Bolívar

domingo, 13 de agosto de 2017 · 07:12
CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).- Karl Marx creyó en tres cosas: que la plusvalía que los empresarios extraían a los trabajadores era el centro de las injusticias; que la historia era una ciencia dialéctica que llegaba con el capitalismo a un momento de posibilidades materiales liberadoras; y que se requería que los proletarios se organizaran en tanto sujetos revolucionarios para juntar las dos anteriores. Pero en enero de 1858 a Marx se le ha muerto un hijo, de tuberculosis, y una bebé en el parto, y su esposa está enferma. Acepta entonces escribir un artículo sobre Simón Bolívar para el tomo III de The New American Cyclopedia, publicado por el New York Daily Tribune. Como necesita el dinero y tiene poco tiempo, recurre a un libro que encuentra en la biblioteca de Londres, de Ducoudray Holstein, un militar napoleónico que había terminado enojado con Bolívar porque éste no le reconocía sus condecorables logros en la invasión a España y su arrojo en las batallas para liberar las actuales Venezuela y Colombia. Así, Marx acaba por salirse de la descripción enciclopédica y escribir contra Bolívar: “Es el Napoleón de las retiradas”. Describe a continuación a un general al que sólo lo salvan las tropas británicas, que pierde contra unos prisioneros recién fugados, que desperdicia su tiempo en fiestas de varios días en lugar de definir de una vez y por todas su guerra contra España. También Marx se permite machacar su propia teoría de la historia en la que Latinoamérica no es ningún capítulo porque es agraria y caudillista. “Sería pasarse de listo querer presentar a Bolívar como un Napoleón I, siendo que es un canalla cobarde, brutal y miserable”. Y deja entrever su idea de la historia como la Historia de Europa y de nadie más: “Como el resto de sus compatriotas, fue incapaz de un esfuerzo de largo aliento. Su dictadura degeneró pronto en la anarquía militar, dejando en manos de sus favoritos asuntos tan importantes como las finanzas públicas para luego recurrir a medios odiosos para reorganizarlas”. El texto de Marx contra Bolívar trajo muchas complicaciones para los izquierdistas sudamericanos, que recurrieron a una línea en una carta del Libertador a Rafael Urdaneta para poder levantarlo junto al Che Guevara: “Los Estados Unidos que parecen destinados por la Providencia para plagar la América de miserias en nombre de la Libertad”. Así como la Revolución Cubana “leninizó” a José Martí, el chavismo hizo de Bolívar un “anti-imperialista”. Marx, por el contrario, vio en él un simple “traspaso” de la historia, del conquistador español al mestizo taimado. Según su visión “científica” del devenir, Latinoamérica era un obstáculo para el desarrollo de los límites del capitalismo, representado por los norteamericanos expansionistas. O, quizás, por Charles Dana, del New York Daily Tribune, quien le reclamó por lo poco objetivo de su texto pero terminó por pagárselo. El Bolívar de los prosistas es un exceso de documentos contradictorios. Para los poetas no. Desde sus primeros versos, Bolívar es santificable. En 1823 el venezolano Andrés Bello lo eleva a las alturas de la épica hispanoamericana: “Tu gloria al cielo se sublima/Libertador del pueblo colombiano;/digna de que la lleve dulce rima/ y culta historia al pueblo más lejano”. Es la tradición de “Un canto para Bolívar” de Pablo Neruda (1941): Padre nuestro que estás en la tierra, en el agua, en el aire de toda extensa latitud silenciosa todo lleva tu nombre, padre, en nuestra morada. En Canto general, Neruda trata de capturar el encuentro de Bolívar y José de San Martín en el que, según nuestra mitología continental, se pierde la oportunidad de unificar a toda Sudamérica. Mientras que el libertador de Chile, Argentina y Perú sueña con “el galope”, es sombrío y terreno, el Bolívar de Neruda es aéreo y añora la cama de alguna de sus amantes que extienden “el lino en el tálamo”. El poema se llama “Guayaquil, 1822” y describe el desencuentro entre las dos Sudaméricas: San Martín regresó de aquella noche hacia las soledades, hacia el trigo. Bolívar siguió solo. Es este desencuentro el que le sirve también a Borges para hablar de Bolívar. En su cuento “Guayaquil”, dos historiadores son asignados por un ministro de Cultura para validar una carta de Bolívar fechada el 13 de agosto de 1822, día de la reunión con San Martín. Uno es un judío emigrado del nazismo y otro un universitario argentino, por lo que aquel sólo tiene que analizar la carta para saber si es apócrifa o no, pero debe enfrentarse al que tiene su sangre comprometida en esa historia, el argentino que “sólo tiene que oír con atención esa voz recóndita”. Como espejo de los libertadores está, ahora, el combate entre los dos historiadores. En el juego borgesiano, ninguno resulta ganador o perdedor, sino que se encuentran, cada uno, con sus dudas: la carta puede ser una justificación de la derrota de Bolívar frente a San Martín, pero el general venezolano, entonces, no la habría escrito porque él era un actor y no un testigo. Por otra parte, puede que la haya escrito pero mentido para engañar a quien la leyera. “El misterio –escribe Borges– está en nosotros mismos, no en las palabras”. Deciden, pues, quemar la carta. Lo apócrifo y lo verdadero de la historia estuvieron también en la escritura de El general en su laberinto, de Gabriel García Márquez. Él mismo dijo en entrevistas que se llenó de papeles y que puso a trabajar a medio mundo para que le acercaran documentos y le ayudaran a validarlos como historias factibles. Aún así, lo criticaron por las menciones a Humboldt. La obsesión de García Márquez siguió siendo la pregunta de por qué no se logró la unidad de América Latina, y su retrato del libertador en su viaje por el río Magdalena hacia su muerte es el del enfermo, el agónico, que no lo parece. Lo describe sin insignias pero con autoridad. Escupe sangre pero puede nadar a contra río “vivo con tan poco cuerpo”. La gente quema las tazas de las que ha bebido y las hamacas en las que ha dormido para no contagiarse de tisis, pero “lo importante es que no se nos disminuya por dentro, Excelencia”. Hay en el retrato una nostalgia de la unidad jamás existente del continente de habla hispana, del poder absoluto ya ido del general, al que lo despiden unos acarreados para simular “despedidas pasadas”. Leo en esas descripciones lo latinoamericano como lo jamás realizado, que se agota en sí mismo, en su propio desear. La fatiga es su fortaleza. La languidez su resistencia. Por supuesto la derrota de América Latina se le atribuye a la falta de acuerdo entre los libertadores en Guayaquil. Nos persigue la apócrifa carta en la que hubo sólo derrotados. A través de ellos podemos leer a quienes en estos días hablan, escriben, pontifican sobre Venezuela y quienes la representan. Sigue ahí lo que charlaron San Martín y Bolívar en 1822. Ya Borges no se enteró –él se basó en unas cartas apócrifas que presentó el embajador argentino en Perú en 1940– que un historiador colombiano llamado Armando Martínez aseguró contar con la carta que relata aquella mitológica reunión en Guayaquil. Dice que fue “cordial” y que se discutió el futuro de Perú. Que San Martín renunció a una reelección como encargado de ese territorio y que propuso que trajeran de Europa a un príncipe para gobernarlo. Que Bolívar se opuso reivindicando el Congreso de Angostura y la democracia americana. La carta donde se relataba todo esto –dice Martínez– era para conocimiento del general venezolano Antonio José de Sucre. Lo cierto es que, después de esa conversación, San Martín se embarcó para abandonar su protectorado sobre Perú. Un Constituyente se reunió en Lima el 22 de noviembre de 1822 pero, a la llegada de las tropas de Bolívar, decidió autodisolverse para darle al general poderes de dictador. El poeta Dylan Thomas escribió: “He oído el contar de muchos años. La pelota que arrojé cuando jugaba en el parque, aún no ha tocado el suelo”. La carta de Bolívar sigue ardiendo. Esta columna se publicó en la edición 2127 de la revista Proceso del 6 de agosto de 2017.

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