'La tentación de ser felices”, de Lorenzo Marone

martes, 21 de noviembre de 2017 · 14:03
CIUDAD DE MÉXICO (apro).- Es común que un narrador viejo escriba sobre andanzas juveniles o sus memorias noveladas; pero que un escritor se lance a escribir su primer novela a los 41 años de edad e invente en ella a un protagonista de 77, Cesare Annunziata, descarado pero lleno de humanidad, sí que es noticia. Estamos hablando del napolitano Lorenzo Marone (1978), quien tras trabajar como abogado durante una década, mientras escribía relatos que no dejaba leer a nadie, decidió dedicarse a la literatura de tiempo completo en 2015 con La tentación de ser felices (La tentazione di essere felice, en el original italiano), novela escrita por su personaje Cesare Annunziata, un viejo viudo desde hace cinco años y padre de dos hijos. HarperCollins México ofrece este libro de Lorenzo Marone, La tentación de ser felices, traducido por Ana Romeral, 251 páginas que a juicio de La Stampa es “un brindis a la felicidad”. Según Corriere della Sera, “una novela inolvidable ambientada en Nápoles, un libro cómico y mordaz que nos sumerge en el drama y la ternura”; y de acuerdo a Il Mattino: “La novela debe su éxito en gran parte al maravilloso personaje que Marone ha creado, Cesare Annunziata, y al divertido y paradójico hecho de que nos encontramos ante una excelente novela de formación con un protagonista de más de 70 años.” Lorenzo Marone ganó el Premio Stresa con esta su primer novela, siendo La tentación de ser felices un gran éxito de crítica y ventas en el panorama italiano, amén de traducirse a más de diez idiomas y ser llevada al cine por el prestigioso director Gianni Amelio (Magisano, Calabria, 1945). Cesare Annunziata ha decidido olvidarse de todo y de todos. Los pocos balances de su vida están marcados por una feroz ironía, tal vez por miedo a no poder seguir haciéndolos. Su existencia podría seguir su rumbo hasta su previsible y universal final entre vasos de vino con Marino, el viejecito neurótico del segundo piso; las charlas no deseadas con Eleonora, la loca de los gatos del vecindario; y fogonazos de pasión carnal con Rossana, la enfermera madura que redondea sus ingresos con atenciones de pago a los viudos del barrio. Pero un día llega a su edificio la joven y enigmática Emma, lo cual trastocará la existencia de Cesare Annunziata… Ofrecemos a continuación un fragmento del comienzo de esta historia, para deleite de nuestros lectores. Cesare Annunziata El tictac del despertador es el único sonido que me acompaña. A esta hora la gente duerme. Dicen que las primeras horas de la mañana son las mejores para dormir; el cerebro está en fase REM –que es en la que se sueña--, la respiración se vuelve irregular y los ojos se mueven rápidamente de un lado a otro. Un espectáculo para nada divertido, algo parecido a encontrarse delante de un endemoniado. Yo nunca sueño. Por lo menos, no me acuerdo. Puede que sea porque duermo poco y me despierto temprano. O quizá porque soy viejo y cuando uno se hace viejo los sueños se agotan. El cerebro se ha pasado toda la vida elaborando las fantasías más estrambóticas, es normal que con el tiempo empiece a perder facultades. Nuestra vena creativa tiene su punto álgido en un momento determinado de nuestra existencia. Después inicia el descenso y, al final de nuestros días, ya no somos capaces ni de imaginar una escena de sexo. Sin embargo, cuando se es joven se empieza precisamente por ahí, por imaginarse increíbles noches de pasión con la showgirl de turno; con la compañera de pupitre; o incluso con la profesora, que, no se sabe muy bien porqué, parece deseosa de buscar refugio en los brazos de un mocoso con bigotillo y lleno de granos. Es verdad que la inventiva comienza antes, desde pequeños, pero creo que la masturbación juvenil tiene mucho que ver con la formación de la creatividad. Yo era muy creativo. Decido abrir los ojos. Total, en este estado es imposible dormir. En la cama el cerebro hace viajes alucinantes. Por ejemplo: Me viene a la mente la casa de mis abuelos. Todavía puedo verla, visitarla, pasar de una habitación a otra, escuchar el chirriar de la puerta de la alacena del comedor o de los pajarillos que pían en el balcón. Ahora me detengo en la decoración, recuerdo el más mínimo de los detalles, hasta las figuritas de cerámica que decoraban los muebles. Si aprieto fuerte los párpados, consigo incluso verme a mí mismo reflejado en el espejo de la abuela, verme de niño. Lo sé, había dicho que ya no sueño, pero me refería a soñar dormido. Sin embargo, cuando estoy en vela, todavía soy capaz de defenderme. Miro con el rabillo del ojo el despertador y suelto una maldición bajo las sábanas. Pensaba que serían las cinco, pero son todavía las cuatro y cuarto de la mañana. Fuera es de noche, una alarma antirrobo suena intermitentemente, la humedad difumina los contornos y los gatos se acurrucan debajo de un coche. El barrio duerme y yo doy vueltas en la cama. Cambio de posición y me obligo a cerrar de nuevo los ojos. La verdad es que no consigo estar acostado y quieto ni un minuto. Libero toda la energía acumulada durante el día, un poco como hace el mar en verano, que acumula el calor de la mañana para soltarlo por la noche. Mi abuela decía que cuando el cuerpo no está dispuesto a descansar, lo mejor es estarse quieto. Después de un rato el cuerpo entiende que no es momento de juerga y se tranquiliza. Lo que pasa es que para llevar a cabo semejante empeño hay que tener paciencia y autocontrol, y desde hace algún tiempo a mí se me han agotado los dos. Me doy cuenta de que estoy mirando fijamente un libro que hay encima de la mesilla de noche que tengo al lado. Ya he mirado en otras ocasiones su portada, pero aun así compruebo que se me han escapado algunos detalles. Me invade una sensación de estupor que, más tarde, consigo averiguar a qué se debe: puedo leer de cerca. Nadie a mi edad en el mundo entero puede hacerlo. La tecnología ha dado pasos de gigante en el último siglo, pero la presbicia continúa siendo uno de los grandes misterios para la ciencia. Me toco la cara con las manos y comprendo el porqué de tan imprevista y milagrosa curación: me he puesto los lentes, un gesto instintivo que hago ya sin pensar. Llega el momento de levantarse. Voy al baño. No debería decirlo, pero como soy viejo hago lo que me da la gana. Pues eso, que hago pis sentado, como las mujeres. Y no porque las piernas no me sostengan, sino porque con mi manguera sería capaz de regar hasta los azulejos de la pared de enfrente. Hay poco que hacer al respecto, este chisme a partir de determinada edad cobra vida propia. Le sucede como a mí –y un poco como a todos los ancianos--, que se brinca olímpicamente a los que quieren darle lecciones de vida y hace lo que le da la gana. El que se queja de la vejez está loco o, siendo más precisos, ciego. Uno que no ve más allá de su nariz. Porque ante la vejez solo hay una alternativa, y esta no me parece la más deseable. Aunque, como decía, lo más interesante es que puedes hacer lo que te da la gana. A nosotros, los ancianos, se nos permite hacer lo que queramos. Si un viejecito roba en un supermercado, se le mira con candor y compasión. Sin embargo, si es un chico joven el que roba, se le llama cuando menos bribón. En resumen, a partir de determinada edad a uno se le abren las puertas a un mundo hasta ese momento inaccesible; un mundo poblado por gente amable, atenta y afectuosa. Pero lo más preciado que se consigue con la vejez es respeto. La integridad moral, la solidaridad, la cultura y el talento no son nada al lado de la piel apergaminada, las manchas en la cabeza y las manos temblorosas. En cualquier caso, hoy día soy un hombre respetado, lo que, téngalo por seguro, no es poca cosa. El respeto es un arma que permite al hombre alcanzar una meta para otros inaccesible, hacer con su vida lo que quiere. Me llamo Cesare Annunziata, tengo setenta y siete años, y durante sesenta y dos años y ciento once días he tirado mi vida a la basura. Después he entendido que había llegado el momento de sacar provecho de mi condición de anciano para conseguir algo mejor.

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