Arabia Saudita: Un viaje al reino de los secretos infranqueables

viernes, 8 de julio de 2011 · 22:34
RIYADH, Arabia Saudita,  (apro).- Son las ocho y media de la noche y el termómetro marca 45 grados centígrados. “Lo bueno es que ya comienza a hacer fresco y, sobre todo, que aquí (en la capital saudita, a comparación de la costera ciudad de Yeddah) el clima es seco y no húmedo”, dice con una mueca sarcástica nuestro compañero de mesa, un comerciante saudita a quien la escala creada por Anders Celsius parece no afectarle en lo más mínimo. Su mueca se transforma en discreta risa cuando el teléfono celular de Mimi --mi imprevista cita de ese día--, comienza a emitir ruidos extraños mientras anuncia en la pantalla que sus circuitos están a punto de carburación. Es momento de dejar la terraza y alejarnos de la barra de champaña para entrar al confort del aire acondicionado de la casa que alberga la recepción en turno de la velada. Es una noche cualquiera en el enorme bunker al aire libre que sirve de morada para la numerosa comunidad diplomática acreditada ante el reino de los Saud. Estamos en el corazón del barrio diplomático de Riyadh, un extenso terreno de más de 7 millones de metros cuadrados situado a ocho kilómetros del centro de la ciudad. Un gueto creado ex profeso por el gobierno saudita para dar cabida a embajadas, consulados y organismos internacionales, así como a sus correspondientes séquitos de expatriados y su “forma de vida”, en muchas ocasiones diametralmente opuesta a los principios de un Islam regido, al menos en apariencia, con mano dura. El DQ como se le conoce popularmente entre residentes y visitantes (por su acrónimo en inglés) es una especie de oasis a la mitad del inclemente desierto que rodea esta región del centro de la península arábiga. No solamente porque sus camellones y plazas están poblados de verdes palmeras y pastos, incluso, durante los insufribles meses de verano, fruto de un sistema de riego sólo sostenible por los altos ingresos petroleros, sino porque dentro de las murallas que lo rodean, y a pesar de los tanques, bloques de cemento y militares que lo protegen, se respira, dentro de todo, un aire diferente que en el resto del país. Aquí, hasta cierto punto, el alcohol corre a raudales, las mujeres pueden llevar la cabeza descubierta y las parejas son libres de caminar hombro con hombro por la calle; aunque los mutaween (o policías religiosos) frunzan el bigote. El pacto con occidente, a la manera de Fausto, es un mal necesario (a los ojos de unos) o una bomba de tiempo (a los ojos de otros), pues no siempre costea eso de vender tu alma al diablo. Mimi trabaja, junto con varios centenares de personas más, en la embajada de Estados Unidos. Guapa, inteligente, jovial, amiga de amigos y, en su momento, colega diplomática, la primera pregunta que me hizo al conocernos fue un poco directa para estándares gringos: “Are you dating someone?” La cara de asombro que dibujé la obligó, de cierta manera, a justificarse: “es horrible vivir aquí, sobre todo cuando se trata de encontrar pareja”, dijo resignada. Mimi lleva dos años en Arabia Saudita y en un par de meses más dejará su puesto para ir a una nueva misión. Y aunque se trate de otro país árabe, “será, sin duda, mejor que Riyadh”, asegura. Su opinión no es aislada. Invariablemente, lleven poco o mucho tiempo en el reino y más allá de los piropos que siempre puedan echarle, los extranjeros que aquí trabajan, sea porque su gobierno lo0s envía o porque se ven atraídos por los elevados salarios y la exención hacendaria, coinciden en una palabra cuando de calificar la vida en Arabia Saudita se trata: difícil. ¿Por qué? Pocos pueden ponerse de acuerdo, por más argumentos que utilicen. Ese es precisamente uno de los mayores dilemas de este país a los ojos foráneos que intentan explicar y entender su razón de ser. Porque cierto es que a primera instancia no parece tan malo como lo pintan. ¿O sí? La recepción a la que me convidó Mimi es en casa de uno de sus colegas de la embajada y el motivo del evento es despedir a otro que la antecede en la partida, aunque sólo después de un año de estancia. “Lucky bastard”, me cuchichea bromeando. La lista de invitados, me dicen, está plagada de nombres habituales: altos funcionarios del gobierno y miembros de rango medio de la familia real, aliados improbables y (desde el 11 de septiembre de 2001) recelosos de los estadunidenses; además de diplomáticos de las embajadas “amigas” o, como uno de los representantes de la embajada mexicana presentes los califica, “the usual suspects”. El menú, acompañado de una generosa lista de bebidas embriagantes (incluidas cervezas Corona con todo y rodaja de limón), no podía ser menos espléndido que la concurrencia, desde costillitas hasta cordero asado, ni menos pragmático que  los anfitriones, es self service. Los meseros filipinos (parte de los millones de trabajadores importados por el reino cada año y que, en su gran mayoría, son sujetos de graves violaciones a sus derechos humanos, no que este sea el caso) me marean y terminan separándome de Mimi para depositarme en un sillón arrinconado al lado de una compañía inusual pero igual de interesante (si no es que más) que todas las anteriores. “Créeme, las cosas están cambiando, tienen que cambiar, por eso más vale que estemos preparados”, confiesa una atractiva y madura, Janet Breslin-Smith, esposa del embajador estadunidense, James B. Smith. Su marido, apostado en Riyadh desde septiembre de 2009, es un general retirado de la fuerza aérea, amigo personal de Barack Obama y veterano de la denominada “Tormenta del Desierto”, que con el decidido apoyo saudita llevó a Estados Unidos a liberar Kuwait de las garras de Saddam Hussein hace casi una veintena de años. “Podríamos decir que sí, ya estamos familiarizados con el área desde hace tiempo”, confiesa discreta la consorte del diplomático, cuyas credenciales no son, ni por mucho, menores. Breslin-Smith, quien comenzó su carrera como agregada en la embajada de su país en Santiago de Chile, justo al momento del golpe de Estado contra Salvador Allende en 1973, imparte la cátedra de estrategia de seguridad nacional en el Colegio de Guerra de Estados Unidos; durante los últimos 17 años ha colaborado estrechamente con el Congreso y la cúpula militar de Washington en la misma materia. Por ello, cuando habla lo hace con autoridad y resulta imposible no sentirse intimidado, aunque sólo sea por su enigmática sonrisa. La velada, siguiendo el estricto protocolo diplomático, casi llega a su fin. El seco y ardiente aire saudita de Riyadh, al igual que los termómetros, permanecen imperturbables, acompañados de un silencio incómodo que a gritos susurra la palabra cambio.   La jaula de oro --¿Quién es? --Dicen que se trata de una vieja amiga. --Tiene pinta de ser una buena muchacha, desde que llegamos la he visto ir de arriba abajo como si fuera ella quien llevara la organización de toda la boda. --Es mucho más agraciada que la novia. ¡Puedes creerlo, me dijeron que el Profeta Mahoma solía bendecir a las feas! --¡Que la paz esté con él! Debe ser cierto porque te juro que en estos días la suerte de las feas las bonitas la desean. --¿Es de pura sangre? Su piel es muy blanca. --El padre de su madre era sirio. --Se llama Sadim Al-Horaimli. La familia de su madre está emparentada con la nuestra. Si tu hijo está interesado, te puedo conseguir sus datos Sadim ya sabía que tres señoras habían estado indagando sobre ella desde comenzada la boda. Ahora, de viva voz, escuchaba a la cuarta y a la quinta. Cada vez que alguna de las hermanas de la novia venía a decirle que fulanita o zutanita había estado preguntando sobre ella, murmuraba con recato “que la buena fortuna toque a su puerta”.[1]   El anterior es un extracto de la novela Chicas de Riyadh (Girls of Riyadh) de la joven saudita Rajaa Alsanea, quien sólo contaba con 23 años de edad cuando su ópera prima fue publicada en Líbano en el 2005. “Sabía que si la enviaba al Ministerio de Información (el organismo encargado de dar el visto bueno a toda publicación en el reino) nunca hubiera visto la luz”, ha dicho la autora en diversas entrevistas, a raíz de su inusitado éxito allende las fronteras del mundo árabe; hoy el libro está disponible en una decena de idiomas, incluido el español. Quizá lo que más sorprende de la obra es que a la fecha siga siendo uno de los libros más solicitados en Arabia Saudita, además de ser uno de los que, sin duda, genera mayor polémica y debate entre la población por hablar de temas considerados tabú tanto política, como religiosa y socialmente: las relaciones prematrimoniales, el homosexualismo y la emancipación de la mujer. Tras ser editado en Beirut, las autoridades sauditas se apresuraron a prohibir su distribución en el reino, lo cual no impidió que se generara una importante demanda en el mercado negro por el texto. Demanda impulsada por una juventud sedienta de productos culturales propios y propensa, como en todos lados, a desafiar los cánones establecidos; en este caso auxiliada por la modernidad implícita en un estilo de vida inundado por tecnologías de punta, pero con pocos (si no es que nulos) espacios de expresión. Las copias apócrifas del manuscrito llegaron a venderse hasta por 500 dólares. A finales de 2007 el gobierno saudita se cansó de taparle el ojo al macho y desde entonces Chicas de Riyadh se encuentra en las principales librerías del país. El libro, escrito a manera de correos electrónicos enviados desde la computadora de una de las protagonistas, narra los avatares de cuatro adolescentes sauditas que buscan el amor mientras luchan por sobrevivir a una sociedad que parece construida para derrumbar sus sueños, ya sea a través de matrimonios arreglados, estrictas reglas de comportamiento o incomprensión familiar. En sus páginas se puede ver a las protagonistas vestirse de hombres, manejar a escondidas sus autos (actividad completamente prohibida por la ley del reino), darse de besos con sus novios (o novias) y echarse sus copitas de vino espumoso. Algo que la mayoría de las jóvenes lectoras del reino celebró con vítores silentes pero que fue materia suficiente para causar un verdadero escándalo en el país, que desde sus inicios basa su legitimidad en una interpretación bastante estricta de la religión; en donde no hay separación entre lo público y lo privado, ni entre lo religioso y lo político. Arabia Saudita nació como le conocemos en 1932, casi dos siglos después de que una alianza entre el jeque Mohammed ibd Abdel Wahhab y el príncipe Mohammed ibn Saud diera origen al wahabismo como religión de Estado y a los Saud como dinastía regidora del mismo. Un matrimonio militar-político-religioso que con el paso de los años, la caída del imperio otomano y el discreto pero decidido apoyo británico, logró consolidarse y extenderse, derrocar a sus rivales y concentrar el poder hasta hacerse de las ciudades de la Meca y Medina y, eventualmente, formar un “Estado”, en un sentido poco ortodoxo de la palabra. Un Estado que con el descubrimiento de ricos yacimientos petroleros hacia 1938 y su posterior explotación, afianzó su dominio y comenzó a exportarlo; respaldado, sin restricciones, por un Occidente, en general, y un Estados Unidos, muy en particular, ávidos de asegurar su provisión de reservas energéticas en el enrevesado mundo de la guerra fría. Hoy, a casi ocho décadas de distancia de su conformación como país, Arabia Saudita ejerce una influencia significativa en el mundo del siglo XXI, tanto política como económicamente. Su participación en el grupo de los veinte y su papel en los procesos de paz en Oriente Medio, amén de su continua y estrecha relación con Washington, son prueba irrefutable de ello. Sin embargo, la alianza que le dio origen y que unió en un principio su vida política con su postura religiosa, pasa por una prueba de fuego que a los ojos de varios expertos podría muy pronto devengar en importantes cambios para el régimen y, quizás también, para la región. Madawi al Rashid, especialista en historia saudita de la Universidad de Londres, afirma en su más reciente libro, Contesting the Saudi State (Cambridge University Press, 2007), que “Arabia Saudita está experimentando una transformación” y que ahora, más que nunca antes, “la sociedad saudita se encuentra polarizada en lo tocante a interpretaciones religiosas y aspiraciones políticas”. Lo cual, afirma la también saudita y exiliada desde hace años en Inglaterra (su familia, los Al Rashid, es rival histórico de los Saud), “puede llevar al desmantelamiento del régimen autoritario en el país”. Con ella coincide el Middle East Quarterly. Fundado en 1994 es la publicación estadunidense más reconocida de análisis sobre la región, que en su prospectiva de los países árabes para el 2020 predice un cambio fundamental en Riyadh, pues considera que el modelo saudita no es sostenible por muchos años más. Aunque aclara que todavía es difícil saber en qué dirección podría darse dicho cambio, dejando entrever que un régimen islamista radical no puede descartarse por completo.   Entre la ortodoxia y la modernidad “El verano es la época del año que más me gusta porque tomo vacaciones, puedo escaparme a Jordania y disfrutar de todo lo que aquí no está permitido”, declara feliz Said Al-Gehani, guía de turistas afincado en la norteña ciudad de Al-Ula, quien domina el inglés y el francés, y se especializa en recorridos por las ruinas de Madain Saleh, segunda ciudad nabatea en importancia después de Petra y uno de los mayores tesoros arqueológicos del país. Hasta hace poco inalcanzable para los extranjeros, en meses recientes este bello paraje de piedra, desierto y tumbas labradas, ha presenciado un ligerísimo, aunque notable, incremento en el número de visitantes occidentales. Consecuencia directa de la nueva política de Riyadh que, desde fecha reciente, permite, aunque a cuenta gotas, la emisión de visados a grupos turísticos. Una medida que, dicen, comprueba la buena fe del régimen y, sobre todo, su disposición de apertura; algo que durante años prefirieron combatir. Pero que principalmente sirve de desfogue para una sociedad que cada vez de forma más acuciosa clama por ver extendidas sus libertades y establecer canales de comunicación con el exterior, como lo demuestra el sonriente Said. El wahabismo saudita promulga un austero modo de vida que comulgue con el Islam del que emana, promoviendo un regreso a las raíces religiosas y un puritanismo que, cada vez de forma más fehaciente, resulta contradictorio para los súbditos del reino. De Riyadh a Yeddah, pasando por Khobar y Dammam, las principales ciudades de Arabia Saudita parecen diseñadas por las mentes más maquiavélicas de Las Vegas: Grandes bulevares plagados de Hummers, enormes edificios inteligentes, mansiones con palmerales y centros comerciales repletos de boutiques Chanel y Gucci. El consumismo capitalista es pan de cada día para los que hasta hace cien años seguían siendo beduinos del desierto. Ese desparpajo comercial resulta una fatal combinación con las fuertes normas morales que restringen los encuentros entre los sexos, prohíben las exhibiciones de filmes y obras de teatro y obligan a llevar una vida “familiar” y en casa. Ello, aunado a la llegada de medios de comunicación que no conocen fronteras, morales o políticas, como el Internet  y la telefonía celular, incrementa la presión sobre un régimen que debate su preservación más allá de medidas que sabe fútiles como la apertura turística, la inversión en infraestructura en zonas deprimidas del país, el gasto social, la restricción de funciones para las blackberrys o la prohibición de ciertos sitios web. Después de que Al Qaeda declarara la guerra al régimen saudita e iniciara una campaña de ataques en su suelo en 2003, Riyadh parece haber despertado de un largo letargo, al tiempo que occidente, comandado por Estados Unidos, se cuestiona si da por terminada una luna de miel con una novia que casó prácticamente a ciegas. En medio de todo ello encontramos una sociedad saudita inconforme o medio conforme pero sin duda alguna confundida, a la que cada vez cuesta más trabajo ponerse el saco de una identidad heredada, y también confundida, entre lo político, lo religioso y lo personal. “Nunca dije que fuera sencillo”, explica divertido Said sobre las circunstancias de su país, al percatase de mi entrecejo fruncido. Ahora entiendo el por qué de su aseveración.

[1] Alsanea, Rajaa. Chicas de Riad. Editorial Emece, Barcelona, 2007.
 

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