La suicida apuesta de la elite conservadora colombiana: descarrilar la paz con las FARC

lunes, 27 de noviembre de 2017 · 11:05
BOGOTÁ (apro).- Los acuerdos de paz con la exguerrilla de las FARC, que el viernes pasado cumplieron un año de su firma, corren el riesgo de fracasar por el oportunismo político de la derecha colombiana y por el empecinamiento del segmento más conservador de una elite nacional que, históricamente, ha obstaculizado la participación política y el desarrollo social de los sectores de mayor marginalidad. Esa misma elite, fue la que en los años 60 respondió con represión y con todo el poder de fuego del Ejército a un grupo de campesinos que demandaban tierra y el fin del despojo de sus parcelas por parte de latifundistas. Colombia fue uno de los pocos países latinoamericanos donde no hubo una reforma agraria significativa durante el siglo XX y el único en el que la violencia alentada desde los poderes político y económico se convirtió en el principal mecanismo para dirimir los conflictos políticos y sociales. El resultado fue el surgimiento de varias guerrillas (las FARC, el ELN, el EPL, el M-19, el Quintín Lame y el PRT, entre otras) y de grupos paramilitares de extrema derecha creados, financiados y utilizados por latifundistas, empresarios, políticos y agentes del Estado para desarrollar una guerra sucia contra cualquier colombiano que fuera o pareciera guerrillero o izquierdista. El conflicto armado interno se ha prolongado por más de medio siglo. En mayo pasado cumplió 53 años, y aunque ya se firmó la paz con las FARC, que llegaron a ser la guerrilla más poderosa del continente, queda pendiente hacerlo con el ELN. A lo largo de estos años, todos los actores de la guerra interna han cometido atrocidades. Las guerrillas secuestraron y asesinaron a miles de civiles; agentes del Estado cometieron miles de desapariciones forzadas, torturas y homicidios selectivos; los paramilitares y sus financiadores cometieron, entre muchos otros crímenes de lesa humidad, un genocidio contra la Unión Patriótica, una organización política legal a la que le mataron --solo por ser de izquierda-- a tres mil 186 militantes y dirigentes en los años 80 y 90. A un año de la firma de los acuerdos de paz con las FARC, es importante recordar todos los hechos porque la derecha colombiana y la elite política y económica que le están haciendo la guerra a esos pactos y que buscan entorpecer su cumplimiento parecen partir del falso supuesto de que esa exguerrilla es responsable de todos los males de este país y que, por tanto, no merece perdón ni una salida política a cambio de su desarme. Según los argumentos de los cada vez más numerosos opositores políticos a los acuerdos de paz con las FARC, esos pactos permiten la impunidad de los excomandantes de esa organización. También rechazan la participación en política de los exguerrilleros sin que hayan pagado por los crímenes atroces que cometieron en el marco del conflicto. El acuerdo de paz, sin embargo, establece esa participación política sobre la base de que se cambien las balas por los votos. Toda la derecha unida El ultraderechista partido Centro Democrático, del expresidente Álvaro Uribe, y Cambio Radical, del aspirante presidencial Germán Vargas Lleras, han encabezado en el Congreso una operación política para modificar los acuerdos de paz con las FARC a través de las leyes que se requieren para su cumplimiento. Vargas Lleras, quien hasta hace ocho meses era vicepresidente y parte del gobierno que hizo los acuerdos de paz con las FARC, ha tenido durante las últimas semanas un súbito viraje que lo dejó como un crítico acérrimo de esos pactos, lo cual no importaría demasiado si no fuera porque su bancada en el Congreso, unida al Centro Democrático, está obstaculizando el cumplimiento de lo negociado con esa exguerrilla. Por ejemplo, en el Senado ya lograron dejar fuera de la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP) --el mecanismo de justicia transicional que juzgará y sancionará los crímenes graves cometidos durante el conflicto armado-- a los civiles que financiaron a grupos paramilitares. Y esto es porque que sectores empresariales y políticos temen que los magistrados de la JEP, que fueron elegidos por un comité encabezado por un representante del secretario general de la ONU, acabe llamando a connotados políticos y hombres de negocios cuyas compañías hicieron generosas contribuciones económicas a los paramilitares que, según el Centro de Memoria Histórica, perpetraron ocho mil 903 asesinatos selectivos y mil 166 masacres de población civil. Un hombre clave en las objeciones a la JEP, a algunos de cuyos magistrados la derecha acusa de “izquierdistas y hasta comunistas” por haber sido defensores de derechos humanos, es el fiscal general Néstor Humberto Martínez, quien en el pasado ha sido abogado de los principales grupos económicos de este país. El Fiscal, también militante de Cambio Radical, el partido del presidenciable Vargas Lleras, goza de gran resonancia en los medios de comunicación y ha sido el principal crítico de los “peligros” de la JEP para la Constitución y la estabilidad jurídica del país. El fiscal teme que la JEP termine por suplantar a la justicia ordinaria. Pero es precisamente esta justicia, de la que forma parte la Fiscalía, la que ha sido incapaz de hacer justicia a las miles de víctimas del conflicto armado interno. Este dato, de entre decenas que existen, resulta ilustrativo: el 92% de los tres mil 700 asesinatos y desapariciones de militantes de la Unión Patriótica permanece en la impunidad. Los jefes de las FARC deberán comparecer ante la JEP para responder por los crímenes graves que hayan cometido en medio de la guerra, y a cambio de contar la verdad de lo sucedido y de reparar a sus víctimas, podrán recibir penas alternativas como trabajo comunitario y restricción de movilidad por un periodo de entre cinco y ocho años. Los militares, policías y agentes del Estado acusados de delitos de lesa humanidad también podrán recibir estos beneficios judiciales. Es una manera de pasar la página de un conflicto armado de 52 años que ha producido millones de desplazados y más de 220 mil muertos. Pero hay una parte de la elite para la cual la única solución pasa por la rendición incondicional de las FARC y por negarles a los excomandantes guerrilleros la posibilidad de participar en política. Lo que el gobierno del presidente Juan Manuel Santos acordó con esa exguerrilla es su desarme a cambio de su ingreso a la política legal. Y no es porque Santos sea, como asegura Uribe, un “castrochavista”. Por el contrario. El presidente es un connotado integrante de la elite colombiana. Lo que ocurre es que una parte de ella está convencida de que el acuerdo de paz con las FARC era necesario para aprovechar todas las potencialidades de desarrollo de Colombia en pleno siglo XXI. Lo que ha ocurrido en todo el mundo cuando una insurgencia entrega sus armas es que se le abren las puertas de la política legal. Así sucedió en Irlanda del Norte, en Sudáfrica, en El Salvador y en Guatemala, entre muchos otros países que vivieron conflictos armados internos. Y las FARC han cumplido su parte. En agosto pasado concluyeron la entrega de sus armas y en septiembre se convirtieron en un partido político legal denominado Fuerza Alternativa Revolucionaria del Común (la FARC, en singular). La nueva organización ya postuló a los 10 legisladores que tendrá, como parte de los acuerdos, en el Congreso que asumirá en julio de 2018. También designó a Rodrigo Londoño, “Timochenko”, su máximo jefe, como candidato presidencial. Estos dos hechos desataron la ira de políticos derechistas que se preguntan cómo es posible que exjefes guerrilleros que son presuntos responsables de crímenes de guerra vayan a compartir curules con ellos en el Congreso. Es entendible, desde luego, que a legisladores cuyos familiares han perdido la vida a manos de la guerrilla de las FARC les resulte al menos incómodo encontrarse en los pasillos del Congreso a los antiguos comandantes de esa organización. Pero como dice el senador Iván Cepeda: “Yo he tenido que ver a cómplices de los asesinos de mi padre en el Congreso y no tuvieron que comparecer ante ningún tribunal”. Manuel Cepeda Vargas, padre de Iván, fue asesinado en 1994, cuando era senador por la Unión Patriótica, como parte del plan de exterminio de esa organización izquierdista. Fundamentalismo ideológico El sesgo ideológico de quienes están poniendo toda clase de obstáculos al acuerdo de paz con las FARC es inocultable. Muchos de ellos piden todo el rigor de la ley ordinaria para esa exguerrilla, perdón absoluto para los militares que incurrieron en crímenes de guerra y, sobre todo, que a nadie se le ocurra llamar a cuentas a los empresarios que financiaron a los grupos privados de exterminio. La realidad es que las FARC han hecho honor al pacto de paz que firmaron hace un año con el presidente colombiano Juan Manuel Santos y que el mandatario y su gobierno --más allá de las marañas burocráticas que en Latinoamérica suelen entorpecerlo todo-- han hecho lo posible por cumplir sus compromisos. El oportunismo de la derecha política que apoyaba los acuerdos y que hoy los repudia obedece a la coyuntura electoral. El año próximo habrá comicios legislativos y presidenciales en Colombia y esa corriente apuesta a que su postura anti-FARC le dará votos. Es cierto que la FARC tiene muy bajos niveles de popularidad. Apenas el 17% de los colombianos tiene una opinión favorable de esa exguerrilla y el 79% la tiene desfavorable, según una encuesta de Gallup del mes pasado. Pero la misma firma indica que el 89% de los colombianos tiene una mala opinión de los partidos políticos y que 82 de cada 100 tiene una imagen negativa del Congreso, el mismo Congreso que está modificando los acuerdos de paz. Esta campaña de la derecha política contra los pactos suscritos hace un año con las FARC está causando estragos en la implementación de los acuerdos y en la consolidación de la paz. La misma elite conservadora que hace 53 años orilló a un grupo de campesinos liberales sin tierra a convertirse en una guerrilla comunista, es la que hoy se opone a que esa exguerrilla tenga espacio en la vida política legal. Esta es una apuesta suicida si se considera que fue precisamente la exclusión política la que dio origen al conflicto armado que está intentando superar Colombia.

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