La crisis de la Autoridad Palestina

domingo, 27 de agosto de 2017 · 11:17
El presidente de la Autoridad Nacional Palestina, Mahmud Abás, terminó su periodo de gobierno hace ocho años, pero él y su partido Fatah se niegan a llamar a elecciones, ante el riesgo de que la organización islamista Hamás, que controla la Franja de Gaza y tiene fuerza también en Cisjordania, les arrebate el liderazgo de la causa de su pueblo y desate una nueva rebelión armada contra Israel. Sin embargo, su conducción del proceso de paz ya perdió credibilidad y no se perfilan claramente los posibles sucesores del dirigente de 82 años. CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).- Una inusual victoria para los palestinos se ha convertido en un paso atrás para su propia causa: la crisis de finales de julio en la mezquita Al Aqsa de Jerusalén fortaleció a la jerarquía religiosa sobre la civil y a los partidos islamistas sobre los nacionalistas, particularmente a Hamás frente a Fatah. Aunque la situación para el primer ministro israelí Benjamín Netanyahu parece ser, en lo inmediato, más ominosa que para el presidente palestino Mahmud Abás, y ambos están reaccionando con medidas represivas contra los medios de comunicación, a nivel institucional la Autoridad Nacional Palestina (ANP) entró en una fase de debilitamiento en la que incluso se cuestiona su razón de ser, y se teme su desintegración. Tanto Abás como el rey Abdalá de Jordania (quien está formalmente a cargo de administrar Al Aqsa) han expresado, por la vía de los gestos públicos, su hartazgo por el estancamiento del proceso de paz, la imparable continuación de las construcciones de colonias judías en tierras árabes, las ambigüedades de la política estadunidense de Donald Trump hacia Medio Oriente y por acciones contraproducentes, como las que llevaron a los enfrentamientos en la mezquita, que parecieron estar a punto de provocar una tercera Intifada. A 24 años de los Acuerdos de Paz de Oslo, que se cumplen el 13 de septiembre y pretendían terminar con el conflicto mediante la creación de dos Estados independientes en convivencia pacífica, y a 50 años de la ocupación de Cisjordania por Israel, iniciada el 5 de junio de 1967, la credibilidad del proceso de paz casi ha desaparecido y la división entre los palestinos sólo juega a favor de quienes dominan sus territorios. Triunfo inesperado Para los árabes, la mezquita Al Aqsa es el sitio desde donde el profeta Mahoma habría ascendido al cielo, junto al arcángel Jibril (Gabriel), y es el tercero más sagrado para el Islam, después de la Gran Mezquita de La Meca y de la del Profeta, en Medina. Se encuentra en la Explanada de las Mezquitas, una colina con una superficie de 15 hectáreas, que para los judíos se llama el Monte del Templo y es el lugar más sagrado porque guardaría los restos del Templo de Salomón, destruido por los romanos en el año 70. Desde la conquista de la Ciudad Vieja de Jerusalén por Israel, en 1967, se llegó a un acuerdo por el que la administración de la Explanada se mantendría a cargo de Jordania, mientras que la del Muro Occidental quedó en manos israelíes. Pero las disputas se han sucedido desde que un australiano trató de incendiar Al Aqsa en 1969: en 1982, un judío se escondió en el Domo de la Roca (otra mezquita de la Explanada) y ametralló a la multitud de fieles, matando a dos palestinos e hiriendo a 44; militantes judíos trataron de hacer explotar los edificios musulmanes en 1974, 1977, 1983 y 1984; y la intervención de fuerzas israelíes en disturbios en 1990 mató a 21 árabes e hirió a otros 150. Después de la primera rebelión o Intifada (1987-1993), la cual concluyó con los Acuerdos de Oslo que abrieron el proceso de paz, Ariel Sharon, líder del partido derechista Likud, realizó una visita –que había sido desaconsejada por el gobierno israelí– a la Explanada con un grupo de correligionarios y bajo la protección de un millar de policías. Ahí declaró que el sitio quedaría bajo control judío, el 28 de septiembre de 2000. La represión de las protestas palestinas dejó cuatro muertos: estos incidentes catapultaron a Sharon a una victoria electoral que lo convirtió en primer ministro y son considerados el inicio de la segunda Intifada, que duró cinco años, con saldo mortal de alrededor de mil israelíes y 3 mil palestinos. Se temió que la tercera pudiera comenzar el mes pasado, a raíz de que, el 14 de julio, tres jóvenes palestinos mataron a dos agentes israelíes en la Puerta de los Leones, fueron perseguidos por la policía dentro de la mezquita de Al Aqsa y ahí fueron muertos a balazos. Netanyahu impuso entonces restricciones de acceso para los palestinos y ordenó la instalación de arcos detectores de metales en las entradas de la Explanada, además de barreras y cámaras de súper alta definición. Durante dos semanas se produjeron manifestaciones y enfrentamientos en diversas partes de Cisjordania y Jerusalén, con resultado de tres israelíes muertos y de al menos cinco árabes (o hasta 15, según estadísticas palestinas). En el centro del conflicto, sin embargo, la indignación se canalizó de manera pacífica, con la negativa de los fieles a entrar al complejo y la decisión de miles de personas de realizar las cinco oraciones diarias en las estrechas callejuelas medievales. Inesperadamente, por la noche del 27 de julio, Netanyahu anunció la retirada de las medidas extraordinarias de seguridad. La celebración cundió en las zonas árabes y se extendió al día 28, cuando los palestinos acudieron masivamente a la mezquita de Al Aqsa. Tenían un sentimiento de victoria al que no están acostumbrados. La lucha de Netanyahu Aunque la decisión fue unilateral, los analistas israelíes hicieron notar dos hechos a los que atribuyeron el retroceso de su gobierno: El primero fue que el presidente palestino había ordenado la suspensión de todos los contactos oficiales con Israel y –lo más importante– de la coordinación en temas de seguridad, lo que hizo temer atentados y el estallido de la tercera Intifada. El segundo fue que Jordania permitió el retorno de personal diplomático israelí que estaba destacado en ese país, incluido un guardia de seguridad acusado de matar a dos jóvenes jordanos en una trifulca común, sin carácter político. Dentro del gabinete israelí, Netanyahu fue criticado con dureza por quienes son sus aliados y, a la vez, principales competidores por el liderazgo de los sectores de derecha y el puesto de primer ministro, como Naftali Bennett, de Educación, quien dijo a la radio que “cada vez que Israel cede estratégicamente, nos llega una Intifada; de alguna forma puede beneficiarnos en el corto plazo, pero en el largo, nos daña”. En general, diversas voces lo acusaron de debilidad, e incluso el diario Yisrael Yalom, que suele ser tan pro-Netanyahu que es llamado el Bibiton (un juego de palabras con la palabra hebrea para “diario”, y “Bibi”, apodo del primer ministro), encabezó su primera plana: La exhibición de impotencia de Netanyahu. El mandatario, que ha dominado la política israelí durante la mayor parte de las últimas dos décadas, ya estaba metido en bastantes problemas, asediado por dos investigaciones judiciales por soborno y fraude. Los fiscales tendrán que decidir si presentan cargos en su contra en la segunda mitad de octubre, lo que podría terminar con su carrera política e incluso enviarlo a la cárcel (en donde ya lo han precedido otros líderes de alto nivel: el expresidente Moshe Katsav y el exprimer ministro Ehud Olmert). En su lucha por la sobrevivencia, Netanyahu ha respondido dando pelea para mantener el liderazgo de la derecha, de entrada evadiendo una acusación que nunca había recibido, la de debilidad: ha iniciado un proceso para expulsar de Israel a los periodistas de la cadena catarí Al Jazeera, acusándola de “agitar la violencia” por su cobertura de las protestas de Al Aqsa; y yendo un paso más allá que sus antecesores, expresó su deseo de imponerle la pena de muerte (por segunda vez en la historia del país; la primera fue la del criminal de guerra nazi Adolf Eichmann, en 1962) a un palestino que mató a tres israelíes durante los enfrentamientos recientes. Sin embargo, si Netanyahu pierde el puesto de ninguna manera se produciría una crisis institucional grave en el gobierno israelí. El mencionado Bennett y el ministro de Defensa, Avigdor Lieberman, son sólo dos de los dirigentes derechistas con experiencia política y años de espera para ocupar su lugar, en tanto que la oposición de centro y de izquierda sigue dividida, desacreditada y sin dar muestras de poder aspirar a gobernar. El caso contrario es el de la ANP: el periodo del presidente Abás terminó oficialmente en 2009 pero él y su partido Fatah (fundado por el difunto Yasir Arafat) se han negado a llamar a elecciones, presionados por la popularidad de la organización islamista Hamás, que controla la franja de Gaza y tiene fuerza también en Cisjordania. Abás ha hecho lo posible por combatir no sólo a Hamás, sino también a sus competidores dentro del campo nacionalista, en particular a su excolaborador Mohamed Dahlan y al líder encarcelado Marwan Barghouti, purgando a sus simpatizantes de los puestos de dirección de Fatah y de la Organización para la Liberación de Palestina, e incluso ordenando el arresto de periodistas y el cierre de unos 30 portales en internet afines a Dahlan y a Hamás. Por eso, y a pesar de sus 82 años y de rumores de que su salud es frágil, no tiene sucesores claros. En un inicio, el presidente fue incapaz de prever las dimensiones que alcanzaría el conflicto y el 17 de julio, tres días después del enfrentamiento a la Puerta de los Leones, salió en viaje oficial a China. Tuvo que regresar apresuradamente el día 19, y apenas el 21, cuando se cumplía ya una semana de protestas, se reunió con el liderazgo palestino y anunció la suspensión de contactos con Israel. En general, las facciones políticas palestinas tardaron en hacerse presentes en el conflicto: quienes tomaron la iniciativa de organizar –y ordenar– las manifestaciones fueron el jefe del Consejo Islámico Supremo, Akrama Sabri; el gran mufti de Jerusalén, Muhamad Hussein, y otros dirigentes religiosos, quienes le dieron al movimiento un carácter propio al hacer de la oración en las calles el principal acto de repudio. “No nos hemos presentado como alternativa a nadie –dijo Akrama Sabri a la cadena Al Arabiya–, los que deseen contribuir tiene libertad para hacerlo, pero los políticos fracasaron en dirigir el alzamiento contra la ocupación y necesitábamos intervenir rápidamente.” En la administración palestina se cree que, al intervenir en Al Aqsa, Netanyahu cometió el error de añadirle una capa religiosa al conflicto nacional. El periódico Al Monitor cita a un funcionario que, a condición del anonimato, advierte que “los israelíes no entienden el enorme peligro de una guerra religiosa” que “traería a Hamás, Hezbollah e Irán al frente de la lucha armada y pondría en peligro a los elementos pragmáticos del liderazgo palestino”, lo que condenaría a Tel Aviv a “confrontar a fundamentalistas islámicos que no evadirán la violencia popular, militar o terrorista”. El mismo político argumenta que el estancamiento en el proceso de paz, la mala actitud de la administración Trump y el debilitamiento propio “han cambiado la retórica de Abás en las discusiones internas del liderazgo palestino” y el presidente, si falla la diplomacia y empeora la violencia, “está amenazando con renunciar a fin de año y desmantelar la ANP”, lo que devolvería a su pueblo a la fase de lucha armada bajo el gobierno directo de los militares israelíes sobre las ciudades palestinas. Tal vez ese sea un extremo al que todavía no vayan a llegar. Pero en medios palestinos e israelíes se especula que hay una grave crisis en desarrollo dentro de la ANP, que podría estallar antes de lo esperado. Este reportaje se publicó el 20 de agosto en la edición 2129 de la revista Proceso.

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