Jesuitas

Para la Compañía de Jesús, con mi dolor y mi indignación

lunes, 27 de junio de 2022 · 09:39

CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).–Todos los testigos directos del horror –pienso en particular en Primo Levi y Jorge Semprún– se han hecho una misma pregunta: ¿de qué manera narrarlo para hacerlo sentir a otros y suscitar en ellos una conmoción que evite repetirlo? La pregunta es más que nunca pertinente en México, un país atravesado por el horror, donde crueldades que se dieron y se dan en campos concentracionarios se llevan a cabo de manera dispersa y sistemática a lo largo y ancho del país. Lo es aún más porque después de tantos años de relatos e imágenes espantosas hemos aprendido a hacerlo parte de nuestra vida diaria.

Muchas son las respuestas. Yo he intentado algunas en estas páginas de Proceso. Me parece, sin embargo, que es Jorge Semprún, en La escritura o la vida, quien se aproxima a una de las más precisas. El problema, nos dice, no está en las narrativas. Toda la literatura está llena del mal y su horror. No se diga la literatura testimonial que nació después de la Segunda Guerra Mundial.

En México esas narrativas no han dejado de suscitarse. Desde el levantamiento zapatista hasta el reciente movimiento feminista y la multiplicidad de atrocidades que continúan cometiéndose, pasando por el Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad y Ayotzinapa, el sufrimiento y el horror se han expresado con una claridad y una precisión omnipresentes. Ciertamente, han conmovido y producido sentimientos de terror, compasión, indignación y solidaridad. Pero es evidente también que los hemos olvidado y diluido en la banalidad de los acontecimientos de todos los días, como si eso fuera equivalente al anuncio de un dentífrico, a las ofertas del mercado o a las frivolidades de la política.

El problema, vuelvo a Semprún, es que toda narrativa, por más precisa y aterradora que se presente, no logra transmitir la sustancia propia del horror que las víctimas llevamos con nosotras y que Semprún define, paradójicamente, como “una experiencia de muerte”. Las víctimas no vivimos el horror como un accidente o una enfermedad de la que sobrevivimos. Mucho menos como algo que le sucede o le sucedió a otros y nos aterra, indigna y conmueve por connaturalidad. No somos sobrevivientes de acontecimientos terribles de los que escapamos “porque no nos tocaba” o porque “esas cosas le suceden a otros”. Somos, dice Semprún, revenants. La palabra no tiene equivalente preciso en español, pero define a alguien que volvió de la muerte y la trae consigo; alguien que vivió su horror en un ser amado, es decir, en su propia carne, y lleva consigo las huellas del mal como si lo hubieran grabado con un hierro al rojo vivo y volviera transfigurado de un largo e inesperado viaje. Podemos reír, compartir las alegrías de estar vivos, pero no escapar de la experiencia. La vida adquiere así un sabor agridulce que lleva la impronta indeleble del espanto y la muerte.

Quien no lo ha vivido en carne propia o, como los grandes narradores, se ha dejado invadir por su sustancia; es decir quien mira en las víctimas una pura descripción del horror –el ropaje, el espantoso adorno con el que el mal se reviste– sólo puede experimentarlo de manera abstracta, es decir, intelectualmente, como una narración que no los compromete, cuyo ropaje, por más objetivo y espeluznante que sea, le sucede a otros y no les pertenece; les es ajeno.

El hecho mismo de hablar, como lo hace Semprún, de una experiencia de muerte que se lleva consigo, parece absurdo, porque la muerte “para el pensamiento racional”, es decir, para un pensamiento que sólo conoce mediante la abstracción, la muerte “es el único acontecimiento del que jamás podemos tener una experiencia individual”, un acontecimiento que sólo puede asirse “bajo la forma de la angustia, del presentimiento o del deseo funesto…”. Por ello podemos fácilmente apartar la mirada y el oído de su sustancia que se ha vuelto colectiva, diluirla en un ansiolítico o entre los múltiples distractores de la cotidianidad y el parloteo mediático o, como lo hacen los criminales y los políticos, en la sordera y la ceguera de la imbecilidad.

La única forma en que podemos escucharlo y ser interpelados por él es haciendo un profundo silencio. Sólo así es posible escuchar, ver y sentir eso incomunicable que está en el ropaje mismo del horror y la muerte. El poeta Daniel Goldin lo llamó recientemente un “silencio sonoro”, un silencio que de tan profundo y atento permite escuchar y sentir esa sustancia que nos lleva al encuentro de los otros. Ese silencio, nos recuerda otro poeta, David Huerta, pertenece a un tipo de arte que debemos reaprender en un mundo en el que el parloteo virtual ha reducido la realidad a un show: el arte de escuchar. Sólo se escucha y se es verdaderamente interpelado por la sustancia de un relato en el silencio. Los relatos del horror, sobre todo el de las víctimas, piden algo más de lo que Sor Juana pedía a sus lectores: “Óyeme con los ojos”; algo más de lo que Quevedo hacía con los escritores muertos: oírlos con sus ojos. Piden ser escuchados con todos los sentidos, ser acogidos en su experiencia de muerte: “Óyeme y siénteme en tu carne” para que juntos creemos esa región del alma donde la fraternidad, como querían Semprún y cada víctima, se opone y resiste al galimatías del mal.

Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, detener la guerra, liberar a todos los presos políticos, hacer justicia a las víctimas de la violencia, juzgar a gobernadores y funcionarios criminales, esclarecer el asesinato de Samir Flores, la masacre de los LeBarón, detener los megaproyectos y devolverle la gobernabilidad a México. 

Este análisis forma parte del número 2382 de la edición impresa de Proceso, publicado el 26 de junio de 2022, cuya edición digital puede adquirir en este enlace.

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