Juárez y el guardián del archivo escondido

domingo, 10 de septiembre de 2017 · 09:54
Es del dominio general que durante su largo peregrinar por el país el presidente Benito Juárez llevó consigo el archivo nacional con los documentos más valiosos, como el Acta de la Independencia. Pero la historia de Juan de la Cruz Borrego, a quien el presidente encargara de custodiarlos en una gruta de La Laguna, apenas es conocida. Un maestro y periodista del lugar, Eusebio Vázquez Navarro, biógrafo de De la Cruz Borrego, la cuenta a detalle aquí. CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).- El ganadero y agricultor Juan de la Cruz Borrego estuvo al mando para cuidar, “con su vida”, durante dos años y 8 meses, el archivo de la Nación que llevaba consigo Benito Juárez mientras huía de las tropas francesas y los conservadores mexicanos. Los documentos estuvieron escondidos de septiembre de 1864 a mayo de 1867 en una cueva, llamada Del Tabaco, en el poblado El Gatuño, ahora Congregación Hidalgo, municipio de Matamoros de La Laguna, Coahuila. Muchos de los custodios fueron torturados por los franceses para que dijeran dónde estaba el acervo empacado en 55 fardos, que cruzaron hasta ahí desde la capital del país en once carretas, según el periodistas y profesor Eusebio Vázquez Navarro, quien al dirigir la Escuela Primaria Rural Federal Juan de la Cruz Borrego se interesó en investigar sobre este personaje. Hacia 1967 logró una biografía de De la Cruz Borrego con informes obtenidos de miembros de esa comunidad y documentos existentes en el Museo Juarista de Congregación Hidalgo, fundado por Luis Treviño Alzalde, quien a su vez era pariente del defensor del archivo. Vázquez Navarro, de 72 años, explica, vía telefónica desde Torreón, que esa biografía de De la Cruz Borrego pasó a integrar el sustento de la Dirección Federal de Educación el 17 de marzo de 1967, y fue publicada en dos diarios locales, La Opinión y El Siglo. Ambos medios además editaron el retrato “de ese personaje matamorense ignorado”. Tras leer el texto “Docuficción sobre Juárez y la República restaurada” en el ejemplar de este semanario la semana pasada sobre un programa de Discovery Channel (a proyectarse el 24 de septiembre con motivo de los 150 años de la entrada triunfal del presidente Benito Juárez a la Ciudad de México), el maestro de primaria y educación media en lengua y literatura españolas se contactó con Proceso para relatar la crónica histórica que indagó hace medio siglo: “Serían aproximadamente las 12 horas cuando llegaron Benito Juárez y sus ministros Guillermo Prieto, Sebastián Lerdo de Tejada y José María Iglesias al poblado El Gatuño para tomar un ligero descanso y dar agua a los animales. El coronel Jesús González Herrera, quien conocía la región, les servía de guía. “A Juárez, preocupado por conseguir la victoria y salvar al país, también le afligía el archivo. Dijo: ‘Ese inestimable tesoro que llevo dentro de esos cajones, representa más que yo mismo los Supremos Poderes, porque ese archivo es y debe ser inmortal, porque representa la historia misma de la Patria’. El presidente se resguardaba en una casa de adobe. Reflexionó unos instantes bajo aquel techo, y le preguntó al coronel González Herrera: ‘¿Cree usted que aún pueda encontrar hombres a quienes nada importe la vida cuando la Patria los reclame?’. El militar le contestó: ‘Señor presidente, entre nosotros hay varios’…” Vázquez Navarro sigue el relato con un notable entusiasmo: “Entonces, Juárez le expresó a González Herrera: ‘Quiero uno solo, porque la misión que quiero encomendarle es más preciada que mi propia vida’. Le contestó el oficial: ‘Por aquí hay uno, señor presidente, en quien confío más que en mí mismo’. “Mientras iban por el hombre, una humilde campesina lagunera, toda temblorosa de emoción, no se atrevía a acercarse al presidente. Se detuvo a unos cuantos pasos llevando en sus manos una taza de café y le dijo: ‘Señor…’. Juárez levantó la cabeza y al verla se puso de pie, mientras decía: ‘Adelante, señora. Seguramente usted es la patrona de esta vivienda’. La mujer, llamada Cesárea Rivas de Álvarez, le respondió: ‘Que ahora es la suya, señor presidente. Sólo quería ofrecerle una taza de café, creo que le será provechoso después de su penoso viaje’. ‘De buen agrado, señora’, respondió Juárez.” El profesor despliega: “Empezaba Juárez a saborear el vaporoso café, cuando regresó el coronel González Herrera, seguido de De la Cruz Borrego. Según los testimonios, en el rostro de De la Cruz Borrego se advertía una lealtad a toda prueba. Permanecía mudo, con sus ojos en los de Juárez, a quien admiraba y respetaba por cuanto había oído acerca de su magna obra.” –La misión que quiero encomendarle no sólo es delicada, quizás signifique para usted la muerte –dijo a De la Cruz Borrego. Según el autor de los libros Vida y obra de un zacatecano y Crónicas de Juchipila, el ganadero le manifestó al impulsor de las Leyes de Reforma: –Yo me daría la muerte primero, antes de traicionar a mi Patria. Juárez le dio las gracias: –Ay de nosotros y de México entero si lo que voy a confiar a usted cae en manos de nuestros enemigos. Vázquez Navarro resalta la declaración que De la Cruz Borrego le hizo al abogado oaxaqueño: –Señor presidente, si tan grande es lo que usted me pide, puedo asegurarle que no menos grandes serán mis sacrificios. Y que Juárez le enfatizó: –Voy a poner en sus manos, como si fueran las mías, este archivo, ¿podría hacerse cargo de él hasta mi regreso? Se estrecharon las manos. De la Cruz Borrego aceptó el encargo, diciendo: –Señor Juárez, es mi deber como mexicano y como republicano no eludir vida ni patrimonio porque cuanto tengo y valgo es de México. Dura y peligrosa tarea Juárez iba escoltado por el Ejército mexicano, cuidándose de los franceses, revela Vázquez Navarro: “De la Cruz Borrego seleccionó hombres de su confianza de los poblados El Gatuño, El Huarache y La Soledad: Ángel Ramírez, Julián Argumedo, Vicente Ramírez, Cecilio Ramírez, Andrés Ramírez, Diego de los Santos, Epifanio e Ignacio Reyes, Telésforo y Gerónimo Reyes, Mateo Guillén, Francisco, Julián y Guillermo Caro, Marino Ortiz, Guadalupe Sarmiento, Gerónimo Salazar y Pablo y Manuel Arreguín. “Ellos trasladaron los documentos al arroyo El Jabalí, por donde nadie transitaba, pero recordaron que en ese mes de septiembre llegaban las crecientes del arroyo y el agua podría indudablemente dañar los valiosos documentos. Y fue Vicente Ramírez, quien conociendo como la palma de su mano la sierra que se levanta al occidente de Congregación Hidalgo, propuso la cueva llamada Del Tabaco, guarida en otro tiempo de contrabandistas de esa yerba entonces prohibida. Era un lugar perfecto: entrada estrecha, y la roca formando un muro natural que casi la ocultaba,  y reforzada con un macizo de mezquites y un granjeno que cubrían con sus ramajes la boca de la cueva”. Sorprendido declara que del arroyo de El Jabalí a la Cueva del Tabaco hay como diez kilómetros: “Debió ser un gran esfuerzo de esos hombres trasladar, en las noches, los bultos de los valiosos documentos dejados a su cuidado por el presidente Juárez, y una vez que quedaron guardados se estableció una guardia que desde la cresta de la sierra avizoraba las llanuras”. –Se organizaron sin duda alguna. –Sí, se armaron como pudieron. Quien intentara acercarse, caería acribillado por las balas. Benito Juárez lo había dicho: el asunto era de vida o muerte. Pero los invasores franceses y los traidores (los conservadores) llegaron por esos rumbos buscando los archivos. Algún soplón debió informarles que ahí habían llegado las once carretas que no formaban ya parte de la comitiva presidencial. “Empezó el terror, el asesinato y la barbarie por parte de los franceses. Muchos de los custodios fueron martirizados salvajemente, como los hermanos Pablo y Manuel Arreguín, muriendo el primero de ellos acribillado a tiros. Ahí por febrero de 1866, estaba Marino Ortiz parado frente a la puerta de un jacal y hasta él llegó un grupo de hombres bien armados, bajo el mando de Toribio Regalado, quien hizo que el señor Ortiz hablara con él a solas, y al no revelarle el secreto se lo llevó, y según el testimonio de los descendientes de los tulises, que eran los aborígenes de la región, lo golpearon hasta hacerlo sangrar, y antes de colgarlo le desollaron las plantas de los pies y así lo obligaron a caminar sobre brasas de mezquite. Interrogado, Ortiz negó todo. Le quemaron el bajo vientre con brasas. ¡Y nada! Por último lo colgaron de un árbol, y ¡murió con el secreto!” –¿Se salvó Juan de la Cruz Borrego? –Sí, y conservó a salvo el archivo de las huestes francesas. Al triunfo de la República, en mayo de 1867, los documentos fueron entregados a jefes y oficiales del gobierno en un lugar llamado La Punta, al sur de la población de Viesca, Coahuila. De la Cruz Borrego iba con Jesús Chavero y Bernardino Altamirano, acompañados de una escolta de 30 hombres. La historiadora Patricia Galeana, exdirectora del Archivo General de la Nación (1994-1999), autora de alrededor de 15 libros y actual titular del Instituto Nacional de Estudios Históricos de las Revoluciones de México (INEHRM), subraya a este medio que en esa cueva efectivamente se escondió el archivo, “pero no estuvo ahí todo, Juárez sólo se llevó los documentos que consideró más importantes y lo regresaron cuando Juárez retornó a la Ciudad de México”. Vázquez Navarro finaliza: “Después de su heroica hazaña, De la Cruz Borrego se dedicó de nuevo a sus actividades. Murió en junio de 1899. Sus restos se hallan en el monumento a Juárez en Matamoros de La Laguna. Había nacido el 24 de junio de 1815. Existen documentos que revelan que sabía escribir y leer. Se casó con Benita Rodríguez, y procrearon ocho hijos: Mariano, Juana, Félix, Agustín, Felipe, Fernando, Manuel y Gabriel. “Fue altruista con los que lo necesitaban y fue crítico enemigo del egoísmo mal fundado de las clases dominantes. Era admirado por quienes lo rodeaban”. Este texto se publicó el 3 de septiembre de 2017 en la edición 2131 de la revista Proceso.

Comentarios