Jueces

domingo, 9 de julio de 2017 · 08:40
CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).- La República de Platón, ese diálogo sobre el gobierno ideal, que seguimos leyendo para pensar la política, termina con un cuento fantástico. Se trata de la historia de Er, un guerrero de Panfilia cuyo cuerpo yace incorrupto en el campo de batalla durante muchos días y que, cuando se le quiere incinerar en una pira funeraria, se resiste a ser quemado. Mientras el cuerpo de Er soporta la muerte, su alma viaja. Cuando regresa, Er nos cuenta lo que ha visto. Es curioso que la “vida más allá” sea el final de un a discusión sobre la tiranía, la república con su rey-filósofo, y la democracia. El alma se encuentra con unos jueces que sentencian sobre la forma en que vivió y, de acuerdo a lo obrado bien o mal, deciden su destino. Er mira a dos tipos de almas: las que regresan de mil años de aventuras felices –las compara con el ánimo con el que regresan a casa los viajeros– y las que lo hacen de tormentos. Han vivido sus sentencias para regresar a la vida de los cuerpos, en una suerte de reencarnación. Hay un tercer tipo de almas, “incurablemente adheridas al mal”, que nunca volverán. Cuando intentan salir de sus suplicios, una vaca muge y avisa a sus captores. Las que ya han cumplido, buenas y malas, se encuentran en un mismo sendero y se les dará la oportunidad de elegir la vida sensible que quieran volver a llevar. Estas almas pueden elegir mal sus nuevas vidas –dice Sócrates– y son expuestas al canto de la Sirena del Pasado, es decir, al “hábito” y no tanto a lo ya examinado. Luego –sigue el relato de Er–, viene un sorteo para decidir qué alma elige primero su vida sensible y asegura el retornado: “La responsabilidad es de quien elige y no de alguno de los dioses”. Las vidas a elegir pueden ser: animales, humanas, de tiranos vitalicios, interrumpidas, en el exilio, de belleza, pobreza, fuerza, abolengo, maldad, riqueza, salud, y sus combinaciones. Er nos habla de la tragedia, “del riesgo”, del hombre que es rasgado entre libertad y necesidad: el alma, que viniendo del viaje placentero, gana también en el sorteo, pero, enceguecido por la suerte, elige mal: ser un tirano “llevado por la avaricia”. Las almas que han sufrido son más prudentes, pero tampoco están a salvo de una mala elección. Repetir el pasado es lo que atormenta al guerrero insepulto. Er ve a Orfeo escoger la vida de un cisne porque fueron las mujeres las que terminaron con su vida anterior. “Una decisión desde el odio, nunca es sabia”, sentencia Sócrates. Agamenón elige también desde ahí y pide ser un águila. El último en decidir es Ulises. Escoge la vida menospreciada, sin honores ni viajes –él, que había tardado 20 años en regresar a su casa–; la sedentaria del refugio hogareño. En el relato sobre Er, Platón se concentra en decir que la vida “buena” es la reflexiva y, por tanto, la de la mesura. Lo que está definiendo es a un buen hombre y también a un buen ciudadano. Pero nada nos dice sobre los magistrados que deciden quién va al tormento de mil años y quién más al disfrute. Me puse a pensar en ello ahora que los jueces son cuestionados. Me refiero, por supuesto, al penoso papel de los consejeros electorales que han tomado un espíritu, no de defensa de la equidad democrática, sino de grupo: se les oyó defender incansablemente su propio papel y jamás referirse al proceso electoral. Los consejeros parecen confundir la conservación de su Instituto por encima de las condiciones atroces de las contiendas electorales. No son, como su nombre podría indicarnos, “árbitros” o mediadores, sino un partido más, el de su organismo burocrático. De igual forma, otra historia sobre jueces surgió, ominosamente, esta semana: la Suprema Corte de Justicia aprobó ampliar la estancia de cuatro de los siete jueces electorales, es decir, que no se moverán los que calificarán los disensos de la elección presidencial del año entrante. Los jueces, en México, deben cumplir con un perfil para ser electos. Deben tener estas características: “Honestidad; Integridad Moral; Independencia; Imparcialidad; Equilibrio y Ponderación; Espíritu Analítico y Crítico; Firmeza y Flexibilidad; Compromiso con la Verdad; Espíritu de Servicio; Obligación Irrestricta de Administración de Justicia; Capacidad Profesional; Capacidad Lógica; Claridad en la Expresión Oral y Escrita; Defensa de los Derechos Constitucionales; Conocimiento del Contexto Socioeconómico de su comunidad”. Por supuesto esta lista mueve hoy a la risa. Jueces que deciden que no hay violación sexual “porque no toda penetración cuenta como tal”. Jueces que consideran que hay condiciones para una contienda electoral equitativa con reparto de tarjetas de programas sociales entre los votantes y cabezas de cerdos en las puertas del edificio de la oposición. Jueces que otorgan amparos a defraudadores del erario y encarcelan sin pruebas a quien sólo tiene defensor de oficio. Platón no nos dice nada de los jueces que evalúan la vida de los muertos quizás porque, en la Antigüedad, el cargo de juez era, la más de las veces, sorteado. Eso evitaba pensar en que existían, como hoy, superciudadanos que están por encima de las decisiones siempre erradas y los deseos errantes de Er. Pero con lo que lidiamos en México hoy no es con la errancia de los mortales –Sócrates deja claro que en nada intervienen los dioses en la libertad de elegir– sino con los jueces parciales, ignorantes, acomodaticios y sin duda cuestionables. Un juez debe decidir entre derechos que compiten. Son necesarios precisamente porque el derecho de alguien puede violentar el de otros, y un intermediario debe ponderar entre ambos. Otra de sus funciones es ordenar la reparación de un daño. Esto es imposible en el caso de una muerte. Ser juez es, de esta forma extraña, tratar de sustraer a los demás de la injusticia del sufrimiento. Una misión ilusoria. La pena de unos, a veces, debe ser la de otros. Es el juez el que decide ese reparto. Del otro extremo de la víctima, la del victimario, el juez debe decidir, por ejemplo, lo que Er llama lo “incurablemente ligado al mal”. Algo que se antoja, en efecto, para dioses. Como mortales, los jueces cometen errores. Como malos árbitros, dejan de ser imparciales porque obedecen a lealtades distintas a las víctimas y sus situaciones. Defender al Instituto Electoral se confunde con defender a la democracia, así como proteger la permanencia de los magistrados se embrolla con “darle estabilidad y certeza a las elecciones”. En el país de los monolitos, se enredan las funciones, motivos y metas de las instituciones con los puestos, las reglas burocráticas y sus burócratas. Se confunde estabilidad con inamovilidad. La ley es para siempre y, cuando no existe, le construimos un edificio. Con las mismas autoridades electorales que dejan hacer y pasar las mismas prácticas en las contiendas, poco podemos esperar de 2018. Si acaso un dejá vu de 2006. Al final del relato de Er en La República, ya elegidas las vidas sensibles, las almas –nos cuenta el guerrero– deben pasar por un desierto. Ahí hay un río del que pueden beber. Es el Río del Olvido. Es necesario tomar justo lo necesario para saciar la sed: la mesura es indispensable para no olvidar todo ni recordarlo todo. El pasado es indispensable para las nuevas vidas electas. Se pueden olvidar los agravios pero no lo aprendido. Este análisis se publicó en la edición 2122 de la revista Proceso del 2 de julio de 2017.

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