Deshonra

domingo, 31 de diciembre de 2017 · 09:55
CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).- El pretexto es la modificación que los diputados hicieron al Código Civil que ahora incluye a los medios digitales en la protección de la honra. En estas páginas he contado ya lo molesto y riesgoso para mi integridad y patrimonio cuando hace unos años fui demandado penalmente por “daño moral” por los directivos de una revista mensual que, de por sí, está muy escasa de respeto, aunque no de propaganda oficial. Ahora el delito no es penal, sino civil, pero la idea sigue siendo la misma: que el juicio que los demás tienen sobre alguien puede regularse. En la novela Deshonra, de J.M. Coetzee –vergonzosa sólo porque tradujeron el título en español como “desgracia”– se describe así ese juicio sobre otro: “Es por la deshonra. Es por la vergüenza por lo que calla y baja la mirada. Eso es lo que han conseguido los visitantes; eso es lo que le han hecho a esa mujer tan segura de sí misma, tan moderna, tan joven. Como una mancha, su historia se extiende por toda la provincia. No es la historia de Lucy la que se extiende, sino la de ellos: ellos son los dueños. De esa forma la han puesto en su sitio, así le han enseñado para qué sirve una mujer”. La novela es la historia de una deshonra, la de la hija del narrador, Lucy, que fue violada por extraños y quedó embarazada de ellos. Sucede en Cabo Este, Sudáfrica, y narra la imposibilidad de defenderse ante el rumor y la vergüenza en la provincia post-Mandela. Mezclados, la intimidad y el honor se confunden. Pero son distintos: una, debe contar el derecho al secreto y la segunda, poder defenderse de la difamación y el escarnio públicos. En el caso de la privacidad, de la intimidad, no vale alegar que el dicho o la foto sea o no verdadera. Pero, en el caso del honor público, si es verdad, hace toda la diferencia, porque justifica la divulgación de la historia como noticia. Esa diferencia, es la que puede hacer que un juez se incline o no por una reparación del daño, esa ambigüedad de la justicia insuficiente. En mi caso, recuerdo que el ministerio público, probablemente sobornado, decía que no venía al caso saber si mi dicho era o no cierto, sino si causaba “daño moral”, es decir, si perjudicaba o menoscababa a los demandantes. Acabó confundiendo el derecho a la privacidad –controlar cuándo y quién accede a una vida personal– con dañar intencionalmente la reputación de alguien frente a los demás. –La libertad de expresión, no es libertinaje –me dijo rebuscando algo en una caja de cartón. Me tomó la declaración mientras se comía un pedazo de pizza. La intimidad y el honor son dos cosas muy distintas. La primera tiene que ver con todos. La segunda, casi siempre con los poderosos y los hombres públicos. En La vida frágil, la historiadora Arlette Farge afirma que, en el siglo XVIII, es cuando la gente que comienza a desbordarse en las ciudades, empieza a fijarse en el derecho al secreto que implica toda privacidad: “Por primera vez el pueblo empieza a vivir frente a frente y esa observación constante de uno a otros proporciona la información acerca del prójimo y el derecho a hablar de él. Hundir al prójimo es, a falta de otras formas de ascenso social, una manera de realizarse uno mismo en una comunidad precaria”. De esa forma, la sospecha sobre la reputación de alguien puede cambiar la red social entre iguales y, sin romperla, excluir a alguien y su familia de la estima mutua. El Estado está interesado en regular cualquier palabra y, por ello, instituye la figura del comisario del barrio con el propósito literal de “que los pobres honren a sus padres, a las autoridades soberanas, y a las instituciones superiores”. Pero lo que acaba sucediendo es que el comisario se convierte en el vertedero de todos los rumores y las difamaciones privadas. Las familias son desprestigiadas por las demás porque sus mujeres no obedecen la regla de castidad o porque los hijos son borrachos y pendencieros o el marido es infiel. Para mediados del siglo XVIII, estos comisarios despachan en Francia en un hostal en cuyas paredes conviven edictos reales, ordenanzas de policía, y anuncios de la autoridad, con denuncias escritas a mano y acusaciones de unos vecinos contra otros. El hostal, dice uno de los vecinos cuya denuncia recoge Farge, es “un templo civil donde se va a pedir socorro contra el infortunio”. Esta primera deshonra, la del populacho amontonado en las ciudades, suele manejarse conciliatoriamente por el comisario que, de manera informal, amonesta a los intrigantes y recaba la versión de testigos que defienden al injuriado. Da consejos o advertencias para que nadie resulte realmente excluido del aprecio común. Evita que los rumores terminen en riñas callejeras o intentos de homicidio. De paso, se entera si alguien anda hablando mal del rey o de alguna autoridad. Para los ricos el honor es muy distinto. La deshonra está ligada a la incapacidad para pagar una deuda o a haber hecho un negocio ilícito. La “reparación del daño” ya no es una disculpa pública y el perdón del agraviado, sino una multa. Los poderosos ya no gozaban del aprecio social que tenía como base la herencia, el apellido, “la cuna”, sino que dependían para seguir haciendo política o negocios de lo que se dijera de su desempeño. Ahí entra la prensa y, por añadidura, la libertad de expresión. La capacidad de llevar en orden su propia economía y no ser un despilfarrador o un ocioso, eran los principales valores de ese tipo de honra. Pero también el cumplimiento de sus contratos, de las deudas contraídas, y su desempeño profesional. La honorabilidad en un empresario o un político debiera estar ligada a su honradez. De acuerdo a esto, un poderoso no podría, sin menoscabo de su honor, de su reputación, ascender de posición por medios inmorales. Cuando la prensa ventilaba que esto no era así, los ricos no esperaban una conciliación o un “perdón”, sino que se lanzaban a los tribunales en busca del desagravio. Y es que, al menos en teoría, un empresario o político inmoral no debiera ser contratado. Todo esto es antes de que nos volviéramos una cultura en la que no importan los medios, sino sólo los resultados. Es curioso que los códigos de México en 1871, 1929 y 1931 tengan salvedades en el caso de este honor burgués: si un marido mataba a su hija o a su mujer antes de que consumaran su deshonra –tener sexo– no se le consideraba un delincuente. Si el acto de las tinieblas ya había ocurrido, el honor estaba ya mancillado y matar era considerado un delito, pero con una pena no mayor a cinco años de prisión. Este tratamiento especial coincide con la relativa laxitud de los códigos y los jueces cuando se trataba de duelistas, es decir, de dos hombres poderosos –que sabían esgrima o disparar a un blanco– que debían decidir por la vía de las armas si Dios aprobaba o no el deshonor a un sujeto. Se suponía que, antes de la pericia en el uso de las armas, los duelistas se ponían en manos de un árbitro divino. En todas las discusiones abogadiles de estos códigos se debatió sobre la instauración del Tribunal de Honor “integrado por particulares pertenecientes al mismo círculo social”. Era una justicia paralela. Mientras los pobres eran “conciliados” por la policía de barrio, los ricos del Jockey Club tenían a otros poderosos como jueces. En este mundo, las mujeres carecían de honor o se dejaba en manos de un hombre la obligación de redimirlo. Si asesinaban a su adúltero esposo, era casi seguro que terminarían en la cárcel acusadas de homicidio. Para ellas, el tribunal paralelo no existió casi nunca. Ese Tribunal de Honor es lo que, en mi caso, fue la mesa de la Delegación Cuauhtémoc del Defe, cuyo ministerio público terminó, hasta donde supe, amonestado por aceptar la demanda en mi contra. Por ello presumo que fue sobornado. Lo que me asalta de que siga existiendo el “delito de honor” es que dejamos en manos de un ministerio público elegir las pruebas que sustentan los hechos –y descartar otras–, decidir qué normas entran en relación a ellos, y su interpretación. Todo esto, cuando el honor es algo que depende de la sensibilidad del agraviado, de la relación entre el ofendido y el ofensor, y de una circunstancia y no de una norma precisa. Es el honor y la deshonra lo que llevaron a que, en un duelo, la mañana del 27 de abril de 1880, el abuelo de Octavio Paz, Ireneo, matara de un tiro al hermano de Justo Sierra, Santiago, por unas columnas periodísticas que se le atribuyeron y que, al final, resultó que no había escrito para el periódico La Libertad. Esta columna se publicó el 24 de diciembre de 2017 en la edición 2147 de la revista Proceso.

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