La postura mexicana: Amenaza nuclear contra la vida y la cultura

sábado, 23 de septiembre de 2017 · 09:57
CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).- En su sesión quincuagésima novena (1994-1995) la Asamblea General de la ONU adoptó una resolución trascendente en materia de desarme nuclear que hoy vuelve a cobrar una enorme relevancia tanto en el ámbito internacional como en el nacional por varios motivos, en particular por las resoluciones del Consejo de Seguridad (CS) de las Naciones Unidas con motivo del desarrollo de armamento nuclear por parte de Corea del Norte, hecho que coincide con el cincuentenario del Tratado para la Proscripción de las Armas Nucleares en América Latina y el Caribe (Tratado de Tlatelolco). En efecto, en 1994, mediante la resolución 49/75K, la ONU solicitó a la Corte Internacional de Justicia de La Haya (CIJ) que emitiera una opinión sobre si el empleo en cualquier circunstancia de armas nucleares o la amenaza mediante éstas es contraria al derecho internacional. En respuesta a esa solicitud, la CIJ convocó a una serie de países, entre ellos México, para que dieran su opinión previa al respecto. La Corte emitió finalmente su opinión en julio de 1996, que careció sin embargo de la contundencia que se esperaba y, desde luego, que se necesitaba. Esta opinión obligó al juez Christopher Gregory Weeramantry, de Sri Lanka, escribir un voto particular, que en los anales de la Corte se cita como un texto fundamental no sólo por su consistencia, sino también por su defensa del patrimonio cultural de la humanidad. El contexto Ya en junio de 1994 la Organización Mundial de la Salud (OMS) había solicitado a la Corte de La Haya que se pronunciara acerca de si era lícito amenazar con armas nucleares o emplearlas en cualquier circunstancia. La petición fue rechazada por la CIJ bajo el argumento de que la OMS carecía de legitimidad para solicitar esta opinión. Posteriormente, ese tribunal se vio obligado a resolver la solicitud de la Asamblea General de la ONU, que convocó al gobierno de México a tomar parte en las argumentaciones. De esta manera, el Estado mexicano emitió uno de los textos más claros en la historia de nuestra diplomacia, el cual fue presentado ante la CIJ en junio de 1995. Este dictamen se refirió no solamente al derecho relativo a los conflictos armados (jus in bello) sino a los análisis del derecho internacional sobre el mantenimiento de la paz y la seguridad internacionales. A lo largo del tiempo han sido múltiples las declaraciones, pronunciamientos y resoluciones sobre este tema, circunscrito a lo que se conoce como derecho internacional consuetudinario. Concomitantemente, existen instrumentos internacionales como el propio Tratado de Tlatelolco, que ya ha sido replicado en el Pacífico sur. De importancia capital es también el Tratado sobre la No Proliferación de las Armas Nucleares (TNP por sus siglas en inglés). Este último tratado, cuya vigencia era de 25 años, fue prorrogado por tiempo indefinido en 1995. La posición mexicana ha sido firme: la prórroga de ninguna manera legitimaba la posesión de armas nucleares –éstas se hallan en poder de cinco Estados, denominados por ello Nuclear Weapons States, NWS por sus siglas en inglés, que son los que ocupan los lugares permanentes en el Consejo de Seguridad de la ONU. Antes al contrario, la postura de México ha sido considerar que la prórroga es una advertencia manifiesta de que la posesión de armas nucleares solamente debía entenderse en forma temporal. El TNP desarrolla así un régimen discriminatorio que, si bien puede ser tolerado, jamás puede ser aceptado. La prórroga del TNP no debe considerarse como una perpetuación de esta dicotomía entre NWS y los Estados libres de armas atómicas (Non Nuclear Weapons States, NNWS por sus siglas en inglés); el preámbulo de este tratado es el heraldo de una voluntad internacional evidente dirigida a la eliminación de los arsenales atómicos. La argumentación mexicana es enfática: la simple amenaza, para no decir el empleo de armas nucleares, es contraria al derecho internacional. A pesar del TNP, otros Estados ya militan ahora como poseedores de armas nucleares, como la India y Pakistán, y últimamente Corea del Norte, cuyo belicismo es perturbador. El problema de fondo, pues, persiste: no hay una disposición expresa en el derecho internacional que prohíba el empleo de armas nucleares, salvo en regiones específicas. Sin embargo, de ello no se colige que su uso esté permitido; considerar que sí lo está es inaceptable por varios motivos, sobre todo porque hacerlo subvierte todo el sistema legal internacional. En este orden, el alegato mexicano ante el tribunal de La Haya sostuvo que la ilicitud puede ser inferida porque la amenaza o el empleo de armas nucleares transgreden los principios y objetivos de la misma Carta de la ONU (la Carta). En efecto, la capacidad destructiva de estos artefactos significa una amenaza para la paz y la seguridad internacionales, que por sí sola constituye un elemento de convicción irrefutable. Conforme a la Carta, los Estados deben abstenerse del empleo de la fuerza en la solución de controversias, y por extensión de la amenaza. Ambos eventos tienen un trato igual y son contarios al derecho internacional. La Asamblea General, empero, solicitó a la CIJ pronunciarse sobre si la amenaza o el empleo de la fuerza en cualquier circunstancia eran contrarios a ese derecho. Como preludio, y en previsión de un ataque preventivo, la ONU ya había determinado que el Estado que empleara primero armas atómicas cometería un crimen muy grave de lesa humanidad. El uso de la amenaza no ha sido objeto de una declaración contundente por parte de la ONU. Existe, sí, un pronunciamiento de la Secretaría General que considera que la amenaza se actualiza cuando un Estado intimida a otro con el uso de la fuerza para imponer su voluntad. En este sentido, el texto mexicano aportó ante la CIJ elementos de convicción trascendentes; si se considera que el efecto destructivo del arma atómica hace peculiar su naturaleza, la intimidación con armas nucleares preconstituye una alteración del orden internacional, ya que trastoca la independencia política del Estado amenazado. En el caso del programa nuclear de Corea del Norte, el Consejo de Seguridad ha impuesto medidas severas en contra del país asiático que son vinculantes para toda la comunidad internacional. Conforme a la Carta de la ONU, es ese órgano el que puede activar el mecanismo de seguridad colectiva cuando exista una amenaza para la paz o su quebranto, o un acto de agresión, y tomar las medidas para restaurar la paz y la seguridad internacionales. El argumento mexicano ante la Corte sostuvo empero que el CS tiene limitaciones, pues conforme al Capítulo VII de la Carta no puede autorizar indiscriminadamente el empleo de armas nucleares por su efecto destructivo; más aún, cualquier resolución en este sentido sería contraria a los acuerdos reiteradamente adoptados por la Asamblea General. El documento de Cancillería ante la Corte de La Haya contiene además reflexiones importantes en torno al principio de autodefensa: De acuerdo con la Carta de la ONU, todo Estado tiene derecho a defenderse mediante el uso de la fuerza cuando es víctima de un ataque armado, pero la respuesta debe ser proporcional al ataque perpetrado, aun cuando resulte necesaria ante este último. La proporcionalidad y la necesidad son elementos concurrentes en la autodefensa. Ésta, sin embargo, no puede ser excesiva; por ello, ni en este supuesto está legitimado el empleo de armas atómicas, ya que su efecto devastador e incontrolable pondría en riesgo a la humanidad en su conjunto y haría inviable el principio de proporcionalidad. Más aún, el uso del arma atómica atenta asimismo contra el derecho humanitario, toda vez que un ataque nuclear sería devastador tanto para el cuerpo castrense como para la sociedad civil en su conjunto, sin soslayar que el efecto devastador tendría graves consecuencias aun para Estados ajenos al conflicto. La conclusión del Estado mexicano ante la CIJ fue contundente: en ninguna circunstancia el derecho internacional legitima la amenaza o el empleo de las armas atómicas. El voto particular  Si bien es cierto que las opiniones de la CIJ no son vinculantes, constituyen parte del derecho internacional consuetudinario; en la requerida por la Asamblea General a la Corte de La Haya, este tribunal no fue lo suficientemente condenatorio, lo que, como se indicó párrafos antes, motivó al juez Weeramantry, de Sri Lanka, escribir un voto particular. Este voto singular se nutrió de los argumentos mexicanos y con ello los solidificó; adicionalmente el mismo juez invocó, por primera ocasión en un precedente jurisdiccional internacional, la Convención para la Protección de los Bienes Culturales en Caso de Conflicto armado de 1954 (Convención de La Haya) y sus Protocolos. El juzgador refirió que solamente en la ciudad de Colonia, Alemania, se habían listado cerca de 9 mil edificios de importancia cultural. Con una sola bomba atómica quedaría destruida toda la ciudad, y con ella sus monumentos históricos, eventualidad que nunca ocurrió con ningún bombardeo durante la Segunda Guerra mundial en Europa. La Convención de la Haya, concluyó el juzgador, propugna que los sitios y monumentos históricos, lugares de oración y recintos de arte que constituyen el legado cultural y espiritual de los pueblos gozan por ello de una protección especial ante los eventos de hostilidad. Así, resulta claro que esa Convención y sus Protocolos están diseñados para conflictos con armas convencionales y que los temas inherentes a la destrucción masiva con armas nucleares y al derecho humanitario emergente fueron pospuestos. No obstante, hicieron extensivas las reflexiones de este voto particular a la protección del legado cultural y le dio una nueva perspectiva. Pero esta Convención ha tenido resultados limitados, como en los casos del Medio y Cercano Oriente, regiones de alta volatilidad con escenarios propicios para activar la Convención de La Haya. Así, en la guerra de 1967 las partes en conflicto solicitaron la aplicación de la Convención; jamás lograron instalar la Comisión supervisora. En la guerra entre Irak e Irán de la década de los ochenta sucedió lo mismo. Durante el conflicto bélico entre Irak y Kuwait (1990-1991), el director de antigüedades iraquí se apropió personalmente de la colección al-Sabah, una de las más importantes en arte islámico, y la llevó a Bagdad. Este despojo fue efímero. Al término de la guerra y bajo supervisión internacional, múltiples bienes culturales, entre otros esta colección, fueron restituidos. Las disposiciones de la Convención de La Haya en cuanto a la salvaguarda de los bienes culturales fueron totalmente ignoradas. A la invasión de Kuwait le siguió inmediatamente la operación Tormenta del Desierto, a partir de la cual el ejército estadunidense privilegió los objetivos militares; al hacerlo, los llamados daños colaterales culturales fueron numerosos. Para dar una idea del pillaje perpetrado en la región en estos tiempos tan convulsos, el tráfico ilícito se había intensificado con destino a los mercados europeos y estadunidense pese a la prohibición expresa del Consejo de Seguridad. En 1997 se llegó a sostener que las antigüedades confiscadas en la frontera jordana bastarían para volver a colmar el Museo de Bagdad. El precedente de Afganistán resulta igualmente patético. A raíz de la llamada segunda guerra del golfo u operación Libertad Iraquí, iniciada en marzo de 2003, el profesor Mcguire Gibson, de la Universidad de Chicago, elaboró listas de cientos de sitios arqueológicos. En el nuevo conflicto se privilegió otra vez la estrategia militar. Solamente después de una gran presión internacional se logró reestablecer la protección del patrimonio cultural de la región, cuando los daños culturales ya eran cuantiosos. El llamado Estado Islámico (EI) perpetró uno de los pillajes y movimientos iconoclastas más atroces en una zona que se había caracterizado por su riqueza cultural. Fue el CS el que detuvo el pillaje, aunque lo hizo por consideraciones metaculturales: el tráfico ilícito de antigüedades se había convertido en la segunda fuente de aprovisionamiento financiero de grupos extremistas como el propio EI. Años antes, tan sólo en la guerra civil de Líbano de 1975 se lograron resultados más aceptables en la observancia de la Convención de La Haya; el ejército israelí mostró una gran cooperación: permitió el inventario de bienes del Museo de Beirut y su trasladado al Instituto Francés de Arqueología de Damasco. En territorio europeo, la Convención de la Haya tampoco tuvo la fuerza necesaria. La guerra en la ex Yugoslavia, que estuvo marcada por una tragedia humanitaria inmensa, fue altamente lesiva para los monumentos culturales. La destrucción del puente Mosar y los bombardeos a la ciudad de Dubrovnik fueron lo suficientemente elocuentes en lo que concierne a daños a la población y a las comunidades religiosas. Queda solamente volver sobre el Manifiesto Russell-Einstein, al que se adhirieron otros científicos de primer orden y en el que se urge a los gobiernos a tomar conciencia y reconocer públicamente que sus propósitos no pueden alcanzarse por medio de la guerra, por lo que, en consecuencia, deben encontrar medios pacíficos para solucionar sus controversias y con ello salvaguardar también el patrimonio cultural de la humanidad. *Doctor en derecho por la Universidad Panthéon-Assas.

Comentarios

Otras Noticias