La guerra discursiva por las drogas

miércoles, 10 de noviembre de 2010 · 01:00

NUEVA YORK, 5 de noviembre (apro).- El pasado 19 de octubre se realizó en esta ciudad un foro “en solidaridad” con periodistas mexicanos que han sido objeto de agresión, intimidación y asesinato desde que el presidente Felipe Calderón emprendió su “guerra” contra el narcotráfico.

En el evento, titulado Estado de emergencia: censura por balas, estuvieron presentes los célebres escritores estadounidenses Paul Auster y Don DeLillo. También participaron la periodista Carmen Aristegui, conductora de la primera emisión de Noticias MVS, y la reportera Rocío Gallegos, de El Diario de Ciudad Juárez.

Las dos periodistas exigieron justicia por los asesinatos de dos reporteros de El Diario e hicieron evidente el fracaso de la estrategia del gobierno federal en su combate a la delincuencia organizada.

Este tipo de eventos, cuya intención y reclamo son justos, es sintomático de una imposibilidad discursiva dentro y fuera de México: el mainstream (corriente principal) de los medios de comunicación y de la opinión pública en general comparten una misma visión al momento de hablar sobre el tema del narcotráfico.

En primer lugar está la noción de que los supuestos cárteles de la droga son organizaciones implacables, de poder insondable, que penetra, corrompe y finalmente controla aspectos clave de todos los niveles de gobierno.

Y los más críticos deducen que la “guerra” de Calderón es, en el peor de los casos, una acción política ingenua, débil y fracasada de origen. Prueba de ello es que el Ejército, la Policía Federal y las instituciones judiciales son “rebasadas” por los criminales, que consiguen siempre burlar y someter al estado de derecho.

Entendido así, el narcotráfico es una fuerza exterior al Estado, perfectamente distinguible de la buena voluntad del gobierno, por muy incompetente y corrompible que sea esta última.

El polémico editorial publicado el 19 de septiembre por El Diario de Ciudad Juárez es presa involuntaria de esta trampa discursiva. Al dirigirse a las “diferentes organizaciones que se disputan la plaza”, “las autoridades de facto” que reemplazan a “los mandos instituidos legalmente”, el editorial reproduce la lógica promovida precisamente desde la agenda del Estado: los omnipotentes cárteles tienen sitiada a la ciudad. Es decir que todos los crímenes que allí ocurren son indiscutiblemente responsabilidad de criminales que, una vez más, han rebasado a la autoridad oficial.

A la mayoría de los medios de comunicación, nacionales e internacionales, no les resulta viable articular una arriesgada tesis que recorre Ciudad Juárez como un fantasma desde hace varios años: la guerra de Felipe Calderón es una guerra por las drogas en la que, en efecto, dos poderes del narcotráfico se combaten a muerte por la imprescindible plaza fronteriza.

Pero no me refiero aquí a dos cárteles, sino precisamente a dos poderes, entre los cuales se vuelve indistinguible la identidad del Estado y la identidad de las organizaciones administradoras del mercado de estupefacientes.

En más de un modo, lo que existe es una compleja simbiosis entre Estado y narcotráfico que se manifiesta en las calles de la ciudad: cuando no son los soldados o agentes federales, comandos armados se materializan repentinamente, asesinan con impunidad absoluta y después se disuelven sin dejar rastro.

En 2009, la revista británica Frontline publicó un ensayo y fotografías del periodista juarense Julián Cardona. El texto, titulado             J-WAR-ez, es contundente y revelador. Cardona entrevista a un activista de derechos humanos que omite su nombre, pero que refuta la tesis del gobierno federal.

No se trata del cártel de Sinaloa y su jefe, El Chapo Guzmán, tratando de arrebatar la plaza al cártel de Juárez. Ni siquiera existe la lucha entre cárteles, como se piensa comúnmente. Existe una ciudad en manos de fuerzas federales que llegaron para destruir al narcotráfico y el narcomenudeo local controlado por “La Línea”, esa organización integrada por policías municipales y estatales corruptos, protegidos desde el gobierno del estado.

La realidad poco reportada es que Juárez ya no es sólo uno de los corredores predilectos para el tráfico de drogas. Se ha convertido, en la última década, en una zona de alto consumo, y las fuerzas federales han decidido actuar en contra de sus dueños. Nadie puede decir con certeza que ha visto a narcotraficantes asesinarse entre ellos. Muchos, en cambio, han sido víctimas de primera mano de todo tipo de crímenes y delitos cometidos por soldados y agentes federales, o por comandos de sicarios armados que operan sin el menor contratiempo en la ciudad.

Concluye el texto de Cardona: “¿Y si El Chapo no está detrás de esto, entonces quién? ‘Es el Ejército, estúpido’. Esto es lo que se escucha en la calle”.

El trabajo de Cardona ilustra con frecuencia las investigaciones y reportajes del periodista estadounidense Charles Bowden, que desde hace más de una década ha escrito sobre Ciudad Juárez. En su más reciente libro, Murder City, publicado este año, Bowden adelanta su más radical tesis sobre el narcotráfico en el país.

Según él, existen dos versiones discursivas de México: por un lado está el México del valiente presidente Calderón que ha decidido no tolerar más a las organizaciones de narcotraficantes, arriesgando su capital político por el bien de la nación. Desde Estados Unidos, este México aparece como una república “hermana” donde existe una funcional sociedad civil, leyes y su correspondiente estado de derecho.

Pero ese México simplemente “no existe”, escribe Bowden: “Hay un segundo México, donde la guerra es por las drogas, por la enorme cantidad de dinero que se genera en las drogas, donde la policía y el Ejército luchan por su parte de las ganancias, donde la prensa es controlada con el asesinato de reporteros y con banquetes hechos de una consistente dieta de sobornos, y donde la línea entre el gobierno y el mundo de la droga nunca ha existido”.   

         La idea de este segundo México asusta a muchos, convence a pocos y preocupa a los menos, porque discursivamente se mantiene dentro de una esfera de lo inverosímil, lo inaceptable, lo imposible.

El filósofo francés Jacques Rancière sostiene que toda sociedad funciona bajo una “distribución de lo sensible”, un sistema de percepciones evidentes bajo el cual se articula lo visible y lo invisible, lo audible y lo inaudible. Aspectos de la sociedad se comparten y se manifiestan como posiciones en común, mientras que otros puntos permanecen oscurecidos y fuera del rango de lo aceptable.

Así, la idea de que en México los cárteles de la droga amenazan desde el exterior la viabilidad del gobierno, de las instituciones judiciales y de la sociedad civil, es parte de un régimen de lo decible. Las leyendas urbanas de los narcos y la llamada narcocultura, explotadas igualmente por redituables investigaciones periodísticas, narcocorridos, películas de acción y novelas rebosantes de balas y pólvora, participan de este fenómeno. Mientras, el “segundo México” del que escribe Bowden queda relegado a un espacio de invisibilidad discursiva (piénsese aquí por qué no se ha escrito aún en México una novela como El poder del perro de Don Winslow, que dramatiza el tráfico de drogas sin míticos narcos omnipotentes por encima de la ley, o por qué no se ha grabado un narcocorrido sobre un narcogeneral como Jesús Rebollo).

Sus enunciados aparecen en la percepción pública como planteamientos de tal radicalidad que son neutralizados por tesis más verosímiles, es decir, aceptadas por el grueso de la comunidad.

Mientras que en foros públicos no sea posible examinar con seriedad y detenimiento análisis como el de Bowden, Cardona y otros periodistas que dentro y fuera de México cada vez más comparten una misma conceptualización del problema del narcotráfico, no podremos transgredir ese régimen discursivo que hasta la fecha exime de responsabilidad al gobierno de Felipe Calderón.

En tanto, la guerra por las drogas continuará sumando cadáveres a los casi 30 mil asesinatos que ha producido directa e indirectamente en todo el país y cuya brutal visibilidad es, por lo menos, imposible de ocultar.  

 

cvb

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