La contravida

domingo, 3 de diciembre de 2017 · 08:59
CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).- Somos un país de súbditos y no de ciudadanos. Durante tres siglos de Colonia y uno de Partido el valor predominante de la sociedad ha sido la obediencia, la servidumbre voluntaria. Para la cultura católica, el pecado de “soberbia” está unido al de la rebelión: Adán desobedece la prohibición y, con su altanería, desata un mal que ya no puede redimir por sí mismo. Se condena la libertad y la desobediencia y se premia la docilidad, la pasividad y la apatía. Para esta cultura, la política no es una acción de todos, sino del exclusivo dominio de los que salvan. Una política pastoral que lleva a las ovejas al bien. Como escribió Nietzsche: “Es más fácil mandar a un pueblo cristiano que a uno que no lo es”. Hay en esa cultura una renuncia a la propia voluntad, vista como malvada y, por lo tanto, los asuntos de la ciudad –la política– deben ser vistos con desconfianza, desdén, e indiferencia. Ahí se atan dos ideologías, la religiosa y la de la “vida tranquila”, en pos de la supremacía de lo privado, de la salvación vista como “a mí que no me hagan daño”. Creo que lo que necesitamos es una revolución anti-pastoral. No sólo se trata de ver si el “pastor” es bueno o es malo o de si ya cedió a las tentaciones del mal y se rodeó de zánganos –por ahí van todas las críticas de esta semana al Proyecto de Nación presentado por Morena– que nos van a volver a engañar. Seguimos siendo una sociedad de súbditos cuando el debate es sobre la bondad o maldad del pastor y si sus planes de gobierno van a poner o no un límite al mal. Cuando el dramaturgo Václav Havel, el novelista Milán Kundera y el filósofo Jan Patocka enfrentaron al poder del Partido en Checoslovaquia a través de su Carta ´77, no dudaron en escribir: “El poder en sí no es ni culpable ni inocente. Por eso la búsqueda de un poder bueno para edificarlo sobre el malo, es tan ingenuo como ineficaz”. El poder de los ciudadanos no es, por lo tanto, una nueva institución o partido o candidatura independiente, sino una voluntad de desarreglar el juego. No construye, sino que propone un juicio al presente –siempre rememorando a nuestros muertos, los de las luchas cívicas– para confrontarlo con la ética. Ni Kundera ni Havel estuvieron nunca de acuerdo en qué tendría que hacerse para restaurar las libertades aplastadas por el Partido pero coincidieron en una sola: el poder no se mantiene por sus creyentes, sino por los conformistas. En la primavera de 1984, los intelectuales checos invitaron al pensador del micropoder, Michel Foucault, para que respaldara su movimiento contra el régimen. Foucault, ya muy enfermo con el VIH, no pudo asistir pero escribió sobre el poder que no está en un ámbito extraño a nuestras vidas domésticas, sino que es un entramado de relaciones que lo posibilitan. Acuñó para los escritores de Praga un término, “contra-conducta”, para sustituir a “disidencia”. La “contra-conducta”, según Foucault, era precisamente desarreglar el juego de las interminables relaciones de compromiso que se desarrollaron durante la dictadura, desde el maestro de escuela hasta el burócrata encumbrado. En efecto, para Foucault, el poder no está principalmente en el Estado. Hay una sociedad que se auto-colonializa, que se auto-somete, que guarda las convenciones de la dominación porque de ello saca seguridad, reconocimientos, ventajas, y la famosa “vida tranquila”. El ejemplo que usa Milán Kundera es el de un aparador de zapatos que ha visto en el centro de Praga. La dueña pone ahí, en medio de sus ofertas, una fotografía del líder del Partido. Nadie le pidió que lo hiciera pero ella ve como una posible ventaja publicitar su obediencia y lealtad con el régimen. Kundera se pregunta no sólo qué se obtiene con esa servidumbre voluntaria, totalmente gratuita y casi inocua. Su respuesta es ambigua: extender lo más que se pueda su propia supervivencia. Si la dueña de la zapatería no pone la foto del líder, no pasa nada. Si pusiera una protesta como “No más sangre” o “Justicia”, probablemente perdería a los clientes que, como ella, usan la lealtad pública para ver si les toca algo, algún beneficio del Partido. O, quizás, la detendría la policía. El retrato en medio de los zapatos expresa un deseo de quedarse el mayor tiempo posible como se está: “la obstinación de querer vivir a cualquier precio en pequeñas dosis”. Cada vez que alguien vea el aparador de zapatos, sabrá eso sobre la dueña: que es alguien que no quiere problemas, que está conforme con su vida, que espera para sí un poco más de inercia. Ese deseo de la “vida tranquila” es lo que sostiene al poder dominante, es su lado afectivo, su psique más profunda. Pero, ¿qué es esta “vida tranquila”? En realidad es la vida del miedo. A perder lo que se tiene por poco que sea. Hay una imagen que circuló en las redes hace un par de semanas. Es un campo de futbol en Fresnillo, Zacatecas. Según se sabe, el partido acababa de terminar. Vemos al equipo ganador celebrando, abrazados, brincando. De pronto, ingresan dos hombres armados y le disparan en la cabeza a uno de los hombres que, hasta ese instante, celebraban. Lo que sigue es triste: los jugadores se alejan caminando –nunca corren–, se dispersan, y jamás voltean atrás, a mirar el cuerpo que se desangra en la tierra, ni a los verdugos. Llevada al extremo esa es la “vida tranquila”, la que se protege de su propia muerte, del propio dolor, del sufrimiento. Con ello, condena al dolor ajeno a nunca tener sentido, a ser olvidado, a nunca entrar en una relación coherente con los vivos. En otra medida, tratar de obedecer un poder que nos da lo mínimo –un aumento de 8 pesos al salario– es lo mismo, en lo ético, a encogerse de hombros y seguir su camino con un cadáver a nuestras espaldas. Como en el caso de la dueña de la zapatería en Praga, me pregunto ¿qué pudieron hacer los jugadores que presenciaron el asesinato de su compañero? Si hubieran reaccionado para detener a los hombres armados quizás hubieran sido conscientes de su poder numérico. Quizás hubieran resultado heridos. ¿Por qué ninguno auxilió a la víctima? ¿Por qué nadie logró salir de sí mismo y regresar a sí envuelto en una acción? Hay una diferencia entre la vida biológica, la de la supervivencia, la de la persistencia de la réplica, y la vida singular, la que tiene un sentido inconmensurable. Hannah Arendt escribe sobre esta disensión: “La polis se regía por una rígida separación entre el ámbito de la necesidad –todo lo relativo al cuerpo y sus necesidades, la vida familiar y económica– y el ámbito de la libertad, la interacción de los ciudadanos entre sí. La libertad es trascender la preocupación por la propia supervivencia”. Como cultura hemos confundido tanto la libertad, como ejercicio de pensar y actuar, con la libertad centrada en el bienestar material donde ya no existe la política, sino lo “necesario”, el sacrificio para que todo siga su inercia. Como en el paradigma del buen “pastor”, la política ya sólo existe para proteger y ampliar una cierta vida de las poblaciones y no la de los ciudadanos. Los griegos distinguían entre zoe –lo biológico– y bios, lo incomensurable de cada uno. Esa distinción es la que perdimos y, con ello, despolitizamos la política. Así, un gobierno como el de Felipe Calderón pudo ceder a su impulso de excluir de la vida protegible a cientos de miles y, a la vez, decir que su ideología es “por la vida”. Plantear el aniquilamiento como necesidad, afirmar que es necesario que unos mueran para que otros vivan con “tranquilidad”. Del lado de nosotras, las ovejas, debiéramos repensar si lo que queremos es la “vida tranquila”, es decir, la que no nos haga morirnos por hambre o por bala y que, por el contrario, nos haga ir en la búsqueda, incierta pero voluntaria, de la vida significativa. Resulta paradójico cómo, en medio de las masacres de estos años, hemos logrado sacar a la vida de la muerte. Dándole la espalda a la muerte, hemos generalizado la conformidad con el aniquilamiento y creado la ilusión de que, mientras no nos toque, la muerte no existe. La construcción de una ciudadanía debe pasar por el abandono de la política pastoral y el regreso a la voluntad de actuar. “La disidencia es el pensamiento”, concluía aquella Carta ´77 de los escritores checos. Y es justo la parte de las “contra-conductas” que no están ni en las plataformas de los partidos y candidatos ni en la mayoría de los medios de comunicación. Para los ciudadanos no existe la salvación –la inmortalidad del alma o el bienestar gradual de las poblaciones– sino la disposición a la trascendencia, en esta vida, la única que tenemos, y que no puede ser más que salirse de uno mismo para volver a uno mismo con un cuestionamiento a las “cosas como son”. Su inconveniente es que no es nada tranquila. Esta columna se publicó el 26 de noviembre de 2017 en la edición 2143 de la revista Proceso.

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