Trump, el restaurador

martes, 13 de junio de 2017 · 14:32
CIUDAD DE MÉXICO (apro).- El 1 de enero de 1994, cuando el resto de los diarios proyectaron en ocho columnas la rebelión zapatista en Chiapas, un periódico capitalino de más amplia visión soltó: “Guerra en África”. Era verdad: en aquel continente no había estallado sino continuaba una de las guerras que asolan el mundo en esa parte desde antes, durante y después de las guerras mundiales. La suma de muertos –medida de la gravedad de los hechos en la información industrializada– era mayor de la que aportaría el sureste mexicano. Tras esas verdades sembró la empresa en cuestión su germen desinformativo. Lo recordé el domingo 11, cuando la agencia EFE publicó, citando a The Washington Post, que los fiscales generales de Washington DC, Karl A. Racine, y Brian Frosh, de Maryland, ambos demócratas, demandarán a Donald Trump por violar las cláusulas de la Constitución, ya que ha recibido millones de dólares de gobiernos extranjeros como pagos a sus empresas, de las que no se desvinculó al asumir la presidencia de Estados Unidos. Formalmente, recuerda el diario, Trump dejó su conglomerado empresarial a sus hijos Donald Jr. y Eric, pero los fiscales afirman que Trump sigue recibiendo “actualizaciones regulares sobre la salud financiera de la compañía”. Si un juez federal acepta el caso, Trump tendría que dar a conocer sus declaraciones fiscales –a lo que se ha negado hasta ahora– para saber en qué medida tiene compromisos extranjeros. Y aunque en el contexto de los escándalos de Trump pueda parecer un señalamiento menor, se relaciona con la investigación que el clero legal –todo el poder judicial y los intérpretes de los códigos normativos llamados abogados– ha reducido a la pregunta de si “alguien” de su equipo confabuló con el gobierno ruso para influir en la elección presidencial del año pasado. Aquí es cuando un analista tendría que vocear: “Guerra en Medio Oriente”. La posguerra se calienta El último año los liderazgos de las potencias europeas y de Estados Unidos han formado un nudo en el cual los extremos más impredecibles –los cabos sueltos, para continuar la metáfora– son por un lado Vladimir Putin y por el otro Donald Trump. No se puede menospreciar la importancia de los otros países y sus gobiernos, incluyendo el nuestro de tan errática política internacional. Sin ellos no habría nudo. Sin embargo, la Guerra Fría configuró de tal modo las políticas internas y los temores de las sociedades que el globo terráqueo ha completado un giro que da tentación llamar dialéctico: el supuesto triunfo del sistema capitalista sobre el presunto sistema socialista evidenció que el libre mercado sólo es una solución relativa a la producción de bienes. En su libro The Work of Nations: Preparing Oorselves for Twenty First Century Capitalism (Nueva York, 1991, citado en Susan Buck-Morss en Walter Benjamin, escritor revolucionario) el secretario de Trabajo de Bill Clinton, Robert Reich, pincha la ilusión que sostuvo durante décadas los discursos ideológicos liberales y la visión simplista que se difundió entre los pueblos del “mundo libre”: “Dado que el criterio de abundancia es el consumo, los norteamericanos creyeron fácilmente que el interés público era sinónimo del crecimiento de las grandes compañías. Las corporaciones estadunidenses y sus subsidiarias dominaban el mundo ‘libre’. Sin embargo, dado que en apariencia este nuevo imperialismo no era político, el principio organizador mundial de los Estados-nación permitió la visión aliviadora, por comprensible, de que los cuerpos políticos estaban enlazados por el destino económico, todos ‘en el gran barco llamado economía nacional y compitiendo con otras economías nacionales en una regata mundial. “Esta visión, sostiene Reich, es ahora simplemente ‘incorrecta’. Debido a la enorme fuerza centrífuga de la economía global, no existe un destino económico compartido que establezca los términos para un ‘Acuerdo Nacional’ entre empresas, gobierno e intereses laborales: ‘(…) ni la rentabilidad de las corporaciones de una nación ni el éxito de sus inversores mejora necesariamente la calidad de vida de la mayoría de sus ciudadanos”. Ya desde la era Clinton, Reich describía cómo el puntal del sistema capitalista (donde la política es la continuidad de la acción económica por otros medios) se había convertido en el hilo más delgado al desintegrarse la Unión Soviética: “El cuerpo político norteamericano, sostiene Reich, se ha despegado de la economía norteamericana (irónicamente, justo cuando las sociedades postsocialistas han sido exhortadas a seguir su modelo): ‘(…) en tanto las fronteras tienen cada vez menos sentido en términos económicos, aquellos ciudadanos mejor posicionados para prosperar en el mercado mundial tienen la tentación de aflojar los lazos de la lealtad nacional y, al hacerlo, desconectarse de sus conciudadanos menos favorecidos’. Cuando los miembros de una sociedad se vuelven conscientes de que ‘ya no habitan la misma economía’ tienen la tentación de reconsiderar lo que se deben unos a los otros. “Este proceso suscita el peligro no sólo de una crisis de legitimación de un Estado de bienestar… sino también de una crisis más profunda de la constitución social porque cuestiona la definición de lo colectivo, la idea del ‘pueblo norteamericano’ en sí misma.” El programa imperial de Trump consiste en restaurar las condiciones de crecimiento a marchas forzadas que funcionó contra las amenazas roja y amarilla; recuperar para los conglomerados empresariales los fantásticos incentivos gubernamentales, usar la fuerza institucional y corporativa para allanar el camino a las inversiones estadunidenses en los países bajo su influjo, reivindicar al inversor como héroe político y continuar respetando las prioridades de las trasnacionales como razón de Estado: “Como apunta Reich, no era (…) una mera coincidencia que la CIA descubriera conspiraciones comunistas ahí donde las corporaciones medulares de América poseían o deseaban poseer explotaciones sustanciales de recursos naturales” (Buck-Morss). Eso significa el lema de campaña de los trumpistas: “Volver a hacer grande América”. Ese programa pasa por la guerra de Medio Oriente, primero contra los dictadores y luego contra el terrorismo. Nada de eso: es la misma lucha de varios frentes entre Rusia y Estados Unidos por el mercado de gas europeo, los proveedores y las rutas idóneas, que necesariamente cruzan el territorio sirio. La razón de que el Premio Nobel de la Paz Barack Obama retirara fuerzas de Irak fue que necesitaba concentrar el esfuerzo bélico en Libia y Siria para acabar con la dependencia de Europa respecto de los energéticos rusos. Y lo hizo con ayuda de sus aliados Arabia Saudita y Qatar, pero también del Estado Islámico, que aportó su propia mezcla de intereses al conflicto: la mezcla de fe, siglos de humillación y su repentina posesión de dinero y armas. La verdadera crónica de esta guerra se conoce bien en la academia y en la prensa internacional. También en los ámbitos gubernamentales, pero en ellos la transparencia es todavía un concepto ilusorio, sobre todo en asuntos del “interés nacional” –aún más ilusorio, aclararía Reich. Siempre fue la ética el lado débil de la conducción económica estatal y no se diga de la privada, pero el pragmatismo actual la borró del mapa. Incluso las élites gobernantes han “aflojado sus lealtades” hacia sus ciudadanos para darle la viabilidad que comprende y desea la clase a la que sirven, como lo demuestra Trump y la administración de Enrique Peña Nieto. Hemos vuelto a casa. _________________ carista@proceso.com

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