Los rohingyas de Birmania, la mayor etnia sin patria en el mundo

martes, 26 de septiembre de 2017 · 15:33
CIUDAD DE MÉXICO (apro).- Desde los satélites, más de 80 grandes incendios han sido detectados en el estado de Rakhine, en el oeste de Myanmar (Birmania), desde el 25 de agosto. Son poblaciones de la etnia rohingya, atacadas por el ejército y milicias armadas. Ni a periodistas ni a miembros de organizaciones humanitarias les permiten aproximarse a la zona. Pero los testimonios y algunas grabaciones que llevan los que escapan de ahí son estremecedores: soldados que entran disparando en las aldeas, masacres sin discriminar a niños o mujeres, violaciones tumultuarias, saqueo, quema de casas, bienes y cuerpos. La ONU estima que, en un mes, 480 mil rohingyas han cruzado la frontera hacia Bangladesh, un país extremadamente pobre y parcialmente inundado por las tormentas de un monzón muy duro. Largas filas de personas, que llevan sobre sus cabezas fardos con todas las posesiones que pudieron rescatar, cruzan ríos y se abren paso por la selva. UNICEF ha recibido ya a más de mil 100 niños que han tenido que emprender la huida sin sus padres o algún adulto que los proteja. Las autoridades birmanas reportaron el miércoles 13 que sus soldados habían realizado “operaciones de despeje” en unas 500 aldeas, que en 40% quedaron vacías y en otro 10%, parcialmente vacías. Esto es una “limpieza étnica”, denunció ese mismo día el secretario general de la ONU, el portugués António Guterres. Es un término de tal gravedad para la justicia internacional que los diplomáticos no lo usan si no están plenamente convencidos de que es lo adecuado. “Crímenes contra la humanidad”, los llamó Human Rights Watch el lunes 25, después de que lo hiciera Amnistía Internacional. “Genocidio”, clamó el gobierno de Bangladesh. Varios galardonados con el Premio Nobel de la Paz han expresado su dolor y preocupación. Se dirigen, en particular, a su compañera Aung San Suu Kyi, quien lo recibió en 1991. Es la política más popular e influyente del país. Desde 2016, ostenta el cargo de consejera del Estado, equivalente al de primer ministro. Por la larga lucha que emprendió por la democratización de Birmania –portentoso ejemplo de resistencia pacífica y temple espiritual-, ha sido comparada con Nelson Mandela o Mahatma Gandhi. Desde el arzobispo sudafricano Desmond Tutu hasta la joven paquistaní Malala Yousafzaí, los Nobel le han pedido en cartas y discursos que intervenga para detener la violencia. Hay un “iceberg de desinformación”, replicó Suu Kyi. “Falsas noticias”, aseguró, repitiendo esa frase favorita de Donald Trump. Y después, guardó silencio. Pueblo sin patria "A las tres de la tarde, los militares entraron en casa y mataron a mi madre, de 70 años. Mi hermana, que estaba pariendo a un niño, otra hermana que estaba embarazada de siete meses, mi hijo de cuatro años y mi sobrino de cinco fueron asesinados a tiros. Mi esposa recibió un disparo que también atravesó a mi hijo, que estaba en su regazo". El rohingya Ko Mratt le dio este testimonio a la Red de Derechos Humanos de Birmania. Los soldados habían exigido entrar para ver si había hombres armados escondiéndose, pero la familia estaba en pleno proceso de parto y les negaron el acceso. Los uniformados rompieron las puertas y, aunque no vieron al enemigo que buscaban, abrieron fuego contra las mujeres y los niños. Las estimaciones de muertes van de 500 a tres mil. Además, decenas de miles de rohingyas se aprietan en campamentos para desplazados internos. Los que han huido a la selva o tratan de llegar a la frontera, sufren de hambre y enfermedades. Sólo el 20% de los que escapan son hombres adultos. La crisis dio inicio por el contraataque militar, a raíz de que insurgentes rohingyas intentaron asaltar varios puestos de policía y una base del ejército, lo que habrían dejado 77 rebeldes y 12 agentes muertos, ese 25 de agosto. Ésta es la versión oficial: la de los opositores es que en realidad se estaban defendiendo de una ofensiva gubernamental. En todo caso, la respuesta ha sido masiva y devastadora. Sus enemigos los llaman bengalíes, no rohingyas, para mostrar que no son birmanos sino originarios de Bangladesh. Es una discusión muy vieja: los nacionalistas rechazan de plano los datos que indican que en esa zona ha habido rohingyas desde el siglo XV, y que muchos otros llegaron durante la colonización británica. En 1982, la dictadura militar que entonces gobernaba el país instituyó una constitución que no reconoce a los rohingyas –que son entre un millón y un millón 300 mil personas- como connacionales: desde entonces, la suya es la mayor etnia sin patria en el mundo. Con el objetivo de forzarlos a marcharse a Bangladesh, el ejército ha emprendido sucesivas campañas contra ellos: en 1978, 1991-92, 2012, 2015 y la actual. La diferencia, esta vez, es que unos pocos decidieron defenderse y en octubre de 2016 formaron un grupo denominado Ejército de Salvación Rohingya, integrado por alrededor de 500 hombres, que enfrentan a unos 400 mil soldados. Su presencia le viene bien al hombre fuerte de Myanmar, sin embargo: el general Min Aung Hlaing los llama terroristas y sus acciones le sirven para justificar la violencia contra todos los rohingyas. Se apoya, además, en el nacionalismo religioso que atiza las agresiones. El Dalai Lama, que comparte con Suu Kyi el ser budista y Nobel de la Paz, apeló a esas coincidencias para pedir que “tú y tus colegas busquen una solución humana y duradera a este agudo problema”. Pero si alguien pensaba que el budismo escapa a la violencia fanática que suelen engendrar las religiones, éste es un ejemplo de su error: los monjes budistas arengan en los templos y las calles para exterminar a los rohingyas, que son musulmanes, y encabezan multitudes que lanzan al ataque. La decepción El 2 de abril de 2012, Aung San Suu Kyi salió a saludar a sus seguidores, en la casa que daba sede a su partido, la Liga Nacional de la Democracia (LND). En 1990, habían ganado las elecciones, pero la dictadura militar las canceló y dio inicio a la persecución política. De los 22 años siguientes, Suu Kyi pasó 15 en cuatro periodos de encarcelamiento o prisión domiciliaria. Muchos de sus compañeros fueron asesinados o murieron en sucios calabozos. Otros tuvieron que partir al exilio. El enviado de Proceso la vio vestida de blanco y con una rosa roja en las manos: Suu Kyi –entonces de 66 años-, habló con un tono de voz calmo, con palabras mesuradas pero severas: su LND acababa de arrasar en unos comicios legislativos parciales, llevándose la totalidad de los 44 escaños en pugna, y sabía que facciones del ejército estaban tentadas a dar un golpe de Estado. Yangón, la principal ciudad, todavía semejaba una Habana a la budista: el centro está formado por edificios coloniales británicos estremecidos por el deterioro, como los de Cuba, aunque en lugar de iglesias, hay pagodas. Pero los pocos hoteles estaban repletos, en ese momento, de hombres de negocios de naciones occidentales y orientales: después de 50 años de gobierno militar, la democratización llevaría al levantamiento de las severas sanciones internacionales que asfixiaban la economía, y las oportunidades se multiplicarían. La posibilidad de enriquecerse era el incentivo de los generales para permitir los cambios. En noviembre de 2015, la LND ganó las elecciones generales y poco después, Suu Kyi se puso al frente del gobierno. Una de las grandes dudas desde el principio del proceso, sin embargo, era qué actitud tomaría la Nobel de la Paz ante el asunto de los rohingya: ¿se enfrentaría a los generales? Las dudas se han despejado ahora: la líder que hizo de la meditación el arma con la que su mente y su cuerpo resistieron las presiones de los militares, ahora los respaldaba. Ante la indignación internacional, Suu Kyi anunció ante el parlamento, el miércoles 20, que su gobierno estaba preparado para “organizar el retorno” de los refugiados, pero con un matiz fundamental: las autoridades sólo acogerán a “los verdaderos ciudadanos”, lo que significa que los jefes militares –que han encabezado la persecución contra los rohingya y que son herederos de los que los desnacionalizaron en 1982- podrán decidir a quién admiten. Todo esto ha ocurrido ante el azoro de muchos de quienes admiraban a Aung San Suu Kyi: unos no lo pueden creer; otros se han vuelto en su contra (una petición en línea para que le retiren el Nobel llevaba 428 mil firmas, el martes 26). La pregunta que todos comparten es: ¿por qué? Joshua Kurlantzick, experto para el sudeste asiático del Consejo de Relaciones Exteriores, en Washington, D.C., planteó en un artículo en el Washington Post (15 sep) los factores que probablemente responden esta cuestión: Suu Kyi nunca ha mostrado simpatía por los rohingya y probablemente también los considera extranjeros indeseables; en su propio partido, predominan las voces anti-rohingya; esta actitud también es ampliamente predominante entre el pueblo birmano, así es que salir en defensa de los perseguidos tendría un gran costo político; el budismo militante está creciendo en influencia, con numerosas organizaciones de base que no necesariamente son seguidoras de Suu Kyi pero con las que sería imprudente enemistarse; su gobierno tiene dos prioridades: mejorar la economía y consolidar acuerdos de paz con otros grupos étnicos que mantuvieron largos conflictos armados con los militares, por lo que el tema rohingya es secundario; tampoco quiere abrir ángulos de enfrentamiento con el ejército: al ceder una parte del poder, los generales se aseguraron la otra: controlan los ministerios de Gobernación, Defensa y Asuntos Fronterizos y tienen derecho a ocupar el 25% del parlamento, por lo que es posible que Suu Kyi no crea tener la capacidad de obligarlos a detener su ofensiva. Para terminar, Kurlantzick evoca la conocida testarudez de la indomable dirigente, y advierte que la presión externa “parece haberla hecho más intransigente” e incluso, “más necia por el sentimiento de que ha sido traicionada: los mismos países, organizaciones de derechos humanos y líderes internacionales que la apoyaron por décadas ahora se han lanzado en su contra”.

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