Otra mirada respecto a la crisis

domingo, 23 de julio de 2017 · 09:12
CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).- Hay una desesperada ilusión en creer que un cambio de gobierno resolverá la grave crisis en la que México está hundido. Digo desesperada e ilusoria, porque nada permite abrigar la esperanza de que así sucederá. Los cambios de gobierno durante los últimos 20 años, incluyendo el de independientes como El Bronco, han sido un fracaso. No digo con esto que no hay que seguir intentándolo. Digo que hay que analizar las causas de su fracaso para encontrar una verdadera solución. Mucho se ha hablado de la corrupción, de la impunidad, del uso indebido de los bienes públicos, del sistema que hay que corregir o destruir. Yo mismo no he dejado de aproximar diversas interpretaciones al respecto. Quisiera ahora hacerlo desde una perspectiva que ha sido desalojada de los análisis racionalistas como categoría hermenéutica: el mito, la poesía. Toda la tradición de Occidente, aunque no se mencione, tiene como base fundamental su concepción del mal, incluyendo el mal social, la pérdida del paraíso o lo que en el cristianismo se conoce como “pecado original”, “la Caída”: el acto, según el Génesis, “de haber comido del fruto del conocimiento del bien y del mal”. Más allá de las interpretaciones de la Iglesia y de las críticas racionalistas a esa interpretación, ese acto, en las condiciones actuales del mundo, debe leerse de otra manera: como la metáfora del mal que desata todos los males y las contradicciones del poder. La clave, dice Lanza del Vasto, el discípulo católico de Gandhi, está en el sentido que en el relato bíblico guardan las palabras “comer” y “fruto”: “Comer significa tomar posesión de algo por medio de la violencia y reducirlo a uno mismo. Fruto significa goce y provecho”. Lo que conocemos entonces como pecado no es una falta moral o una ­desobediencia, es más bien haber degradado el conocimiento, que está hecho para la contemplación, el servicio y el cuidado de la vida, para el beneficio y el goce propios. Vista así, la Caída no es un asunto que se relaciona con la ética sino con una conducta que nos incluye a todos, incluso a los más irreprochables moralmente. No es, por lo tanto y por lo mismo, una transgresión a las reglas éticas en el juego político y social. Es el juego mismo o lo que se llama, de manera moderna y poco clara, el sistema, en el que todos y cada uno participamos. En una sociedad basada en la competencia, el ascenso social, el éxito personal, la riqueza, la producción de mercancías y el consumo sin fin, hay abusos que la propia moral no condena y que constituyen el fundamento de las virtudes cívicas. Es allí, sin embargo, donde radica el mal, porque su fundamento, como lo dice la interpretación que hemos hecho de la Caída, se basa en la posesión –la propiedad, afirmaba Proudhon, es el robo; la posesión, escribió Lanza, es el asesinato, es Caín, es el despojo–. Para poseer hay que violentar, para defender la posesión e incrementarla, también hay que hacerlo. Hay así, en las épocas que llamamos de paz, y que todo gobierno pretende conservar o restablecer, una violencia que se oculta bajo razones morales; hay otras, como la nuestra, en las que la violencia, que la paz, ya no alcanza a ocultarla ni a mantenerla soterrada, estalla y no hay forma de repararla, porque cada régimen político está marcado por el deseo de poseer y de acrecentar la posesión bajo términos como “progreso”, “desarrollo”, “crecimiento”, que hoy la civilización tecnológica incentiva de formas descomunales o, en otras palabras, todo poder –es la tentación que propicia la Caída: “Serán como dioses”– implica siempre la capacidad de abusar de sí. Visto desde allí, la violencia –que, en medio de la violencia de todos los días, se ha agregado en México para conquistar o preservar el poder en 2018– no hará más que ahondar el mal, porque quienes buscan el poder, incluso los más honestos, son ajenos a sus causas de origen. Para eliminar los abusos, escribía Lanza, no basta con eliminar a los que abusan. No basta con ser buenos, no hay tampoco que repartir las riquezas, que están en el origen del desastre. Se necesitan límites políticos a la posesión, a la riqueza, al desarrollo, al aparato tecnoburocrático, a la creación de mercancías y al consumo, tal y como lo propuso Iván Illich en La convivencialidad o como lo propone esa corriente impulsada por Serge Latouche: “el decrecimiento”, límites que nos lleven al reconocimiento de la evidencia original: el conocimiento no está hecho para el uso ni el provecho, sino para el cuidado, la armonía, la proporción, el equilibrio, el servicio y la creatividad en los límites, para la construcción de una auténtica morada que es el paraíso derruido por el sueño de la posesión. No se trata de reformar lo que en su origen está torcido. Se trata, como lo afirmaba Albert Camus, de rebelarse, y rebelarse es afirmar un límite: el que marca la dignidad común de lo humano en el tiempo y con la naturaleza. Así, todo acto de libertad, escribe Humberto Beck, toda resistencia a la ética de la posesión es un ejercitarse en la conciencia de los límites, un ejercitarse en acotar el poder. Quizá la frase que mejor lo resume sea aquella con la que Gandhi sintetizó su pensamiento económico y político. La parafraseo: Si quieres combatir la miseria y la violencia, cultiva la pobreza. Ella está antes de la Caída, diría Lanza; es la respuesta también a ella. Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, detener la guerra, liberar a las autodefensas de Mireles y a todos los presos políticos, hacer justicia a las víctimas de la violencia y juzgar a gobernadores y funcionarios criminales. Este análisis se publicó en la edición 2124 de la revista proceso del 16 de julio de 2017.

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