'Che” Guevara: A medio siglo de La Quebrada

jueves, 4 de enero de 2018 · 21:26
CIUDAD DE MÉXICO (apro).- Cerró 2017, año en que se cumplió medio siglo del asesinato de uno de los hombres emblemáticos del mundo, concretamente de América Latina: Ernesto Che Guevara. El relato que reproducimos a continuación es inédito y recrea la visión interior del comandante en las horas finales (Quebrada del Yuro, Bolivia, 9 de octubre de 1967). Fue solicitado por apro y proceso.com.mx al poeta (A sangre y fuego, Testimonios de la carne y El cantar de las ciudades) y profesor de la Universidad Iberoamericana de Puebla, Jorge González Trujeque, quien lo autorizó para su publicación. “En un pueblo alejado de la justicia hay una pequeña escuela que no se encuentra muy distante de la Quebrada. Allí, un hombre de treinta y nueve años, con varias heridas de bala en el cuerpo, llega y termina de recorrer el mundo. Viene de hacer una revolución y de soñar otra; de padecer asma crónica por treinta y siete años; de combatir por montañas, ríos, sierras, bosques, puertos, playas y ciudades al imperio de su tiempo. Viene de atender guerrilleros heridos, leprosos; de doctorarse en medicina; de extraer muelas a sus compañeros de armas; de dirigir durante veintiún meses una columna militar en una isla del Caribe. Viene de entrar triunfante en la capital de un país ajeno; de escribir tres libros; de alcanzar el grado de comandante; de ser ministro de Industria y presidente de un banco nacional de un país en donde no había nacido. Viene de ejercitar a trescientos cincuenta mil hombres; de dar forma al primer país socialista de Occidente; de despreciar victorias, cargos públicos; de conocer poderes, adulones, y ahora, también la desesperanza, el fracaso y la derrota. El hombre tiene el cabello revuelto, y la barba rala cubierta de sangre y lodo seco. La guerrera está hecha jirones y su olor es penetrante e indefinido. Los ojos limpios contemplan a sus captores con una mezcla de duda e indiferencia. Tiene las manos puestas hacia atrás, sujetas y remotas. Lo tienen de pie, en un rincón, y el hombre trata de buscar con la mirada a sus compañeros de armas; pero no alcanza a ver ninguno. Algunos hombres lo ven con curiosidad; otros, con burla y desdén. Estás jodido, escucha que le dicen. Tiene las botas militares desanudadas, las piernas heridas y los pies cansados. Se pregunta una y otra vez ¿por qué estoy vivo? Debí haber muerto en combate. Ese debió haber sido mi destino. Debí morir combatiendo. Sus pensamientos se van reduciendo y, por momentos, la angustia y la amargura le asaltan. Soy una piltrafa humana, piensa para sí. ¿Qué me espera?, reflexiona. Supone que su destino no se decidirá en La Quebrada. Duda que en el palacio militar de la capital se esté decidiendo. Sabe que, en el corazón del imperio, el César se apresta a enjuiciarlo. El perfil es seguro, y en alguno de sus rasgos se denota el dolor. Lleva heridas las piernas y la mano derecha. Puede observarse, a distancia, que ha sangrado abundantemente. Le fueron destruidos el cañón de su fusil y el magazine de su pistola, en el ataque enemigo de hace casi veintitrés horas. Ahora ya no está armado, pero conserva en sus ojos el desprecio por la muerte. Casi no pronuncia palabra alguna. Está como recordando. Tiene labio sobre labio, y mano sobre mano. Afuera se escuchan voces de hombres, precipitadas, nerviosas; y soldados adustos resguardan la entrada. Por momentos viene el silencio que le recuerda el del combate en la sierra. Ya no escucha ráfagas de ametralladora ni voces aisladas. Ahora está recordando, y sus manos oscuras son casi del color de la tierra. Nada ha cambiado en él y, sin embargo, no aparece en sus labios la sonrisa de otros días. Es un hombre destruido que enfrenta la adversidad, como si la hubiera estado esperando años atrás. Está caído, y en sus manos sujetas, se aprecia la angustia y el desencanto. Sólo cuando un hombre conoce la derrota, sabe de la grandeza del sueño y la compasión del silencio. El hombre destruido, caído, sucio, sangrante, maloliente, hambriento y a merced de la perfidia, conserva la dignidad intocada, la voz firme, los ojos valientes y el estado de gracia del hombre indefenso. Me van a hacer lo que a Prometeo. Me van a encadenar a una roca. Voy a morir encadenado. Lo están interrogando y él se sorprende de lo diverso e inverosímil de las preguntas. Tiene poco, y de lo poco lo despojan, hasta de su Rólex de acero, que lo acompañó fiel y funcionando, hasta que lo pierde a manos de sus captores. No alcanza a saber por qué las heridas no le duelen, y descubre la agonía de esperar sin sueño. Está aprendiendo a ser preso en manos de enemigos que lo desconocen. Hasta aquí llegaste, le dice un militar fornido, que se acomoda el Rólex sobre la muñeca izquierda. El hombre herido no responde ni con la mirada. Nadie le dirige la palabra y él sabe que es inútil tratar de iniciar una conversación sin destino. * * * Es una noche fría, doce años antes, en casa de María Antonia, y dos hombres están sentados, frente a frente, hablando de América. Casi se arrebatan la palabra y en el gesto de sus manos se aprecia la voluntad. Casi no tienen conciencia del paso de las horas. El Continente Americano tiene un destino, mas no el destino que pretende imponerle el imperio. Los imperios siempre serán incorregibles. La única voluntad que conocen es la propia. El más joven es médico, pero por ello no será recordado. Será recordado con el símbolo de su nombramiento en campaña: una pequeña estrella. Yo lo único que quiero, después que triunfe la Revolución y quiera irme a luchar a mi país, es que no se me limite esa posibilidad, que por razones de Estado no me impidan eso, había anunciado. No te preocupes, que ese compromiso se cumple, le dice su amigo, antes de iniciar la Revolución. Se conocieron en el exilio, cuando la esperanza se acrece y el dolor se afianza. Allí se cobijaron de ausencia y esperas. Reconocieron en otros hombres sus propósitos y estrategias. Una y otra vez, acariciaron el sueño de la epopeya, casi sin creer en ella. Alguna tarde, dijo a sus amigos: no moriré de viejo. A veces extrañaba la pampa, el mate y los vientos del sur. Leía poesía, porque le parecía una manera de presagio. En el amor, encontraba sorpresa y dimensión. Cuando más el asma persistía, él la ignoraba y se ausentaba del mundo con sus obsesiones y delirios. Una mañana, al cruzar una calle, pensó en la isla. Creyó que cerca del puerto lo aguardaba Hilda; que lo recibía con besos encendidos y carne dispuesta; sintió la brisa, el sabor de la sal y la sombra de las palmeras. Se supo dispuesto a la vida de marino y a la nostalgia del puerto. Entonces, decidió hacer la Revolución. Pensó que la vida no es necesaria lejos del amor. Sabía que sus pasos se encaminaban a La Quebrada, pero se dijo: No, aún, me falta la epopeya. Miró el cielo que transparentaba presagios y designios, y prefirió regresar a su casa, para preparar una pequeña valija con unos cuantos recuerdos y un solo sueño. Dejó de ver a sus amigos y compañeros de combate un día cualquiera. Se apartó de la isla, como había llegado a ella, en la clandestinidad. Dejaba detrás una isla diferente y un imperio al acecho; las jornadas abrumadoras de gabinete y las entrevistas con jefes de Estado y reuniones internacionales.  También la lucha armada de la sierra y la lectura de versos a los guerrilleros, en noches de ayuno. * * * Está sentado con la boca entreabierta y tiene un aire de extravío. Le acaban de asestar un culatazo en el pecho. Ha dejado de ser comandante y no lo sabe. Es un guerrillero que en una tierra ajena, se enfrentó a su gobierno, sin más apoyo que el que le proporcionó su sueño. Falta incorporación campesina, una y otra vez se quejaba. Se saluda profesora, le dice a la mujer que acaba de entrar. Once meses de sueño revolucionario se terminan. Sus pómulos se están afilando y no se perturba. Está sumido en una banca que no alcanza para la fatiga de su cuerpo. Está mirando por las vidrieras, la ciudad donde nació. Tiene las rodillas separadas y se nota la delgadez de guerrillero. No escucha lo que le están preguntando, pero contesta afirmativamente. La mujer le dice: usted vino a matar a nuestros soldados; y él, sonriendo, me juzgan mal, tengo que velar por los pobres. Por momentos recupera la fortaleza y contesta con autoridad. Se halla erguido sobre sus caderas, y afuera está amaneciendo. Mira los relámpagos del alba y sueña con un río de luces y sombras. Dice entonces: ¿Sabe usted que e de sé no lleva acento en “ya sé leer”? Como voz de otros días, recuerda cuando fue declarado no apto para el servicio militar, y sus viajes de más de cuatro mil kilómetros en bicicleta, y otros tantos en motocicleta, por todo el Continente Americano, en una búsqueda incesante que termina de pronto y para siempre, a manos de un capitán. Él lo presiente, mas no lo sabe, no quiere, no necesita saberlo. Sus ojos ven otro entorno y otra hora. Recuerda a los leprosos que atendió con fervor y esperanza. Ahora todo extraña y todo abandona. Así que tú eres, le dice sonriente un militar fornido, y él responde, sin un gesto: yo soy. ¿Dónde están mis hombres? Piensa y sabe que en la zona de La Quebrada, quedaron muertos y prisioneros. Entonces recuerda su voz de otro tiempo: en cualquier lugar que nos sorprenda la muerte, bienvenida sea, siempre que ése, nuestro grito de guerra, haya llegado hasta un oído receptivo y otra mano se tienda para empuñar nuestras armas. Quiere creer que al final, el recuerdo de sus acciones heroicas le fortalecerá, aunque no sabe, no lo sabrá, que otra mano recogerá el arma que cae veintisiete años después. Se sacude la tristeza y la amargura, para poder llegar al final con el decoro que su valor le impone. Teme un ataque de asma que lo disminuya y paralice ante sus captores; pero no sabe que ya no hay tiempo, ni para las penas. Ya está solo y tiene los ojos entrecerrados. Se encuentra abandonado, pero piensa que ha vencido. La sangre y los recuerdos dejan de fluir. Piensa en la mujer que encontró pastando cabras el día anterior, y dice para sí: ella no fue. Éste era el camino. Guerrilla y Revolución cruzan por su mente, como vendavales. Al fin vence el tirano, el imperio siempre vence. Su rostro está tenso y no logra disimular su desencanto. Todo parece fuera de lugar. Ya no tiene ni la sonrisa para oponerla a sus adversarios, y sus ojos contemplan la vida pasada con distancia y tristeza. A lo lejos escucha que ladran unos perros que corren por el paraje. Todo en él es dolor, y lo único que desea es terminar rápidamente con todo. Sin embargo, piensa: Me tendrán que juzgar, deberán juzgarme. Él cree que el milagro puede suceder otra vez, cuando un hombre armado, de baja estatura y de apenas 50 kilos de peso, se le aproxima. Él no sabe que se llama Mario. Entonces, se da cuenta de que su cuerpo es libre, que no lleva nada que le sujete y alcanza a oler el miedo del militar. Por sus ojos se cruza la imagen de Aleida, montando a caballo desnuda, a todo galope, por la sierra.  Se sacude la nostalgia y dice: ¿vienes a matarme, verdad? Su interlocutor se avergüenza y baja la cabeza sin responder. No se atreve a dispararle. Al tenerlo de frente, el prisionero parece un hombre muy alto. Al apuntarle siente miedo. Pareciera que con un movimiento rápido, el prisionero pudiera arrebatarle el arma. Entonces éste le dice: cálmate, simplemente vas a matar a un hombre. El sicario da un paso atrás, hacia la puerta; cierra los ojos y tira al azar la primera ráfaga. El hombre cae al suelo, con las piernas heridas. Está de costado, sangrando. De pronto se escucha la segunda ráfaga, que se impacta en los brazos, en la espalda y el corazón. Su cuerpo es el de una águila muerta que cae a un abismo, llevando los ojos abiertos. Su cuerpo se desploma, pero no se rinde. Abandona el mundo, mas no su sueño. El hombre sabe que su sueño lo redimirá.

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