'Misa Negra”, de John Gray

miércoles, 15 de noviembre de 2017 · 15:19
CIUDAD DE MÉXICO (apro).– Misa negra. La religión apocalíptica y la muerte de la utopía se titula el libro del teórico británico y filósofo de la ciencia política John N. Gray (South Shields, abril 17 de 1948), mismo que traducido del original Black Mass al castellano por Albino Santos Mosquera, ahora presenta Editorial Sexto Piso en 339 páginas. Gray es considerado uno de los pensadores más importantes de nuestro tiempo. Ha sido profesor de Ciencias Políticas en la Universidad de Oxford y de Pensamiento Europeo en la London School of Economics. En Sexto Piso ha publicado: El silencio de los animales. Sobre el progreso y otros mitos modernos (2013), La Comisión para la inmortalización. La ciencia y la extraña cruzada para burlar a la muerte (2014) y El alma de las marionetas. Un breve estudio sobre la libertad del ser humano (2015). En la contraportada de esta primera edición al español de Misa negra, leemos: “Con su estilo característico, tan claro y lúcido como sugerente y provocador, John Gray señala hasta qué punto el concepto occidental de progreso y su visión lineal del tiempo y de la historia son deudores del cristianismo, por mucho que en los últimos siglos se los haya querido invertir con el privilegio de lo racional, de lo cientifista. “Todo pensamiento revolucionario, utópico, ha estado profundamente marcado por el pensamiento apocalíptico del cristianismo primitivo y medieval, que se resumía en la espera de los últimos días y de la llegada de un acontecimiento salvífico que trajera la revelación. Y, por lo menos desde el Terror francés, los movimientos revolucionarios (ya se tratara de los anarquistas rusos, el bolchevismo, el nazismo…) se vieron casi siempre acompañados de un furor jacobino: para traer el nuevo reino había que destruir hasta sus cimientos el viejo mundo y aniquilar a todos aquellos que se opusieran al nuevo orden. “Así, según la tesis de Gray, los más recientes herederos de ese fervor revolucionario y utópico han sido las huestes neoconservadoras, con Bush hijo (reconocido cristiano “renacido”) a la cabeza. En una cruzada global contra el Mal, George W. Bush y sus aliados decidieron que debían salvar el mundo y que para ello era preciso exportar a todos los rincones de la Tierra, aunque fuera a base de bombas y mentiras, la democracia de corte neoliberal y el Mercado Libre. “Así, el resultado de no querer comprender la complejidad del contexto, fue un caos mucho mayor que el anterior, en todos y cada uno de los lugares que se pretendía ‘salvar’. Misa negra es una lectura informada apasionante, y también una lección de sabiduría e humildad.” A continuación, el primer capítulo del libro para nuestros lectores. La muerte de la utopía La política de la Edad Contemporánea constituye otro capítulo más de la historia de la religión. Los momentos de mayor agitación revolucionaria que tanto han influido en gran parte de los dos últimos siglos fueron también episodios de la historia de la fe religiosa: lances encuadrados dentro de la prolongada disolución del cristianismo y el ascenso de la religión política moderna. El mundo en el que nos encontramos en pleno comienzo de un nuevo milenio está lleno de escombros de los proyectos utópicos que, aunque fueron formulados en términos laicos que negaban la verdad de la religión, funcionaron en la práctica como formas de transmisión de los mitos religiosos. El comunismo y el nazismo afirmaban basarse en la ciencia: en el caso del primero, se trataba de una falsa ciencia del materialismo histórico, y en el nazismo, del fárrago del “racismo científico”. Pese a que tales tesis eran fraudulentas, el uso de la pseudociencia no cesó con la caída de los totalitarismos que culminó con la disolución de la URSS en diciembre de 1991, sino que tuvo continuidad en las teorías neoconservadoras que afirmaban que el mundo converge hacia una única forma de gobierno y un mismo sistema económico: la democracia universal (o un libre mercado global). A pesar de haberse ataviado con los ropajes de las ciencias sociales, lo cierto es que la creencia de la humanidad estaba a punto de entrar en una nueva era no suponía más que una nueva versión de las creencias apocalípticas que se remontan a los tiempos más antiguos. Jesús y sus discípulos creían estar viviendo una especie de fin de los tiempos, tras el cual los males del mundo desaparecerían para siempre. La enfermedad y la muerte, las hambrunas y al hambre en general, la guerra y la opresión: todos ellos dejarían de existir después de una batalla que conmocionaría al mundo y en la que las fuerzas del Mal serían fulminantemente destruidas. Ésa era la fe que inspiraba a los primeros cristianos y, si bien la idea del “fin de los tiempos” fue reinterpretada por los pensadores cristianos posteriores como una metáfora del cambio espiritual, las imágenes del apocalipsis han sido una obsesión en la vida occidental desde aquellos lejanos inicios. Durante la Edad Media, Europa fue sacudida por diversos movimientos de masas inspirados por la creencia de que la historia estaba llegando a su fin y, en su lugar, nacería un mundo nuevo. Pero aunque esos cristianos medievales creían que sólo Dios podía crear ese mundo nuevo, la fe en el “fin de los tiempos” no se desvaneció cuando el cristianismo inició su declive, sino todo lo contrario: con el declinar del cristianismo, la esperanza en la llegada en un punto final inminente adquirió mayor intensidad y militancia. Muchos revolucionarios contemporáneos, como los jacobinos franceses y los bolcheviques rusos, detestaban la religión tradicional, pero su convencimiento de que los crímenes y las locuras del pasado podrían desparecer a partir de una transformación integral de la vida humana supuso una especie de reencarnación laica de toda una serie de creencias cristianas anteriores. Estos revolucionarios modernos eran exponentes radicales del pensamiento de la Ilustración, que aspiraba a sustituir la religión por una visión científica del mundo. Pero la creencia ilustrada en la posibilidad de un cambio repentino en la historia, tras el cual los defectos de la sociedad humana serán desterrados por siempre jamás, es una consecuencia del cristianismo. Las ideologías ilustradas de los últimos siglos fueron, en considerable medida, escisiones de la teología. La historia de la pasada centuria no es la de un avance de la laicidad, como a muchas mentes biempensantes de izquierda y derecha les agrada creer. Las respectivas conquistas del poder llevadas a cabo por los bolcheviques y por los nazis fueron levantamientos tan confesionales como la insurrección teocrática liderada por el ayatola Jomeini en Irán. La idea misma de la revolución entendida como un acontecimiento transformador en la historia es deudora de la religión. Los movimientos revolucionarios modernos son una continuación de la religión por otros medios. Pero no han sido solamente los revolucionarios quienes han abrazado versiones seculares de creencias religiosas. También lo han hecho los humanistas liberales, quienes ven el progreso como una lenta lucha de carácter gradual. Aunque pueda parecer incompatible imaginar que el mundo está a punto de tocar a su fin y, al mismo tiempo, creer en el progreso continuo, lo cierto es que, en el fondo, no son convicciones tan divergentes. Tanto si ponen el acento en los cambios paulatinos como si lo hacen en la transformación revolucionaria, las teorías del progreso distan de ser hipótesis científicas. Son mitos que respondan a la necesidad humana de sentido. Desde la Revolución francesa, toda una sucesión de movimientos utópicos ha transformado la vida política. Han sido destruidas sociedades enteras y el mundo ha cambiado para siempre. La reforma prevista por los pensadores utópicos no ha llegado a producirse y sus proyectos, en su mayor parte, han arrojado resultados opuestos a los inicialmente pretendidos. Pero esto no ha impedido que se hayan vuelto a lanzar proyectos similares una y otra vez hasta en la actualidad, en el albor del siglo XXI, cuando el estado más poderoso del mundo ha puesto en marcha una campaña para exportar la democracia a Oriente Medio y al resto del mundo. Los proyectos utópicos reprodujeron los mitos religiosos que habían enardecido movimientos masivos de creyentes durante la Edad Media y despertaron una violencia similar. El terror secular de la era moderna es una versión transformada de la violencia que ha acompañado al cristianismo a lo largo de su historia. Durante más de doscientos años, la fe cristiana en un “fin de los tiempos” iniciado por Dios se convirtió en la creencia de que la utopía podía ser alcanzada mediante la acción humana. Revestidos con el atuendo de la ciencia, los anteriores mitos apocalípticos cristianos dieron pie a una nueva forma de violencia confesional. Cuando el proyecto de la democracia universal se hundió en las ensangrentadas calles de Irak, empezó a invertirse la tendencia. El utopismo sufrió un duro golpe. Pero la política y la guerra no han dejado de ser medios de transmisión para los mitos. La religión apocalíptica da forma tanto a las políticas del presidente estadunidense George W. Bush, como a los de su antagonista iraní, Mahmud Ahmadineyad. Allí donde se produce, el renacer de la religión se entremezcla con los conflictos políticos, entre los que se incluye la lucha cada vez más intensa por las decrecientes reservas de recursos naturales de la Tierra. Pero no cabe duda de que la religión ha vuelto a erigirse en un auténtico poder con derecho propio. Con la muerte de la utopía, ha resurgido la religión, pura y descarnada, como fuerza en la política mundial.

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