Slavoj Zizek va a la marcha fifí

domingo, 19 de mayo de 2019 · 11:43
CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).- Me siento fuera de lugar. ¿Cómo me verán estos elegantes y despreocupados joggers de domingo? Como un oso que no deja de sorber mocos, que se toma la nariz y la oreja en cada sílaba. Traigo una mancha de mostaza en la camiseta que no tiene logotipo ni marca y que, como la de ellos, seguro fue hilada por un niño vietnamita que come una vez al día. Pero, ¿qué tenemos justo aquí? Una manta blanca que, en las letras negras, dice: “Peje... Los que tenemos cerebro no votamos por ti” y, en letras rojas (la referencia a los colores de las huelgas obreras me desconcierta): “No te burles?”. El uso de la interrogación es lo único misterioso del mensaje. Una señora trae un muñeco del presidente colgado de una soga y su cartel se pregunta “¿Cuándo te truenan?”. Otra grita: –Que se vaya y que se lleve a sus mugrosos migrantes. Generalmente el acto crítico más importante no es la acción sino pensar. Aquí no hay ningún pensamiento, sólo la demostración de ira. Cuando queremos que el otro desaparezca es cuando entramos en la lógica de la guerra. Puede que uno no tenga odio contra el otro de inicio, pero es la lógica de pensar que, con su desaparición, uno estaría mejor, más feliz, más satisfecho, cuando comienza la suspensión de toda reflexión. Es, pues, curiosamente aburrida la contradicción: diciendo que la mayoría no tiene cerebro, dejas de usar el tuyo para dejarte ir en una corriente de odio. Mandar pintar una manta que insulta a 30 millones de votantes dice mucho de estos uniformados de Nike: los demás ciudadanos no sólo no son iguales a mí en derechos, sino que no llegan a ser lo “humanos” que somos nosotros. Sin cerebro son los zombis. Los pobres son biológicamente inferiores, lo que justifica su pobreza. Son los esclavos de Dubai, fuera de las murallas de los hoteles de rascacielos con albercas en los techos. Una democracia liberal que les permite votar, no debiera existir. No son seres racionales, sino manipulables, comprables, que sólo votan con las vísceras, sin medir consecuencias, sin pensar en que no es posible vivir en una sociedad menos desigual porque eso no funciona –lo dicen los expertos– y es una demagogia que pagaremos todos. La ideología conservadora es así de aburrida. Pero, ¿qué tenemos más de fondo en el doblez, en el pliegue del deseo de esa ideología? Es el acto. No el de los fifís, que han salido desde hace una década, porque así de gelatinosa es la “tolerancia con los intolerantes”, a mostrar su identidad política como simple pasión para que los demás desaparezcan. Me refiero al acontecimiento mexicano de los últimos setenta años, la revolución electoral de su democracia restringida. El acto no ha sido entendido por los opositores ni por quienes lo llevaron a cabo. Se planteó como “imposible” y su aparición tendría que cambiar incluso las condiciones de su propia imposibilidad. Parece que no se entiende todavía que existe la posibilidad, no de elegir entre dos o tres opciones en determinadas coordenadas, sino de cambiar las coordenadas mismas. No era imposible que ocurriera la victoria electoral de izquierda, sino que, para muchos, era imposible pensarla. En el acto, en la irrupción de lo imposible, lo que falla es el pensar que ese acontecimiento inédito fue un resultado de la necesidad histórica o de un “nosotros” oculto que, de pronto, se manifestó. No, de ninguna manera: el sujeto de ese acto es su propia manifestación. Nos dice tanto el recuento de las “causas” del triunfo de López Obrador para explicar la ruptura electoral, tanto como la descripción de los clavos y los tablones para referirse a una mesa. Es como el asesinato de un archiduque en Sarajevo explicando la Primera Guerra Mundial. En el acto no hay causas exteriores a su propia materialidad. No hay forma de predecirlo porque, si fuera predecible, sería parte de un “proceso” o consecuencia de la historia, no un acto de libertad. El acontecimiento ilumina su pasado, pero no puede ser deducido de él. Ante el acto, la reacción defensiva de los que no participaron de él es decir que proviene de la decisión de “no humanos”, de los “sin cerebro”. Es la reacción de miedo a ser afectado después de haber afectado tanto y de maneras tan perniciosas a los otros. Es el preguntarse por qué los que están para servirme ahora me quieren gobernar. Por qué, ahora, me tengo que preocupar y escuchar a los que debieran permanecer callados, sin boca, sin palabras. Por qué, ahora, tengo que escuchar el delirio de los “sin cerebro”, no como un padecimiento mental, sino como una nueva fábula mexicana, la Cuarta Transformación. Por supuesto que el acto excede a sus representantes. Eso hay que darlo por descontado. Mi colega Alain Badiou lo ha dicho mejor que nadie: “La política no es la ciencia de lo posible, sino el arte de lo imposible”. Como con los artistas plásticos, la política no es la aburrida asignación de presupuestos siempre exiguos, sino la irrupción de lo impensable. O debiera ser así. Es cierto, lo imposible es una categoría del sujeto –los votantes–, no de las instituciones. La prohibición es lo típico del Estado. La imposibilidad es un régimen de lo real. Y dice: “Sin la intervención de los ciudadanos no hay imposibilidad histórica alguna. La estructura normal de las cosas es la de las prohibiciones. Sólo el sujeto puede desbloquear lo imposible y poner en circulación una nueva verdad para la situación en su conjunto”. Curioso que diga “conjunto” porque Badiou sólo sabe de teoría matemática, pero aun así lo que excede es mayor al recuento de los subconjuntos contenidos. Siempre hay un número indefinido, siempre la materia será un efecto de su propia curvatura en el tiempo. El acontecimiento será sólo la curvatura del ser. Los propios ciudadanos que votaron por López Obrador no saben en qué medida exceden su propia representación. Haber desbloqueado lo imposible los paralizó. No basta con que reivindiquen su derecho a que se transforme la escucha social –que estos sordos que marchan con sus lentes oscuros, bloqueadores de sol en espray, tenis Adidas con el sobreprecio de los comerciantes nativos, aprendan a oír antes de desacreditar– sino a irrumpir en la fantasía que subyace al capitalismo, a la ideología de que todo está bien si cada quien se conforma con la casta que la ha sido asignada, que los esperpentos detrás de los aparadores no cuentan más historia que la del consumidor que satisface lo que él cree que es su deseo por unos días, que la novedad es desechar. Un acto sólo es un acto en relación con el campo simbólico. Hay que asumir que la fantasía subyacente debe ser interrumpida para pasar a la promesa de la emancipación. ¿Qué es eso? Es “la violencia divina”, la simbólica, frente a la violencia del sistema. Cuando estos opositores se quejan de que se les diga “fifís”, dicen que eso es “violencia”, cuando el propio sistema ha desaparecido y ejecutado a treinta veces más seres humanos que los que aquí se quejan del sol. Cuando se les dice “fifís” dicen que eso “divide” al país cuando la mexicana es, desde el siglo XVI, una sociedad de castas, donde la fantasía subyacente es que todo estaría mejor si cada quien permanece en su lugar asignado por el color de piel, el apellido y sus relaciones cortesanas. Ahora se reivindican “fifís” sin darse cuenta de que eso los denigra porque, entonces, sólo son humanos con respecto a su posición o a su aspiración social. Su reacción es defensiva ante la posibilidad que irrumpió. No van a dejar de vivir en su fantasía, pero, al menos, sabrán que es una fantasía. Que lo que los mantiene en su posición social, en su nivel de ingreso, en sus gastos, no es sólo la fantasía del “trabajo” sino la pobreza de los más, las desigualdades heredadas y acentuadas durante treinta años, los arreglos ilegales, la riqueza ilegítima, el que otros mueran para yo seguir viviendo. La Democracia Realmente Existente quiere eliminar toda imposibilidad dentro de lo real. Ha creado individuos asépticos cuyo dudoso orgullo es que no son militantes. Somos “apartidistas” es el mantra de una supuesta pureza de lo neutral. La democracia liberal ha invisibilizado la política sobre la fantasía de que los problemas de una sociedad tienen soluciones “técnicas”, que sólo los expertos saben, que sólo los economistas tienen acceso al lenguaje del futuro. Buena parte de lo que excede a los representantes del “cambio verdadero” es no alcanzar a desfondar las fantasías que lo negaron. Una de ellas es que existe un marco indisputable que lo circunscribe. Las coordenadas pueden cambiarse retrospectivamente para comenzar el porvenir habitable aquí y ahora. El acto de lo imposible está ahí, se realizó, no puede continuar porque esa es la naturaleza de un acontecimiento. La clave es cómo se piensa y cambia las coordenadas que lo negaron. Pero, lo he dicho siempre: no tengo soluciones, no es mi papel, porque estaría contribuyendo a generar más fantasías. Sólo vine aquí a hablar del cambio en la escucha social que vive México en estos días. ¡Ah!, y a comerme un par de hot dogs de carrito. Esta columna se publicó el 12 de mayo de 2019 enla edición 2219 de la revista Proceso

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