ocultar su mancha de nacimiento. Era como si alguien hubiera dibujado una línea imaginaria dividiendo en dos su cara y cuello. De un lado, su piel era como la de todo el mundo. Pero, en el otro, parecía como si un pintor hubiera puesto brochazos de morado, rojo y café, hasta dejar su mejilla como una ciruela madura y moteada. Sabía que su apariencia era espantosa. ¿Cómo podía culpar a la gente por asustarse al verlo? En la siguiente esquina, dio vuelta para tomar la calle principal. Cuando pasó frente al conservatorio de música, oyó que alguien estaba practicando piano en uno de los pisos de arriba. “Para Elisa”, de Beethoven. Y por eso se detuvo y levantó la cara, absorto en la música. Sin darse cuenta, alzó una mano para marcar el compás de la pieza. Sonrió, imaginando que el pianista seguía sus indicaciones. Cerró los ojos y se imaginó que las notas le salpicaban la cara y le lavaban las manchas de la piel. El sonido de la bocina de un coche lo sobresaltó. Se embutió las manos en los bolsillos, bajó la cabeza y continuó su camino. Pateó una piedrita, mientras sentía esa mezcla de esperanza y terror que ya conocía. Su audición en el conservatorio, para la cual venía preparándose desde que tenía memoria, sería después de Año Nuevo. ¿Qué iba a suceder si no tocaba bien? En todo caso, ¿qué podía ser peor? ¿Que lo aceptaran o rechazaran? Un peso le oprimía el corazón. ¿Cómo era posible desear tanto algo y al mismo tiempo temerle? Tomó aire y siguió su camino. Al acercarse al patio de la escuela, dio su habitual sermón mental. No mires. No prestes atención. Trataba de darse fuerzas con las cosas que su padre siempre le decía: un paso, y luego otro, y otro. Tú sigue adelante. No les hagas caso a los ignorantes. Pero sin su padre junto a él, el corazón le latía desbocado y la respiración se le aceleraba. Dio un traspié y miró al frente. Un grupo de muchachos apretujados en las escaleras de la entrada lo señalaron con el dedo y se burlaron haciendo muecas de fingido terror. Se cubrió la cara con la mano, bajó la cabeza y dio pasos más largos, serpenteando entre la gente, hasta que terminó de correr. --¡Friedrich! Casi atropelló a su tío Gunter. --¡Buenos días, sobrino mío! –le rodeó los hombros con un brazo y lo acercó hacia él. Friedrich trató de recuperar el aliento. --Bue… nos… díasss. --¿No te da gusto verme? Porque a mí sí me agrada verte. ¡Ven conmigo! --gritó a Friedrich a través de la entrada de la fábrica--. Hoy me trasladaron a la mesa de trabajo de tu padre. Vamos a estar juntos. ¿Qué te parece? --el tío Gunter estaba tan jovial como siempre, y eso tranquilizó a Friedrich. --Por supuesto --dijo--, eso era lo que esperaba. Mientras, atravesaban juntos la empedrada, Friedrich sintió cómo su corazón y su respiración se apaciguaban. Los altos edificios le inspiraban seguridad. Y la ancha torre que servía de depósito para el agua, un obelisco macizo que se levantaba e medio de todo el enclave, como centinela, era como un guardia disfrazado. Parte de su ser deseaba quedarse trabajando en la fábrica para siempre. Pero la otra parte de su ser deseaba que su vida hubiera sido diferente. Que hubiera podido ser un niño que asistía a una escuela de verdad, que tenía amigos de su misma edad y una cara común y corriente. Pero el destino se había interpuesto en su camino y cuando tenía apenas ocho años, se convirtió en el más joven y el más pequeño aprendiz de la fábrica de armónicas más grande del mundo. Capítulo Tres Una mañana, cuatro años antes, Friedrich había seguido a Elisabeth al patio de primaria, al igual que todos los días de clase. Como siempre, su hermana lo llevó a una banca alejada de los demás. Él sabía lo que tenía que hacer: sentarse y quedarse ahí quieto. Pero la noche anterior su padre lo había llevado a oír la orquesta en el ballet. Y la música se le había quedado en la mente, como siempre le sucedía… cada movimiento, cada giro de La bella durmiente de Tchaikovski seguía resonando en su mente, sobre todo el vals. Un, dos, tres. Un, dos, tres. Un, dos, tres… Friedrich había tarareado la pieza todo el camino hasta la escuela, y ni todos los ruegos de Elisabeth lo habían hecho callar. Mientras ella revisaba el almuerzo que su hermano llevaba en la lonchera y le enderezaba el suéter, él levantó los brazos para dirigir una orquesta imaginaria. Elisabeth le tomó ambas manos y con mirada suplicante le dijo: --Friedrich, por favor, no te hagas las cosas aún más difíciles. Ya tienes suficientes problemas. --Pero es que no oigo la música --respondió él. --Y yo oigo lo que van a decir si sigues moviendo los brazos en alto. ¿Quieres que te vuelvan a tirar piedras? Negó con la cabeza y la miró: --Lisbeth, me dicen el Niño Monstruo. --Lo sé --le dijo, acariciándose el pelo--. No les hagas caso. ¿Qué es lo que siempre te repito? --Que ellos no son de mi familia, y que mi familia sí me dice la verdad. --Exactamente. Y yo digo que eres un músico talentoso, y que algún día serás director de orquesta. Pero, por ahora, debes practicar únicamente en casa. ¿Recuerdas ese truco que se enseñé? Friedrich asintió: --Que si llego a sentir deseos de agitar los brazos en el aire cuando estoy en la escuela, me siente metiendo las manos bajo mis piernas. --Muy bien --dijo su hermana--. Ahora, quédate aquí hasta que el maestro toque la campana. Tengo que irme, o llegaré tarde a clase --y le dio un beso en la mejilla. Friedrich la vio alejarse hacia el edificio de secundaria, con sus rizos rubios meciéndose sobre su espalda. Metió las manos bajo sus muslos. Perlo la música del concierto de la noche anterior lo invadía y no pudo resistir más. Liberó sus manos y empuñó una batuta imaginaria. Cerró los ojos y se sumergió en el rítmico vals. Un, dos, tres. Un, dos, tres. Un, dos, tres… No se percató de que estaba dando un espectáculo. Ni de que todos los niños que estaban en el patio lo miraban. Estaba tan absorto en la música que no oyó las risotadas ni sus burlas. Ni a los muchachos que corrieron detrás de él. Hasta que fue demasiado tarde.

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