El destituyente

domingo, 3 de septiembre de 2017 · 10:30
CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).- “Que se vayan todos”, fue el lema de la rebelión argentina del 19 y 20 de diciembre de 2001. No buscaba tirar al poder constituido y sustituirlo por uno más representativo. Tampoco, como la desobediencia civil, apuntaba a cambiar una ley injusta. Las rebeliones se entienden a sí mismas mucho tiempo después de que se esfuman y, de hecho, sus consecuencias son cómo las leemos más tarde. Esta rebelión encontró en “el poder destituyente” su trama. Lo de 2001, nos dice el Colectivo Situaciones, era “deslegitimar la acción política hecha en nuestro nombre”. Era retirar la soberanía entregada. Como se sabe, la soberanía de los ciudadanos es concederle a un representante el poder para actuar en nuestro nombre. Es la razón fantasmal debajo de nuestra servidumbre voluntaria. Cuando se quita, se abre un espacio para crear nuevos contactos colectivos fuera de las instituciones, dentro de las cuales la rebelión se niega a actuar pero que tampoco busca destruir. Se entiende que el Estado ya no tiene ninguna idea de futuro colectivo, mejoramiento social o logro humano, sino que sólo administra las crisis que él mismo genera. Al mismo tiempo, llena de principios teológicos su acción política: las instituciones, la democracia, el mercado libre, las leyes, el presidente, las Fuerzas Armadas. Es como si se hablara de Dios. Nadie que no quiera pasar por hereje puede hoy hablar contra el mercado o contra la democracia, convertidos en dogmas religiosos. Dentro de ese dogma secular se separa a los políticamente humanos de los que sólo sobreviven, no “entienden”, “no respetan”, es decir, de los que no son susceptibles de ser representados porque carecen de “subjetividad”. Los que no se someten a lo “trascendente” de su origen, clase, género, geografía, etnia, esos son los que acaban por experimentar con una política de la des-soberanía. Giorgio Agamben ha retomado la idea de un poder destituyente recurriendo al cuento de Herman Melville, “Bartleby”. Como se sabe, la historia es sobre la contratación en Wall Street de un escribano. Aunque realiza con eficacia su trabajo de recibir cartas con peticiones muertas, Bartleby no hace lo que le pide su jefe, el abogado que cuenta la historia. A cualquier requerimiento de su jefe, Bartleby responde con el célebre: “Preferiría no hacerlo”. Lo despiden y no se va, precisamente porque “preferiría no hacerlo”. Su inmovilidad opcional llega a tal grado, que su jefe decide mudar la oficina de lugar para poder deshacerse del escribano. Bartleby tampoco se va cuando llegan los nuevos inquilinos. Entonces la policía lo encarcela por ser un vagabundo. Finalmente, Bartleby muere de inanición porque “prefiere” no comer. Según Agamben, la idea (aristotélica) es que, en libertad, todos tenemos el mismo potencial para ser que para no ser. Como la pregunta de Hamlet. Pero, en vez de actuar para vengar el honor de su padre, Bartleby decide retirarse. No es una resistencia a la autoridad sino que escoge ser indiferente ante ella y eso la desarma. No es un escape sino la aceptación de las consecuencias de la retirada. Lo propio es uno, es decir, es lo que permanece incluso cuando somos separados por el poder en segmentos “representables”, y Bartleby es “la nada como una potencialidad absoluta”. Es, si acaso, la afirmación de nuestra autonomía, en primer lugar, como alejamiento consciente de la forma en que el poder quiere que obedezcamos. En ese “poder destituyente”, la libertad no es un fin, sino sólo un prólogo. Falta todo lo demás: qué creación emerge de un tiempo suspendido, en el que ya no obedecemos las normas de la soberanía. La retirada es táctica, no para siempre. “Que se vayan todos” no es lo mismo que “todos son iguales”, la consigna de las ONG de la derecha empresarial mexicana, la misma que ha llamado a no votar. La primera, la argentina, apela a la conciencia de la soberanía popular que puede imaginariamente quitársele a los representantes. La segunda, la mexicana, clama por una mayor resignación. Su nada no es una afirmación de autonomía, sino de abulia, de política despolitizada. Se dirige contra la política y los partidos, en el fantasioso supuesto de que “un ciudadano” podría redimir el estado de caos en el que naufragamos. Me recuerdan a los conservadores que, ante la guerra contra los liberales en el siglo XIX, buscaron a un “príncipe extranjero” que mediara en el conflicto. Ahora es “un ciudadano”, es decir, parte del país decente –los que obedecen las reglas de la clase, el género, la geografía y, por lo tanto, pueden ser “representados” en su segmento– y gobernable que obtiene la pureza de su no-experiencia política o burocrática. Una castidad que los exculparía de preguntarse: “¿Qué hacemos después de lo que hemos hecho?”. Porque hay que recordar que esa misma derecha intervino como presión para desatar la idea de que la “inseguridad” se terminaría con un Estado policiaco; con el Ejército y la Marina ejecutando personas. O que es la autora de la idea de que la “iniciativa privada” era honesta y eficaz, contra el corrupto, demagógico y dispendioso Estado de bienestar. Hoy despectivamente llamado “populismo”. Si los políticos de partido son “todos iguales”, los ciudadanos no. La derecha no apela al “pueblo” –para los neoliberales sólo existe “la población” que, normalmente, vive sobre un yacimiento de petróleo o consume el agua que debería desviarse para proveer a una cervecera– sino que clama por “la representación” de los representables, unos “ciudadanos” ya separados del resto. En el “poder constituyente” hay muy pocos de esos “ciudadanos” que no vivan la separación de la política de la vida misma, de la forma de ser y no ser. El poder constituido es un Estado de excepción para la mayoría. Pero esto no puede redimirse mediante un poder “constituyente”, es decir, uno que, como en el doble poder de Dios de los franciscanos –el que crea de la nada algo y el que administra esa creación en sus contingencias–, llama a que se junten los poderosos a simular que la ley no proviene de su violencia originaria. Inventar, pues, un antecedente puro, en el que se evitará, con decoro, toda mención a los que no son “ciudadanos”. Pero tampoco es una cuestión de destruir. El poder destituyente no es atacar una patrulla de policía o saquear un banco, sino pensar si nuestra potencialidad singular nos da para existir sin policías y sin bancos. Atacar un edificio no destruye el estado de cosas, sólo lo reafirma en espectáculo y en certeza de que “la ley debe imponerse”. La política no puede seguir siendo la continuación de la guerra por apropiarse o conquistar posiciones. Tiene que ser una acción para constituirse en sujetos en comunidad; quitarle al Estado constituido el mito de que, en su ausencia, viviríamos la hobbesiana “guerra de todos contra todos”, cuando es justo de la que ahora se alimenta el Estado neoliberal. La aniquilación que ha llevado a cabo el Estado es, además de física, simbólica: quienes se definen como “enemigos” han sido extirpados de esa invención de la imagen del país. Lo marginal es el residuo con el que se alimenta la excepción. El destituyente restaura el “basta”, el “no” de Bartleby como una práctica social al abrirle con su “no afirmativo” una puerta, un tiempo fuera, a las posibilidades que no abarca la política de la soberanía. A todas esas subjetividades aniquiladas por el poder por no encajar con sus previsiones. De la destitución no se desprende ni un manifiesto ni una acción política a seguir. Sólo se experimenta un espacio extrainstitucional que no busca la hegemonía. No es votar o no votar, vigilar o no lo que pasa con quienes nos representan, indignarse o evadirse del espectáculo de la matanza, el robo, y el abuso; cambiar leyes, personas o continuar con las mismas. Es algo mucho más pequeño. Es un tiempo en el que, ya pasado el movimiento que experimentó su singularidad en una plaza pública, quienes participaron en él tienen la turbación de preguntarse: “¿Qué hacemos después de lo que nos han hecho?”. Esta columna se publicó el 27 de agosto de 2017 en la edición 2130 de la revista Proceso.

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