Libia: Los hijos de la revolución

miércoles, 22 de junio de 2011 · 12:00
A mediados de febrero Osama ben Sadik, ciudadano estadunidense de origen libio, viajó de Virginia a Bengasi –bastión de los rebeldes que luchan contra el régimen de Muamar el-Gadafi– para reunirse con sus hijos, Jousef y Muhannad, e incorporarse a la revolución. A partir de esta historia, el periodista estadunidense Jon Lee Anderson describe desde el frente de batalla las vicisitudes del conflicto libio. Lo hace en una extensa crónica que la revista The New Yorker publicó el pasado 9 de mayo. Con permiso del autor, Proceso reproduce extractos. Anderson –autor de La caída de Bagdad y de la biografía del Che Guevara Una vida revolucionaria, entre otras obras– es miembro del jurado del Premio Internacional de Periodismo Proceso 2011, convocado por este semanario en el marco de los 35 años de su fundación. BENGASI, LIBIA, (Proceso).- Osama ben Sadik, chofer de ambulancia voluntario, llegó la mañana del 12 de marzo a cumplir con su servicio en la clínica de la Media Luna Roja en Brega, ciudad del este de Libia donde hay una refinería. La insurrección contra Muamar el-Gadafi había pasado de movimiento de protesta a guerra armada y se esperaban víctimas. Pero nadie en Brega tenía una idea clara de lo que ocurría en el frente de batalla, ni siquiera los pocos combatientes que se afanaban en torno de una nueva barricada frente a la puerta principal de la refinería. Seis días antes, las columnas blindadas de Gadafi habían frenado el mal planeado y eufórico avance de los alzados hacia Trípoli. Diezmados y ensangrentados, los rebeldes, una muchedumbre sin liderazgo formada por estudiantes universitarios, mecánicos, tenderos y reservistas del ejército, no habían hecho desde entonces otra cosa que retroceder. Tras replegarse sobre la costera que pasa por Ras Lanuf, otra ciudad petrolera 13 kilómetros hacia el oeste, se doblaron ante la artillería pesada y emprendieron la retirada en medio del pánico. Parecía obvio que el siguiente blanco de las fuerzas de Gadafi sería la pequeña ciudad de Brega. En la clínica, la mayor parte del personal médico había decidido dejar el lugar luego de que una ambulancia fue alcanzada por una bomba, matando a uno de los médicos y a varias enfermeras. Quedaban un doctor y Osama, quien se mostraba amistoso y hablaba extraordinariamente bien el inglés. De 48 años, alto, con cálidos ojos cafés y un rostro aquilino que semejaba a un Abraham Lincoln sin barba, el hombre presumía su ambulancia. Para contribuir al esfuerzo armado, él y algunos de sus amigos habían adaptado una camioneta Toyota Land Cruiser como un centro móvil de urgencias. Pintado de blanco y con una media luna roja, el vehículo estaba estacionado a la entrada de la clínica, donde Osama se esforzaba en limpiarlo. Cuando le pregunté dónde había aprendido inglés me contestó: “Soy de Martinsville, Virginia”. Él era libio pero su mujer, Suzi, era mitad estadunidense. Ingeniero de la Libyan Arab Airlines, Osama y su esposa criaron a sus cuatro hijos en Bengasi. Pero en los noventa, cuando Libia se vio aislada por las sanciones internacionales derivadas del atentado de 1988 en Lockerbie, Osama tuvo que luchar para ganarse la vida. En 2007, cuando las sanciones fueron levantadas, la familia se mudó al condado de Henry, Virginia, cerca de donde vivía la madre de Suzi. Ahí descubrió que podía hacer dinero exportando equipos de construcción a Bengasi y constantemente viajaba de un lugar a otro para supervisar el negocio. Con orgullo, Osama me dijo que ahora es un ciudadano estadunidense y voluntario del cuerpo de bomberos del condado de Henry. Su esposa y sus dos hijas pequeñas permanecían en Virginia, me explicó, pero él y sus dos hijos se encontraban en Libia para ayudar en lo que fuera a la revolución. Mientras Osama manejaba su improvisada ambulancia, su hijo menor Yousef, un preparatoriano de 17 años que vivía con un familiar en Bengasi, participaba todos los días en las manifestaciones frente al cuartel general de la revolución, un destartalado edificio sobre el malecón, que antes fungía como Corte. Su hijo mayor Muhannad, un estudiante de medicina de 22 años, se encontraba combatiendo en el frente. La descripción que de él hizo Osama me recordó que unos días antes, en Ras Lanuf, me llamó la atención un combatiente de cabello rubio y ojos azules. Portaba un pakul (gorro) al estilo de los mujaidines afganos y me sonrió y saludó desde un jeep que se dirigía a la línea de combate. Le pregunté a Osama si era él y me contestó radiante: “¡Sí, es mi hijo!” “La explosión” Osama lamentó la inexperiencia de combatientes como Muhannad y sus amigos. La mayoría de los soldados de Gadafi son veteranos y mercenarios respaldados por potente artillería, casi toda de la era soviética. Los rebeldes, en contraste, habían instalado una base en Bengasi donde veteranos del ejército daban a los voluntarios un corto entrenamiento sobre cómo limpiar, cargar y disparar un Kalashnikov; muchos de ellos ni siquiera entendían estas instrucciones rudimentarias. “Algunos de los chicos que están en el frente nunca antes habían visto un arma”, explicó Osama. Por televisión, Gadafi los calificó de “cucarachas” y juró ir tras ellos “casa por casa”. Osama concluyó: “Esta revolución ya no sólo se trata de libertad, sino de sobrevivencia y de proteger a nuestras familias” (…) Osama voló de Virginia a Bengasi a mediados de febrero, cuando las manifestaciones contra el gobierno se tornaron violentas. Luego de las exitosas revueltas en Túnez y Egipto, Libia había programado su propio “Día de la Ira” para el 17 de febrero, pero en Bengasi –la segunda ciudad más grande del país y un viejo foco de oposición– las protestas estallaron antes. Gadafi envió a su cuñado y jefe de Inteligencia, Abdulá Senussi, y a su hijo Saadi a someter la ciudad. Pero Senussi cometió una pifia: arrestó a Fathi Terbil, un abogado defensor de los derechos humanos que representa a las familias de unos mil 200 prisioneros que fueron masacrados en 1996 en la carcel de Abu Salim, en Trípoli, episodio en el que el propio Senussi estuvo implicado. Bengasi explotó en protestas. Y aunque Terbil fue rápidamente liberado, ya no hubo forma de parar la explosión. Entonces las autoridades reclutaron mercenarios de Malí, Chad, Níger y otros países, quienes apoyados por las fuerzas de seguridad apalearon y balearon a los manifestantes, matando a docenas de ellos. Al observar esto desde Estados Unidos, Osama se preocupó por la seguridad de sus hijos, ambos en Bengasi. “Muhannad ya estaba apoyando a los manifestantes”, dijo Osama. Su hijo era obstinado “y yo sabía que era capaz de cometer una locura”, comenta. El 17 de febrero, Muhannad telefoneó a Osama: “Papá, necesito tu bendición porque los combates se han iniciado y están matando a mis amigos. Debo sumarme”. El padre le pidió que esperara. “Déjame darte la bendición personalmente”, le rogó y voló de inmediato hacia Bengasi. “Fue el último vuelo antes de que cerraran el aeropuerto”. Cuando Osama llegó, los levantamientos se habían convertido en una insurrección a gran escala con cientos de personas amotinadas frente al infame cuartel militar de Katiba (…) En pocas horas, los rebeldes incendiaron los cuarteles de policía y las guarniciones militares de Bengasi y saquearon sus arsenales. Los shabab (jóvenes que integraron el núcleo duro de los combatientes rebeldes) también prendieron fuego al viejo ayuntamiento –donde en 1951 el rey Idris I anunció la independencia– y a la vivienda de la repudiada y fugitiva alcalde Huda Ben Amer, vilependiada porque durante el ahorcamiento público de un joven disidente en 1984 jaló los pies de la víctima hasta que acabó de retorcerse en la cuerda. Los manifestantes se apropiaron de cientos de pickups nuevas de fabricación china y las equiparon con artillería pesada y dispositivos antiaéreos. Después de una semana de protestas por lo menos 230 personas habían muerto en Bengasi, la mayoría a manos de las fuerzas de seguridad. Al principio Osama se sumó a las multitudes que se reunían cada día frente a la antigua Corte de Bengasi. Ahí una alianza ad hoc de abogados, estudiantes, profesores y empresarios intentaban poner algo de orden, creando un consejo que asumiera la dirección. Éste nombró a un profesor de ciencia política como su “ministro de Educación” (a pesar de que las escuelas estuvieran cerradas) y a un abogado especialista en derechos humanos como vocero oficial. Afuera de la Corte prevalecía una atmósfera festiva y anárquica. Brotaban tiendas de campaña en las que voluntarios ofrecían gratis comida, café y primeros auxilios; una albergaba una exposición donde se mostraba a Gadafi caricaturizado como vampiro, loco o perro. Un joven colocó una conexión de internet sobre el techo de la Corte y otros abrieron una oficina multimedia en las quemadas instalaciones de la policía secreta. A finales de febrero, los rebeldes habían asumido el control de varias ciudades de la costa este, pero pronto unidades militares procedentes de Surt, la zona tribal de Gadafi, empezaron a avanzar sobre los territorios “liberados” (…) Osama decidió que tenía que hacer más: “Me dí cuenta de que ahora había una guerra y era necesario ayudar” (…) Sus ojos de padre refulgen al afirmar: “Mi hijo Muhannad me ha mostrado lo que es ser un hombre. Él me hizo despertar”. El 25 de febrero, un barco desalojó a ciudadanos estadunidenses hacia Malta. “Yo le dije que regresara con su madre a Estados Unidos, pero él me dijo: ‘No padre, debo quedarme’. Es un gran tipo, un jugador de basquetbol y un boy scout”. (…) Después de los levantamientos, la mayoría de los policías desapareció de las calles y decenas de miles de trabajadores migrantes abandonaron el país. Los scouts controlaron entonces los servicios públicos apoyando en los hospitales, repartiendo suministros y hasta dirigiendo el tránsito. Fue la pertenencia de Muhannad a los scouts la que lo llevó a sumarse a la insurrección. “¿Recuerda el juramento scout? –me pregunta Osama–: servir a Dios y a la patria, y ayudar a otros” (…) El fantasma del extremismo Poco tiempo tardaron los rebeldes en darse cuenta de que eran incapaces de combatir a Gadafi por sí mismos. En menos de una semana muchos pasaron de repudiar cualquier “intervención extranjera” a rogar por ella. Desesperados combatientes se me acercaban y me preguntaban “¿dónde está Francia? ¿dónde está Obama?” Mientras, el debate en Estados Unidos y Europa giraba parcialmente en torno de la posibilidad de que la rebelión fuera cooptada por el radicalismo islámico. Durante mucho tiempo, Gadafi alimentó una mezcla de nacionalismo antiimperialista y xenofobia islamista y había cierto antiyanquismo que persistía en el aire, pero sin el visceral odio que he encontrado en Paquistán y Afganistán. Un mito común sostenía que Gadafi mismo era un agente israelí, parte de una conspiración respaldada por Occidente (…) Una brigada de excombatientes yihadistas –maduros, barbados, de aspecto rudo– habían acudido al frente desde la oriental Derma. Su líder, Abdel Hakim al Hasidi, había luchado junto con voluntarios de Al Qaeda en Afganistán y algunos de sus combatientes eran veteranos de la guerra de Irak. Otro comandante, Abu Sufian bin Qumu, es un exreo de Guantánamo quien también luchó en Afganistán. Cuando abordé la perspectiva del extremismo con los líderes seculares y educados del Consejo Revolucionario de Bengasi, inicialmente lo desestimaron como un vestigio del largo aislamiento de Libia. Pero un poco más apremiados admitieron sus temores de que si Occidente no acudía pronto en su ayuda, los islamistas radicales podrían sacar provecho de la frágil situación. Durante una de las sesiones de oración en masa que se celebraban cada viernes frente al viejo edificio de la Corte, me encontraba sentado en el segundo piso con Mustafá Gheriani, un amigable hombre de negocios libio-estadunidense , su hermano y su cuñada, todos miembros del consejo. Mirábamos por la ventana a los miles de hombres y mujeres ahí reunidos, rezando y Gheriani musitó: “¿Habrá aquí una democracia o ocurrirá lo mismo que en Irán después del Movimiento Verde? Occidente no le abrió los brazos y fue sofocado. Cuando hay educación y prosperidad, la religión toma un papel secundario; pero cuando la gente es reprimida, Dios pasa a un primer plano. Y eso es peligroso”. Propaganda de guerra Con los soldados de Gadafi acercándose a Ajdabiya, el hospital de la ciudad era el lugar indicado para ir por noticias. Cuando llegué ahí el 13 de marzo vi a Osama parado junto a la entrada de urgencias, rodeado por un grupo de jóvenes combatientes con rostros sombríos. Mirándome a los ojos me dijo: “Muhannad está muerto”. Profundos aunque silenciosos sollozos estremecían su cuerpo. El día anterior, Muhannad apareció en Brega y pasó la tarde en la clínica. Cerca de las cinco él y un par de camaradas partieron rumbo a Al Uqaylah. Cuando Osama le pidió que tuviera cuidado, Muhannad le aseguró que iba a estar bien. Osama se quedó durante toda la noche en Brega, pero tuvo que huir al amanecer, cuando empezó el bombardeo. Muhannad no regresó. Pocas horas antes de que yo llegara, los combatientes que regresaban del frente trajeron noticias de que Muhannad fue abatido. Le contaron a Osama que iba en uno de los dos vehículos que avanzaban hacia Al Uqaylah, buscando al enemigo. Cuando empezó a oscurecer, algunos de los rebeldes consideraron que la operación era demasiado riesgosa, pero Muhannad y dos compañeros decidieron seguir adelante. En Bishar, cerca de Al Uqaylah, se toparon con una columna de avanzada de las tropas de Gadafi que lanzó contra ellos sus carros de combate disparando al mismo tiempo. Uno de los tres jóvenes, Riad, sobrevivió corriendo hacia el desierto. No regresó a Ajdabiya pero contó su historia a otros combatientes. El otro compañero fue baleado junto al vehículo y luego los soldados le dispararon a Muhannad cuando trataba de huir. Dijo que vio a los soldados cuando arrojaban el cuerpo de Muhannad dentro de su pickup y oyó los gritos de su amigo. En el hospital varios jóvenes escuchaban compungidos la historia. Osama dijo que por el momento se quedaría ahí, esperando el cuerpo, que confiaba que le sería devuelto aunque Bishar estuviera ahora en manos de Gadafi. De ser así, llevaría el cadáver de Muhannad a casa de su hermano en Bengasi y lo velaría durante tres días conforme a la tradición libia. Luego regresaría al frente. “No permitiré que la muerte de Muhannad sea en vano”, aseveró. “No voy a regresar a Estados Unidos hasta que esto se acabe. Ya nada me importa”. Uno de los jóvenes le pasó a Osama un celular. Su rostro se iluminó momentáneamente mientras escuchaba y repetía en voz alta lo que le decían: Muhannad había sido entrevistado por la televisión estatal libia. Se volteó hacia mí. ¿Podría esto significar que lo tenían cautivo y estaba siendo usado para la propaganda del régimen? (…) Hubo un destello de esperanza en sus ojos. Pero un momento después entró otra llamada y el rostro de Osama volvió a oscurecerse. La emisión tenía más de una semana. Al Jazeera había entrevistado a Muhannad en el frente de Ras Lanuf el poco tiempo que la ciudad estuvo en manos de los rebeldes; fue escogido por su pelo rubio, porque era mitad estadunidense y hablaba inglés. La televisión estatal libia retransmitió su imagen y sugirió que era un combatiente extranjero; una evidencia de que la oposición era una pandilla de extremistas de Al Qaeda, como alegaba Gadafi. Osama se sentó en la escalera del hospital. Varios combatientes se sentaron alrededor de él. Uno de ellos, su sobrino, le dijo que era inútil esperar en Ajdabiya, que se fuera a Bengasi con su otro hijo, Yousef, quien lo necesitaba. Osama escuchaba sin comprender. Le pregunté si había llamado a su mujer y él me miró con ojos vacíos y sacudió la cabeza. Muhannad, insistió, podría todavía estar vivo y prisionero; todo era posible mientras no apareciera su cuerpo. Repetía una y otra vez que no descansaría hasta saber cuál había sido el destino de su hijo. El Bastión El 15 de marzo, tras un ataque con cohetes de largo alcance, las tropas de Gadadi entraron en Ajdabiya y la sometieron en menos de una hora. Era la última escala en el camino a Bengasi y esa noche, en la televisión, oficiales libios de alto rango auguraron jubilosos la inminente caída de la capital de los rebeldes. Horas más tarde, el vocero de éstos sostuvo en una apresurada conferencia de prensa que Ajdabiya seguía en manos de la oposición. “Las unidades del ejército intentaron retomar la ciudad pero nuestras fuerzas las repelieron”, aseguró. La propaganda de guerra entre las dos partes se volvió intensa (…) Pero las reivindicaciones de los rebeldes sobre Ajdabiya eran tan evidentemente falsas y su situación tan precaria, que los periodistas extranjeros en Bengasi empezaron a prepararse para evacuar hacia Tobruk, cerca de la frontera con Egipto. La capital rebelde se había vuelto un lugar vulnerable. Pocos días antes, un equipo de Al Jazeera había sido emboscado por pistoleros aparentemente leales al régimen, y un camarógrafo qatarí murió en el ataque. Su muerte provocó grandes e iracundas manifestaciones en la ciudad. Bengasi era un mar de rumores. Para evitar un éxodo desordenado y masivo de sus 800 mil habitantes, el consejo rebelde continuó haciendo extrañas reivindicaciones, aun cuando las fuerzas de Gadafi ya empezaban a poner a prueba las defensas externas de la ciudad. Cazas libios bombardeaban el aeropuerto y cuarteles y depósitos de armas en los alrededores. Semanas atrás miembros del Consejo habían expresado su deseo de una revolución “blanca”, sin venganzas ni derramamiento de sangre; pero ahora eso sonaba ingenuo. Se inició una cacería contra los gadafistas que se escondían en la ciudad. Amigos libios me hablaron de patrullajes y balaceras nocturnas en sus barrios. Luego, en la mañana del jueves, una enorme columna de humo apareció sobre el horizonte de la ciudad. La guerra finalmente estaba llegando a Bengasi. La noche del 17 de marzo, el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas debía votar la resolución sobre la “zona de exclusión aérea”. Esa tarde, Gadafi hizo una extraña aparición televisiva. Llamó a los bengasíes su “dulce pueblo” y los convocó a “volver a él”; pero luego advirtió que no habría “misericordia”con los que no lo hicieran. Su hijo y presunto heredero, Seif al Islam, desestimó la resolución diciendo que llegaría muy tarde. “En 48 horas todo habrá terminado”, se mofó. Osama estaba furioso ante la temeridad de Seif al Islam. “¡Cómo te atreves a hablarme así!”, gritó. “¿Quién carajos te crees? ¿Acaso voté por ti?”. Cerca de la medianoche miles se habían reunido para ver la votación de la ONU en las grandes pantallas colocadas frente a la Corte de Bengasi. Hubo grandes vítores cuando 10 países (…) votaron a favor de la resolución; pero cuando otros cinco se abstuvieron –Alemania, Brasil, China, India y Rusia– la gente gritó con enojo y empezó a lanzar sus zapatos contra las pantallas, el mayor insulto en el mundo árabe. Cuando quedó claro que la resolución había sido aprobada, la ciudad estalló en júbilo y los disparos al aire continuaron hasta el amanecer. Al día siguiente, el ministro de Exteriores libio, Moussa Koussa, anunció una tregua unilateral (…) Pero ni este anuncio ni la resolución de la ONU modificaron nada en el campo de batalla. Al contrario, esa misma tarde las tropas de Gadafi se acercaron 30 kilómetros a Bengasi (…) En la ciudad, todo parecía tranquilo, pero cerca de las nueve de la noche, la radio rebelde lanzó un llamado urgente para que los shabab se dirigieran rápidamente a Gimeenis, un suburbio. Los autos empezaron a desplazarse a gran velocidad y las pocas tiendas y cafés abiertos cerraron apresuradamente. Las calles quedaron en completo silencio, con excepción del ladrido de los perros y algunos tiros aislados. Por la mañana, miles huían de la ciudad. Encima, un jet daba vueltas dejando una estela blanca. De pronto se vio un resplandor y el jet cayó rodeado por un halo de luz. Desapareció detrás de un gran edificio y luego se oyó una enorme explosión y se levantó una columna de humo. Salí para ver dónde había caído y encontré combatientes levantando barricadas por toda la ciudad. En las calles traseras, pequeños grupos de aterrorizados rebeldes y soldados aliados tomaban posiciones de tiro, pero no sabían decir dónde estaba el enemigo. Civiles armados vigilaban las calles desde la puerta de sus casas. (…) Durante la noche, una columna blindada había avanzado desde Ajdabiya; atacó poco antes del amanecer, tomando primero la universidad, en el suburbio oeste, y luego siguió sobre la ciudad. Algunas de las tropas invadieron un barrio residencial tabalino, donde los residentes contaron que los simpatizantes del régimen iniciaron la refriega como si hubiera existido una señal. Finalmente, cerca de la universidad las fuerzas gadafistas fueron detenidas por un ejército de shababs, combatientes islamistas y pobladores locales. Hubo un tremendo intercambio de fuego y varias docenas de personas murieron, antes de que las columnas de Trípoli se replegaran a los suburbios (…) Pocas horas después de terminados los combates observé una columna de humo proveniente del área donde se decía que estaban las tropas de Gadafi. Bombarderos franceses habían realizado el primer ataque aéreo amparado por la resolución de la ONU. Esto marcaría un punto de inflexión en la guerra, pero la mayoría de los habitantes de Bengasi estaba demasiado preocupada por la amenaza de las fuerzas gadafistas como para celebrar (…) “Gracias Dios” Aquella noche continuaron los ataques aéreos, al lanzar el ejército de Estados Unidos más de 100 misiles Tomahawk que barrieron a las columnas blindadas estacionadas en los alrededores de Bengasi. La ciudad estaba electrizada con la perspectiva de la victoria. Todo mundo decía con orgullo que el camino hacia Ajdabiya era un cementerio colectivo y me desplace allá para verlo. Adelante de la universidad, junto a un nuevo y vasto complejo de edificios de departamentos, los lados de la carretera estaban cubiertos por docenas de tanques y otros vehículos militares, que habían quedado reducidos a chatarra quemada. Había cuerpos destrozados y calcinados y todo tipo de residuos militares tirados por todas partes (…) En las siguientes semanas, los combates empezaron a asumir un patrón. Los hombres de Gadafi retrocedían ante los bombardeos de la OTAN y los rebeldes se volcaban sobre los territorios desocupados hasta alcanzarlos, para enfrascarse luego con ellos en rápidos y con frecuencia letales enfrentamientos (…) La noche del 25 de marzo, después de un prolongado bombardeo por parte de la coalición, las fuerzas de Gadafi huyeron de Ajdabiya. A la mañana siguiente, la ciudad estaba libre y los rebeldes reingresaron junto con la gente que regresaba a sus casas y caravanas de coches llenas de mirones (…) Durante la tensa espera del ataque a Bengasi, Osama y Yousef se mudaron con su primo Alí Hawari, un suburbio (…) Luego Osama despachó a Yousef de regreso a Estados Unidos y se reunió con el equipo de la ambulancia en una clínica provisional, cerca de la nueva línea del frente en las afueras de Ajdabiya. Iba a seguir apoyando a los rebeldes. Probablemente, dijo, ahora se irían a Brega y luego avanzarían conforme se fuera moviendo el frente. Y encontraría a Muhannad (…) Avanzada la noche del 26 de marzo fui despertado en Bengasi por un colega, el fotógrafo Nicole Tung, quien tenía un mensaje urgente de Osama para mí: el cuerpo de Muhannad había sido encontrado. La tarde previa (…) un grupo de amigos suyos se fue a Bishar para buscarlo y encontró su cadáver a un lado de la carretera. Al no poder establecer contacto con el celular de Osama, regresaron con el cuerpo de Muhannad a Bengasi y lo enterraron (…) Al llegar la mañana corrí a la casa de Alí y lo encontré sentado junto con varios jóvenes en la tienda montada para el servicio funerario: una estructura larga y baja, hecha de tela con motivos de colores, y en su interior sillas de plástico gris. Osama estaba en camino. Mientras llegaba, Alí me contó lo que sabía. Varios hombres –incluyendo a uno de los hermanos de Alí y Riad, el amigo de Muhannad y único sobreviviente del ataque– estaban en el grupo que fue a Bishar. Cuando llegaron ahí, descubrieron el cuerpo de Muhannad al lado de la carretera. Había estado ahí, a unos cientos de metros de la ciudad, dos semanas. Un pastor que acostumbraba llevar a pastar su rebaño a esa área, les mostró el lugar donde había encontrado dos cuerpos más, del otro lado de la carretera. Dijo que los enterró, pero que no había podido atravesar para recoger el cadáver de Muhannad, porque junto había un puesto de control de los soldados de Gadafi y “cada vez que lo intentaba me empezaban a disparar”. Los amigos de Muhannad estaban sorprendidos de haber encontrado su cuerpo intacto, sin signos de descomposición. “No había olor ni nada por el estilo”, exclamó Alí. “Tenía una bala en la frente y eso era todo lo que se podía ver”. Con excepción de la herida, dijo, “estaba como si hubiera muerto apenas unas horas antes”. De acuerdo con algunas tradiciones islámicas, los cuerpos de los mártires son incorruptibles y pueden subsistir decenios sin rigidez ni descomposición. Alí sentenció: “Creemos que esto es cosa de Dios”. Cuando Osama llegó su rostro estaba despejado, libre de angustia e incertidumbre y le comenté que se veía mejor. Contestó distraídamente: “Por lo menos ahora sé que descansa en paz. La parte difícil es cómo se lo voy a decir a su madre” (…) Aquella tarde fui con Osama a Bishar para ver el lugar donde el cuerpo de Muhannad había sido hallado. Quería asegurarse de que la condición incorrupta de su hijo no fuera evidencia de que los gadafistas lo hubieran retenido cautivo y sólo ejecutado recientemente (…) Un par de jóvenes le confirmó a Osama la historia contada por el pastor (…) Osama estaba extasiado de saber que Muhannad no había sufrido. (…) “Sí. Estoy muy contento”, dijo Osama. “Esto es un milagro. Nosotros –los musulmanes y cristianos– creemos que hay un cielo y un infierno y que si te sacrificas por una buena acción, Dios te va a recompensar. En nuestra religión la gente cree que la pureza es recompensada. Sus amigos que lo encontraron dijeron que su cuerpo se sentía como esto –tomó mi mano y me hizo sentir la suavidad de su palma– un tejido suave, sin fermentación. Y estaban anonadados, porque eso significaba que lo que hizo fue en nombre de Dios (…) “¡Ahora sí puedo hablar con su madre y darle la noticia!” Se rió y exclamó: “Dios lo dejó ahí. ¡Imagínense! Durante 14 días estuvo tirado ahí, porque Dios quiso recompensarme a mí y a su madre; para decirnos: ‘No se preocupen, yo puse ahí a esos hombres malvados para protegerlo, para que sus amigos pudieran venir a recogerlo y enterrarlo cerca de su casa’”. Osama se estaba riendo como un loco y no quise ver su cara. Elevó los ojos hacia el cielo nocturno y repitió: “¡Gracias Dios, gracias Dios!”. (Traducción: Lucía Luna)

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