Tenga su 15 de septiembre

viernes, 15 de septiembre de 2017 · 09:37
CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).- Cuando se sube la escalinata de la Columna de la Independencia, el Ángel, la primera cara con la que uno se topa no es la de Hidalgo, Morelos o Guerrero, sino con quien dio origen a las aventuras del Zorro, de la novela de 1919 de Johnston McCulley, y a la película del siguiente año, con Douglas Fairbanks. Es nuestro primer independentista y se llamó Guillén de Lamporte. La Santa Inquisición lo procesó durante 17 años, entre 1642 y 1659, acusado de conspirar para construir una “nación de indígenas y pueblo”, y jamás lo doblegó; murió en la hoguera. Fue una novela de Vicente Riva Palacio, Memorias de un impostor, la que dio a Guillén su carácter de seductor, espadachín y poeta, pero en sus escritos de la cárcel está el germen de lo que llamamos patriotismo. Sólo por aclarar, el patriotismo es el amor a los tuyos; el nacionalismo es el odio a los otros, como se le atribuye haber dicho a Charles de Gaulle. Pero volvamos a las ideas de Guillén. Había nacido en el puerto de Wexford, sur de Irlanda, en 1610, el segundo de cuatro hermanos que usurpaban el apellido noble “Lombardo”. Tanto Fray Juan, su hermano mayor, como Guillén –William– estudiaron con los franciscanos y jesuitas en Francia y España y terminaron en México. Hijo de un pescador, es descrito por el parte de la Inquisición para reaprehenderlo una vez que escapa de la prisión en 1650, como “de mediana estatura, rubio de barba, y cabello tirante a castaño, enjuto en carnes, quebrado de color y ojos muy vivos. Habla como perico”. Guillén es el pícaro o, como lo nombra Javier Meza en su biografía, El laberinto de la mentira, el adaptado fraudulento: “Como pobre, aborrecía su condición, pero también a la sociedad que le impedía ascender, por lo que siempre buscaba el golpe de suerte que le ayudara a dejar de ser lo que era”. Toda una definición de los independentistas. Guillén llega a la Nueva España a bordo de la nave capitana de una flota que zarpa el 21 de abril de 1640 y que lleva “una de las espinas de la corona de Cristo, un dedo de la mano de San Andrés y leche de Nuestra Señora”. También llevaba al nuevo virrey, Diego López Pacheco, que no durará en el puesto por las conspiraciones en su contra encabezadas por el obispo Juan Palafox. Guillén llegó a Veracruz diciendo que era astrólogo y nigromante por lo que rápidamente se convirtió en lector de horóscopos. Se ofreció también a curar la impotencia en un ritual que involucraba un gato y un hierro incandescente que el paciente debía sostener en su mano hasta hacer aparecer a quien le había causado la deficiencia. Cuando llegó a la Ciudad de México, Guillén pretendía ser informante del rey de España en el conflicto con Portugal y daba charlas acerca de la situación política en China, Italia y Flandes. Pero fue en el Cabildo de la capital en donde conoció a Ignacio Fernando Pérez, un indígena ciego de Taxco al que ayudó a redactar sus quejas por los maltratos en las minas de Alonso de Cerecedo. A cambio, Guillén le pidió medio real de peyote. La droga bebible ayudaba a pronosticar el futuro personal y de la Nueva España. El irlandés soñó “que era virrey y que en la plaza pública degollaban a Diego López Pacheco”. A mediados de agosto de 1642 el indio regresó a Taxco, a su pueblo en San Martín Acamixtlahuacán, con una propuesta de Guillén: si le conseguía 300 indios flecheros, él les prometía encabezar una rebelión para que “todos juntos restaurasen esta tierra y la liberaran de la tiranía con la que los trataban”. Desaparecerían la esclavitud, los tributos, los repartimientos, y la tierra volvería a sus dueños originarios. Cuando el indio Pérez le preguntó cómo haría esa rebelión, Guillén le confesó que, si extraía una piedra del cerebro de un cuervo y se la ponía debajo de la lengua, podía ser invisible. Cuando se lo volvió a preguntar, dijo que sabía la forma de falsificar un nombramiento real. A la tercera vez, sólo respondió: “Necesitaría un ejército de indios y negros”. A la siguiente noche la Inquisición lo arrestó. En su declaración del jueves 30 de octubre de 1642, Guillén, de 26 años, sostiene que pertenece a una familia de “barones y condesas”, heredera de su abuelo paterno, Patrick Lombardo El Grande, “que luchó por la fe católica en la provincia de la Genia”. Que estudió inglés y griego en Londres con su maestro John Gray y que no soportó las herejías de los protestantes por lo que huyó a Francia, pero en el camino fue secuestrado por piratas, a quienes evangelizó. Que llegó a Francia y, más tarde, a España donde se hizo amigo del rey Felipe IV. Que el monarca lo envió a la batalla de Nördlingen donde, en 1634, derrotaron a los suecos y, luego, en el Canal de Inglaterra, a los holandeses. Que era informante del rey en la Nueva España con el mejor disfraz posible: el de pobre. Cuando se le preguntó por un manifiesto en el que sostenía que la corona española no tenía derecho sobre las tierras americanas y que la Nueva España era una “tiranía opresora” de los indios, Guillén dijo que era sólo una trampa para descubrir quién estaba en contra de las instituciones virreinales. Cuando se le preguntó por el uso del peyote, al que se relacionaba con la “idolatría”, Guillén respondió que era como una “hierba” irlandesa de nombre “tams” y que se usaba en las Navidades para “decir disparates”. La Inquisición perseguía el uso del peyote porque se empleaba para “adivinar futuros contingentes”. Una forma poética de describir la utopía. La cárcel de Guillén fue la de un preso político. Él siempre negó las acusaciones de herejía y, en cambio, reivindicaba la idea de “liberar a la Nueva España” y se lanzaba contra los inquisidores a los que se refería como “Nerones que hacen todo por su hacienda y no por Dios”. Por su parte éstos lo acusaron formalmente por “tratar de establecer un régimen de gente popular” y usar peyote “para conocer el futuro”, en 71 cargos agrupados en cinco rubros: hechicería, mentiras, traición política, transgresión del orden carcelario y faltas a la autoridad del Santo Oficio. Sin duda, “querer despojar al rey de su reino en la Nueva España” mediante cédulas falsas y “planear abolir la esclavitud” fueron los más graves, pero todas sus historias en México, desde la cura de la impotencia hasta que se hacía invisible fueron recogidas por la Inquisición. Un cargo más: “se ostenta como libertador de judíos”. Ante las acusaciones, Guillén pasó a la ofensiva. A los 29 testigos que presentaron en su contra los acusó de “mantener amores escandalosos con mulatillas”, ser aliados de Portugal o estar influenciados por el Diablo. Cuando se le recuerda que es, en realidad, hijo de un simple pescador y no un noble, Guillén pone de ejemplo a Jesús, hijo de un carpintero: “No tener camisa no es delito contra ninguna fe ni contra la buena fama”. Cuando se le acusa de hechicero, responde como un erudito citando a San Cipriano, Santo Tomás, San Isidoro y San Agustín: “Las estrellas no fuerzan la voluntad de los hombres. La magia de San Agustín no arrebata la libertad de los hombres, antes los hace practicar lo que es la divina disposición que antecede toda causa natural”. Fue hasta el miércoles 10 de febrero de 1649 que la Inquisición volvió con una acusación sancionada por el Consejo de Indias con otros tres testigos nuevos. Guillén pidió al Santo Oficio que se excusara de juzgar su caso porque era “parte interesada” en sentenciarlo. De la invisibilidad mágica se defendió así: “Dios ha creado lo visible y también lo que no podemos ver, como el alma y los pensamientos ocultos”. Y sentenció con astucia: “¿Y no es cierto que no es necesario invocar al Diablo porque éste se aparece sin haberlo invocado?”. Fue condenado a cadena perpetua. Tres meses antes de fugarse, Guillén comenzó a escribir en papel para tabaco con cáscaras ahumadas contra el virrey y el Santo Oficio. A las tres de la mañana del 26 de diciembre de 1649, con ayuda de otro preso, el herrero Pinto, desmontaron los barrotes del ladrillo reblandecido por las inundaciones, bajaron al jardín del inquisidor –la prisión estaba abajo– y subieron el muro para saltar a la calle ayudados con unas cuerdas. Pegó los manifiestos en la puerta de la Catedral Metropolitana, en Tacuba y otro en Donceles. Tenía una frase demoledora: “La Inquisición, mediante azotes, tormentos y negar la comida, hace que los católicos renieguen de su fe y se apropian de sus propiedades y se las quedan y se las tragan, diciendo que tenían nada o poco”. Y citaba la República de Platón: “El ministro y oficio que causaran más pérdida que ganancia a la república se han de extirpar”. Tres días después, por un delator, Guillén fue recapturado. Lo arrojaron al piso lodoso de una prisión inundada y el inquisidor Sáenz de Mañozca lo pisó en el cuello con su bota. El miércoles 19 de noviembre de 1659, montado en un asno y con un pregonero gritando sus delitos, Guillén Lampart fue llevado al quemadero de la Inquisición en la Plaza de San Hipólito. Eran las cinco de la tarde cuando se gritó: “Que se queme en vivas llamas de fuego hasta que se convierta en cenizas y de él no quede memoria alguna”. De esa memoria está hecha el patriotismo. De esa Patria que sueña, resiste. Y, a veces, es recordada. Esta columna se publicó el 10 de septiembre en la edición 2132 de la revista Proceso.

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