Un jardín dentro de una llanta

domingo, 14 de abril de 2019 · 09:43
CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).- El anuncio de que Gabriel Orozco será el encargado de abrir la Ciudad de México hacia su enorme bosque de Chapultepec me llenó de curiosidad. Por supuesto, el artista más global de México, quien ha reivindicado lo provisional como pasaporte del viajero, tiene también una intención restauradora de lo definitivo. Recordemos su Casa Observatorio en las playas cercanas a Puerto Escondido, Oaxaca. De la traza en cruz del artefacto cósmico del siglo XVIII en Jantar Mantar, en la India, Orozco rescata el reloj subterráneo lleno de mediciones para el paso de las estrellas y lo convierte en una alberca a ras de arena franqueada por tres recámaras y una cocina. La casa es lo más cercano que ha tenido el escultor a un taller. Su lado provisional, mucho más conocido por el público, es el que toma las calles como mesa de trabajo y los objetos desechados como materiales para un nuevo reacomodo. Como él mismo dice: “Soy un productor de lo que ya existe”. Del Orozco provisional, el que borra las fronteras entre escultura y pintura, el que pone en juego la propia idea de lo artístico, la obra que más me conmueve es la que resulta de sus propias manos cuando estrujan una masa de barro y que queda con la forma de un corazón. Se llama: “Mis manos son mi corazón”. Tiene un correlato –siempre tiene una variación– que es el acomodo de cientos de palitos de paleta conectados con sus dedos como en un haz de luz. Hay siempre esta unidad orgánica entre el proceso de usar el cuerpo para armar un objeto que se pone en jaque a sí mismo. Son muchos los ejemplos de este tipo de obras, pero las que más me entusiasman son las de la mesa de billar circular con una bola colgada de un péndulo –que, como fue ideada en un club británico donde se reunían los inversionistas de la Bolsa, se ha visto como una crítica de lo azaroso que es el capitalismo financiero–; la idea de no usar el espacio que en 1993 le había asignado el Museo de Arte Moderno de Nueva York y, en su lugar, trabajar con los vecinos cuyas ventanas daban a la sala para convencerlos de que todos los días pusieran naranjas en sus quicios y, con ello, hacer una enorme escultura colectiva llamada “Jonrón” –las naranjas fueron vistas como recordatorio de los inmigrantes hispanos–; y la rueda de la fortuna que vi en la EXPO-2000 en Hannover, Alemania: la mitad estaba por fuera y la otra entraba al subsuelo. Todas son esculturas que ponen en duda al objeto mismo: ajedreces que sólo tienen caballos, coches reensamblados sin una tercera parte, papalotes enredados en copas de árboles.  Pero entiendo el nombramiento de Gabriel Orozco como el tutor detrás de la conexión de las cuatro secciones del bosque de la Ciudad de México con sus más de 8 kilómetros cuadrados desde varios puntos de fuga. Uno es el reconocimiento a una generación de artistas nacidos en los sesenta –Abraham Cruzvillegas, Damián Ortega, Carlos Amorales y Teresa Margolles, entre otros– que, tras el escándalo de poner un apuntalamiento de vigas del terremoto de 1985 en la entrada de la exposición para artistas jóvenes en 1987, no tuvieron ya lugares para trabajar ni exhibir sus obras. Todos tuvieron que emigrar y, al igual que en el caso de los cineastas de esa misma generación, obtuvieron el reconocimiento por fuera del país de los prestigios como intercambio de favores.  Son los primeros mexicanos globales, multiculturales e inmigrantes. Sus obras tienen un componente de crítica al museo, al taller del artista, y a la idea de que la ejecución de la obra de arte envuelve a sus autores en nubes de genialidad. Si bien la política del arte está en los espectadores que leen políticamente una obra y no necesariamente en la intención de su autor, hay en esa generación de artistas críticas a la precarización urbana –Amorales construyéndose una vivienda de “paracaidista” irregular como un parásito que le crece al museo–; la violencia –Margolles pavimentando una calle en Londres con los cristales de parabrisas que quedaron después de cientos de balaceras en Ciudad Juárez–; la depredación de las compañías globales en la fotografía que Orozco le saca a un escarabajo nadando en petróleo en Ecuador.   También lo entiendo bajo otra luz del malentendido. Cuando, en el 2000, Orozco despliega un mural con la marca de una cerveza no se entiende que está comentando que el formato monumental de los muralistas de antaño –incluido su padre, Mario Orozco Rivera– ya sólo era posible en la propaganda y la publicidad. Damián Ortega acompaña esa exposición con un catálogo que resulta su propio regreso a la caricatura y, al mismo tiempo, un homenaje a Rius (El pájaro para principiantes): “El artista mexicano más afamado, aquí nadie lo conoce, salvo su mamá y su tía Lucha”. Tampoco se entiende cuando en 2008, durante la inauguración del local para exposiciones de la galería Kurimanzuto, Gabriel Orozco pone en venta piezas en estanterías del Oxxo: cuando esa misma galería no tenía lugar e itineraba entre cines abandonados y departamentos en los edificios Condesa del Defe, la forma de financiarla fue ofrecer obras de estos mismos artistas hechas con materiales recogidos del mercado de Medellín. Era otra crítica que no se quiso entender.  En otras ciudades no hay malentendidos. En Berlín quedó claro el comentario sobre la reunificación alemana cuando Gabriel Orozco compra una motocicleta amarilla, emblema de la industria socialista, la Schwalbe, para ir en busca de otras iguales, hacerles fotografías, y convocar a sus dueños a que se encuentren sus máquinas el 3 de octubre de 1995, día de la unidad. La moto contaba la historia de Alemania: una compañía, Simson, que producía también pistolas, quitada por los nazis a sus dueños judíos y, luego, en manos del Estado socialista. Cinco años después del derrumbe del Muro de Berlín, lo que Orozco hizo fue tomar una serie de fotos que contaban la búsqueda de “otra igual” como si fueran solteras en busca de su pareja.  Y, aunque fue concebida antes de los ataques del 11 de septiembre a las Torres Gemelas, la exposición de las telas hechas a base de las pelusas que salen de las lavadoras públicas en Nueva York, fue leída como un comentario sobre el deplorable estado de esa ciudad. Colgaban, frágiles, los guiñapos, tendidos de sus hilos de colgar ropa. “Un material perverso”, dijo Orozco, “está limpio, pero es sucio; es orgánico”.  Un ejemplo de la poca comprensión de la obra de Orozco está en sus esqueletos de ballenas. Una, la de México, está suspendida, con sus 169 piezas dibujadas con círculos de grafito, en un ala de la Biblioteca Vasconcelos, “Matrix móvil”. La otra, su negativo, es “Marea negra”, parte de la colección de la galería White Club en Gran Bretaña. De la positiva, Orozco dijo: “La única forma de realizar esta pieza era mediante una comisión, porque haciéndola para la biblioteca, permanece en manos del Estado; es propiedad nacional de principio a fin. La hicimos como un rescate; hay algo político y ecológico en ella, algo también que tiene que ver con el simbolismo nacional, como el águila o la serpiente, ya que la ballena puede ser un símbolo de ese mismo tipo”. En la ballena de México existe toda esa simbología de lo monumental-natural, la protección de nuestras especies marinas, y el tratamiento por medio de los dibujos circulares en el hueso de la luz moviéndose con las olas del mar.  Un tiempo antes, Gabriel Orozco había dibujado sobre una calavera para ver las deformaciones topológicas de cuadrados negros. Lo hizo durante una meditación mientras se curaba de un pulmón colapsado y descubrió algo que todavía sorprende: a la hora de dibujar los cuadros siguiendo la curvatura de las cuencas vacías, éstas parecen los dibujos con que los astrofísicos ilustran los agujeros negros. Por eso hablo de curiosidad por lo que piensa hacer con un bosque al que se le abren nuevas secciones y se piensa ya no cerrado, sino abordable por todos lados. Hasta ahora, la Ciudad de México ha vivido a espaldas de su bosque: primero, porque lo ocupaba el presidente, después los soldados, y más tarde, porque las barrancas se las apropiaban los millonarios para ampliar sus albercas. Cómo el escultor cuyo taller siempre ha sido el mundo, encontrará, sin crearlas, soluciones que cumplan con una especie de regla que leemos en uno de sus cuadernos de notas: COLOCA, INSTALA. HASTA QUE LAS COSAS DIVAGUEN COMO HASTA AHORA LO HAN HECHO. SI LA TIERRA ESTÁ DIVAGANDO, ¿POR QUÉ TÚ NO? TOMA TUS PLANETAS Y DIVÁGALOS POR LA CIUDAD. NO CREAR SINO ENCONTRAR.  En 2007, en un viaje para conocer las tropelías de las petroleras en el Amazonas, Gabriel Orozco terminó en una aldea ecuatoriana llamada Sharamentsa, habitada por los Achuar. Al ver que dibujaba, le prestaron un poco de la tinta roja con la que se pintan ritualmente el cuerpo. Orozco vació un poco en un cuaderno de su acompañante, David Rothschild, pero las hojas se volaban con el viento. Los niños, observando el desastre, le pusieron pedazos de vasijas rotas para contenerlos. De ahí nació la idea de que la mancha roja, la selva misma, y esos niños eran un jardín dentro de una llanta.   Esta columna se publicó el 7 de abril de 2019 en la edición 2214 de la revista Proceso

Comentarios