Ni militarización ni amnistía

jueves, 14 de diciembre de 2017 · 14:03
CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).- Ya basta de ocurrencias y decisiones apresuradas, especialmente en materia de seguridad pública, pues las mismas ya han costado cientos de miles de vidas y decenas de miles de desaparecidos, con el consiguiente daño para sus familias, además del crecimiento desmesurado de los índices delictivos, las adicciones a las drogas, las violaciones a los derechos humanos y de la percepción de inseguridad por parte de la ciudadanía. Esta semana se agudizó la presión del gobierno del presidente Enrique Peña Nieto para que el Congreso de la Unión apruebe su proyecto de Ley de Seguridad Interior, pese a las advertencias del Alto Comisionado de la Naciones Unidas para los Derechos Humanos, de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos y de varias organizaciones de la sociedad civil. Al mismo tiempo, los medios de comunicación dieron cuenta del pronunciamiento del aspirante a la Presidencia de la República por Morena, Andrés Manuel López Obrador, de hacer “todo lo que se pueda” para lograr la paz del país, incluyendo una amnistía para los capos del narcotráfico. El primer propósito es consecuencia de una decisión apresurada de Felipe Calderón como presidente, tomada el 6 de diciembre de 2006, de involucrar a las Fuerzas Armadas en el llamado Operativo Michoacán. El mismo mandatario reconoció en diciembre de 2008, en una entrevista con Óscar Mario Beteta en Radio Fórmula: “Fue hasta después del primer operativo conjunto en Michoacán, el 6 de diciembre, cuando verdaderamente descubrimos el enorme grado de penetración que el crimen organizado había tenido en las estructuras de poder en todos los ámbitos, municipal, estatal, e incluso federal”. Lamentablemente, a pesar de los pésimos resultados de esta estrategia de combate a la delincuencia organizada, tanto Calderón como su sucesor Peña Nieto se empecinan en mantenerla. Un dato resulta muy indicativo de lo que ha sucedido: en 2007 el índice de homicidios por cada 100 mil habitantes era de 8, y todo indica que en 2017 será de 27, la tasa más alta de la que se tenga registro. Calderón fue el primero que habló de la importancia de crear una legislación que legitimara las acciones de las Fuerzas Armadas en materia de seguridad pública; sin embargo, fue Peña Nieto quien envió la iniciativa hace tres años. El pasado 1 de diciembre, con motivo de sus cinco años al frente del Ejecutivo federal, reconoció que a partir de los últimos meses de 2015 los índices delictivos retomaron la tendencia al alza. Aun con la evidencia de sus propias estadísticas, el presidente persiste en su empeño de aprobar una ley que, de acuerdo con la ONU, “generaría riesgos para la vigencia de los derechos humanos, no aportaría soluciones reales para enfrentar los enormes retos que en materia de seguridad enfrenta el país, fortalecería el statu quo, reduciría los incentivos para profesionalizar las instituciones civiles y favorecería la consolidación del paradigma militar en materia de seguridad, el cual no ha reducido la violencia y ha aumentado las violaciones a los derechos humanos”. El documento de la ONU destaca además que el proyecto de ley, ya aprobado en la Cámara de Diputados, es contrario a la Constitución y la letra de diversos tratados internacionales. Las evidencias y los argumentos son irrefutables. Así que no es posible seguir por ese camino; lo que corresponde hacer ahora es diseñar e implementar una nueva estrategia de seguridad pública integral. Sin embargo, ésta no puede ser producto de las ocurrencias en un discurso de campaña –cierto: no se puede combatir la violencia con más violencia, como señala López Obrador, pero tampoco puede combatirse violentando el estado de derecho y promoviendo la impunidad. La estrategia integral de seguridad debe incluir la idea de que el combate a las drogas es un asunto de salud pública, y como tal debe enfocarse, no bajo la lógica prohibitiva y punitiva impulsada por los estadunidenses, sino preventiva, lo cual implica un cambio de paradigma y, como producto de ello, de muchas disposiciones legales. Esa estrategia también debe incluir una revisión total de las fuerzas públicas en el país, pues únicamente 10% de los más de 2 mil 500 municipios está en condiciones reales de proveerse de una policía eficaz y eficiente; pero esto no implica que nuevamente, bajo la óptica centralizadora que ha prevalecido en el presente sexenio, se someta a las policías estatales (y las pocas municipales que prevalezcan) al control de una fuerza nacional, como pretende la otra iniciativa presidencial para regular a las policías. Igualmente tiene que incluir un replanteamiento de toda la política social, hoy integrada por más de 6 mil 500 diferentes programas de los tres ámbitos de gobierno, para efectivamente combatir muchas de las causas estructurales que atentan contra la cohesión social y favorecen las actividades delictivas. El listado no pretende ser exhaustivo, sino simplemente ilustrativo de algunos de los principales temas que deben contemplarse en una política integral de combate a la inseguridad. Seguramente como resultado de las reformas legislativas que se efectuaran al respecto, varios miles de presuntos narcotraficantes podrían ser liberados, porque desaparecerían algunos tipos delictivos; pero esto no debería incluir a quienes han ordenado o participado en torturas, secuestros y homicidios, entre otros actos violentos. Por supuesto que la nueva estrategia debe surgir de un debate profundo, incluyente y abierto, y no puede resolverse mediante una consulta popular; es un tema en el que víctimas y expertos deben tener voz, pero también la ciudadanía agraviada directa e indirectamente por las políticas ineficaces. No se trata de ratificar o rechazar una propuesta de la que ni siquiera se conocen las consecuencias, sino de abrir un espacio público (incluyente y transparente y en el que el imperativo sea la búsqueda del bienestar de la comunidad por encima de los intereses particulares) donde florezca la democracia que detone la participación de la ciudadanía mexicana. Ninguna de las dos propuestas que hoy están en el debate público son opciones reales para resolver el gravísimo problema de inseguridad, violencia y violación de derechos humanos que hoy enfrenta México. Una porque ya probó su ineficacia e inoperancia, y la otra porque no soporta la más elemental revisión crítica y lógica. Lo radical e innovador, en un país donde prevalecen las prácticas autoritarias, es promover la construcción de las instituciones de la democracia participativa que permitan diseñar e implementar las soluciones para superar los problemas más acuciantes, como es el de la inseguridad pública y el crimen organizado. Este análisis se publicó el 10 de diciembre de 2017 en la edición 2145 de la revista Proceso.

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