Liturgia

lunes, 11 de diciembre de 2017 · 07:57
CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).- Así se refirió el presidente a la forma en que el PRI señala a sus candidatos. El ungido fue José Antonio Meade, hijo de quien creara el Fobaproa, y secretario de Hacienda de los aumentos a la gasolina, los desfalcos de gobernadores y excandidatas panistas, y la compra de millones de votos en las pasadas elecciones del Estado de México. Pero veamos la liturgia. Se trata de un personaje que está oculto y que, por un gesto decisivo, es “destapado”. Ese destapar me remite al velo de las novias y al telón de los teatros. En su ensayo político, Stasis. La guerra civil como paradigma político, el filósofo Giorgio Agamben nos dice que, en la polis griega, el telón de los espectáculos públicos era jalado de abajo hacia arriba, al contrario del medievo monárquico, en el que caía del cielo. Hoy, lo más común es que se abra por el centro y corra, horizontalmente, una cortina hacia la izquierda y, otra, hacia la derecha. En la liturgia priista, el velo es quitado desde arriba y diferencia lo que viene del Cielo de lo que está en la Tierra, los espectadores. Esta forma del telón señala al candidato pero, sobre todo, a quien debe, a partir de ese instante revelador, apoyar, respaldar, elogiar, y refrendar: los priistas. El poder, según los textos del siglo XVII, tenía dos rostros: el visible y el arcano. El secreto del poder no es el “destape” sino quiénes han jalado los hilos desde arriba. El grabado que le dio portada al Leviatán de Thomas Hobbes es el retrato de un soberano, con un báculo en la mano izquierda y una espada en la derecha. En el lugar donde va el nombre del libro y su autor hay un velo de los que se levantan desde arriba. El cuerpo del soberano está compuesto de una infinidad de pequeños cuerpos, de anónimos, que le dan forma. El soberano, como un monstruo, se levanta sobre una cordillera que protege a una ciudad. Pero la ciudad está desierta. Suponemos que lo está porque todos los ciudadanos han corrido a organizarse como cuerpo del soberano. Al menos, eso es lo que Hobbes escribe sobre el contrato que permite la existencia del Estado. Hobbes había escrito Leviatán originalmente para Carlos II de Inglaterra en 1651. El rey venía de la desaparición de la monarquía por una revuelta en la que su padre terminó ejecutado. Él la restauró teniendo cuidado de considerar al Parlamento en todas sus decisiones. Por eso Hobbes elige para darle nombre a su ensayo a un monstruo que aparece en la Biblia en el Libro de Job. Es el dragón de la guerra civil que debe contenerse mediante un Estado en el que no haya más “pueblo” que el que apoya al rey. Por eso los cientos de ciudadanos son retratados en la portada como conformadores del monarca armado con la iglesia –el báculo– y el ejército –la espada. En el Libro de Job, se dice esto de Leviatán: “Ve todo desde lo alto, él es rey sobre todos los hijos de la soberbia”. Como sabemos, “soberbia”, en la clave católica, es rebelión. Por lo tanto, el Estado es un monstruo que gobierna desde arriba con fuerza sobre una ciudad desierta. Ya habrán advertido que lo que me pregunto sobre la liturgia priista no es sobre el candidato, sino sobre los cuerpos que sólo sirven para apoyarlo, es decir, por los priistas. No son, por supuesto, ciudadanos, sino multitud, “acarreados”, “cargada”. Hay una animalización de la base del PRI: sólo existen si apoyan. Hobbes escribe así de los súbditos que deben respaldar a Carlos II: “En el instante mismo en que se elige el soberano, el pueblo se disgrega en una multitud confusa. Ya no es una sola persona, sino una multitud disuelta”. Como se sabe, para Hobbes hay un estado de naturaleza previo al pacto político, que es “la guerra de todos contra todos”. Un contrato en torno al soberano es lo que impide que nos matemos. Pero una vez pactado el soberano, el “pueblo” pasa, de nuevo, a disgregarse. Esa multitud es la que precede al rey y lo sobrevive, pero no tiene un contenido político. Escribe Agamben sobre esto: “La multitud es el elemento impolítico sobre cuya exclusión se sustenta la ciudad”. Así, los priistas serían lo anónimo que se relega para alimentar al PRI. El priismo entraña ese misterio de todos aquellos que no pueden hacerse presentes, salvo a través de los hombres que los representan. Si, como hemos dicho en anteriores columnas, la representación política es un efecto óptico que nace junto con la idea de la perspectiva en la pintura, lo que conforma una soberanía popular jamás puede hacerse presente, sino a través del representante. Lo que agobia a Hobbes es esa presencia masiva que es la única que tiene que ausentarse para ser real. ¿Dónde están los priistas? Sabemos que sus representantes son los líderes sindicales enriquecidos; los coordinadores del voto repartiendo cosas a cambio de votos; la burocracia que, de otra forma, no tendría un cheque mensual asegurado. Pero, en un partido donde la ideología siempre ha estorbado porque, en realidad, el poder es visto como un método para permanecer en el poder, nadie puede reivindicarse priista sin llamar a la mueca. Sin principios políticos ni morales, el PRI es la estructura de compromisos del conformismo. En la base estaría conformado por los que, al tener un trabajo, se les impone un sindicato y terminan en la lista de afiliados al partido; por los que creen que su existencia pobre y abnegada podría empeorar si decidieran actuar, y por los que esperan recibir un beneficio, por mínimo que sea, a cambio de la lealtad. Como en el grabado del libro de Hobbes, es el gigante cubierto de cuerpecitos que se asoma sobre la ciudad desierta. No hay ciudadanos, sino moléculas de súbditos que lo componen. Cuando el candidato del partido les dice: “Háganme suyo”, lo que reproduce es esa idea hobbesiana del rey-suma de una multitud que no puede existir por sí misma. Se dice que ninguna de las candidaturas del telón que se alza para 2018 proviene de un método democrático. Como en muchos otros asuntos, no es lo mismo una representación política como efecto óptico a una representación por inercia. El PRI se para, como el monstruo de Leviatán, sobre las aguas, fuera de la ciudad, fuera del alcance, seguro de que quienes lo apoyan se someterán a la animalidad de la “cargada”, es decir, del apoyo disciplinado a lo que “se decida”. De la mención en el Libro de Job, a la tradición hermenéutica hebrea y cristiana, Leviatán acabó por ser asociado al Anticristo de los últimos días del mundo. Tanto él, la serpiente marina, como Behemoth, el monstruo terrestre parecido a un toro, terminan en el Apocalipsis como los seres que, en un origen, señalaron el pecado original en el Paraíso. La serpiente del inicio es la del final. Del otro lado, de quienes padecemos al monstruo, el Nuevo Testamento no tiene más que tres acepciones de la palabra “pueblo”: multitud, turba y plebe. El grácil “demos” de la polis griega se desvaneció. Leviatán no puede pensar, sólo defenderse y aplastar. No puede dialogar, sólo exhibirse, como el Anticristo del Apocalipsis, “hijo de la destrucción, aquel que se opone y se levanta sobre todo ser que se haga llamar Dios, o que es objeto de culto; hasta sentarse en el templo de Dios, mostrándose como Dios”. La política contemporánea es, como dice Agamben, una secularización de la escatología. Es un referirse en palabras civiles, plebeyas, y laicas al destino último de los humanos y su mundo. Piensen en el uso mundano que le damos al término “crisis”, es decir, el que denota el Juicio Final. O cómo vivimos una campaña electoral y sus resultados como si se disputara el final de los tiempos. Como si Leviatán y Behemoth se aparecieran a las puertas de la ciudad y arrasaran con sus fortalezas. Para Hobbes, la escatología y el esoterismo eran parte de su teoría política. Él no buscaba que se asentara el Estado-Leviatán entre nosotros, sino que esperaba el Reino de Dios. Como establece muy convincentemente Agamben, ese “reino” no es el del Cielo –que estaría vigente–, sino el que interrumpió la monarquía de Saúl, el primer rey de Israel. Es un “reino” real en el que, entre otras cosas, se podría resolver la diferencia entre la multitud real pero invisible y el poderoso ungido por ese mismo pueblo. Que se podría solucionar el misterio de la representación política de la soberanía popular. En la tradición del Talmud y del Midrash, este momento en que la política se colma y deja de ser insuficiente, injusta y motivo de angustias, es la batalla en la que se matan mutuamente Behemoth y Leviatán. Los textos hablan de que “los justos” –los que sobrevivieron al final de los tiempos– toman los cuerpos de los monstruos, los cocinan y se los cenan. Me pregunto si, para acabar esa historia de guerra, destrucción y aniquilamiento tiene que incorporarse a la nueva historia lo que tanto le dolió. Si el primer acto de una nueva obra de teatro tendría que empezar con los sobrevivientes comiéndose al monstruo que los atacó. Sólo espero que, al abrirse el telón, no lo haga desde arriba, sino por la mitad. Esta columna se publicó el 3 de diciembre de 2017 en la edición 2144 de la revista Proceso.

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